domingo

SUSTO O MUERTE

Crítica acompasada de la novela La historiadora,
de Elisabeth Kostova




«Méga biblíon, méga kakón» (gran libro, gran catástrofe), decía Calímaco, bibliotecario de Alejandría, cada vez que le llegaban con un grueso voluminum amenazador para sus estanterías. Pues bien, heme aquí plantado frente a una novela como La historiadora que, sobre tener setecientas páginas de letra apretujada, es, además, el resultado de un gigantesco proyecto de mercadotecnia con el que se han pretendido superar las altas cotas (hablamos siempre de dinero, nunca de literatura) que estableció El código Da Vinci. Para ello, y durante meses, se nos ha querido presentar como un nuevo bombazo y se ha estado publicitando el dineral entregado a la autora en concepto de anticipo de derechos, la superficie kilométrica que iba a ocupar en las estanterías, el aparato de marketingue con que iba a avasallar en ferias y congresos y, en fin, el amplio target o legión de incautos que, según las estadísticas, iba a constituir su lectorado.... Todo, como se ve, cifras, números, sumas y algoritmos, pero ni una mención al estilo, a la estética, al valor literario de la obra. ¿Para qué? Lo que importa es proclamar urbi et orbi et catacumbi que va a ser el libro de moda, y que la gente se lo crea y compre.

Y se lo ha creído y comprado, vaya que sí. En el momento que escribo, La historiadora ocupa, efectivamente, el número uno de las listas de ventas, se ha convertido en un glorioso best-seller, aunque por fuera, la verdad, tenga un aspecto más escarpado y de difícil acceso que el Naranco de Bulnes. Es por ello que, antes de abrir el librote, me pertrecho de casco, guantes, arneses, me ato a un vecino para que me frene en caso de caída, y sólo entonces tomo aire, abro y me dispongo a empezar la escalada de tamaño pedrolo.

Ya en las primeras páginas a punto estoy de despeñarme. La autora nos cuenta, en primera persona, que es hija de un padre diplomático y viudo, que vive en una casa de aire victoriano y que recibe una educación espartana. Como consecuencia de todo ello parece que le resulta imposible hablar a lo llano, cual las personas comunes, y no digamos ya a lo literario; en remedo de esto retuerce las frases y fincha las expresiones como en la pág. 16, cuando para decir, simplemente, que su padre volvía del extranjero, dice que «cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared...». Y así a cada poco, con lo cual pasamos del oficio, todavía honrado, de juntapalabras al otro ya totalmente prosaico e industrial de apelotonaletras.

En la siguiente página, la autora, que para dejar claro el ambiente estricto en que se mueve recalca que en su casa había ama de llaves (adusta y seria, como es tópico), descubre en la biblioteca de la mansión una carta donde se leen (sonido inquietante de fondo) frases tan misteriosas como que «[cuando leas esto] estaré muerto o algo peor», «sólo alguien que necesite una información horripilante leerá está carta» o «me apena transmitir a otro ser humano mi experiencia de la maldad». Todo ello, la verdad sea dicha, causa sudores fríos y hasta erizamiento de cabellos en el lector benigno y arborescente, que ve la catadura de estos cebos y contempla luego las 680 páginas que le quedan por delante.

Armado de valor, sin embargo, sigue. La lectura de tan enigmática carta provoca en la protagonista el deseo de acompañar a su padre en el siguiente viaje. Juntos marchan, apenas una página después, hacia una ciudad eslovena cuyo nombre cierto la autora no quiere desvelar, para que no la asalten, apenas se publique el libro, cientos de turistas siguiendo sus pasos (esto puede leerse en la pág. 18). Por el camino, entretanto, sufre como una diarrea de metáforas e imágenes presuntamente poéticas que obligan al lector a tomarse un Almax para protegerse el estómago.

Después de una larga y descriptiva vuelta por la ciudad, padre e hija, cansados al fin de hacer ejercicios literarios, se sientan (pág. 21) en un salón de té para hablar de lo que realmente importa al consumidor del libro: esa carta estremecedora descubierta en la biblioteca.

Cuenta entonces el padre que un día, hace mucho tiempo, mientras preparaba su tesis doctoral, alguien dejó de pronto, entre los libros que estaba consultando en una biblioteca, uno muy viejo con el grabado de un dragón y una inscripción que decía DRAKULYA. Como no era suyo, lo entregó al bibliotecario, pero al día siguiente, oh sorpresa, volvió a aparecer sobre su escritorio. Decidió llevárselo entonces al director de su tesis, un tal Rossi, tipo al parecer de suma inteligencia. Como la autora no encuentra medio de presentarnos una escena o conversación creíble en que se demuestre la inteligencia de este tal Rossi (como decía Kingsley Amis: lo malo de las novelas de extraterrestres superinteligentes es que nunca pueden ser más inteligentes que el autor), recurre al viejo y estereotipado truco de presentárnoslo tan imbuido en sus graves asuntos «que, en una ocasión (pág. 26), había caído al suelo embelesado por el florecimiento de la democracia griega».

El mentado y abstraído Rossi desvela entonces (pág. 30), para pasmo del padre y escozor del lector, que él también posee un libro igual y que también se lo “regalaron” en extrañas circunstancias. Visto lo cual, este sujeto de extraordinaria inteligencia deduce, tras largo cavilar, que ambos libros «tienen que estar relacionados», y por el aire flota un suave olor a neuronas quemadas.

Repuesto del esfuerzo, dicho Rossi relata cómo, a raíz de la aparición del libro, comenzó a investigar y descubrió que (pág. 33, redoble de tambores): «Drácula, Vlad Tepes, aún vive», revelación con la cual prácticamente se acaba el capítulo.

De lo leído hasta aquí, podemos ya afirmar que no nos encontramos ante una novela propiamente dicha, ante una novela “obra de arte” en la que el autor pretenda (que lo consiga es otra cosa) crear un universo paralelo, un segundo mundo donde se reflejen de algún modo las ansias y preocupaciones del ser humano y la realidad cotidiana. Antes por el contrario, nos encontramos ante un relato truculento, que proviene de truco y que se sostendrá, sin duda, a fuerza de golpes de efecto y revelaciones abracadabrantes, donde no importa tanto (no importa nada, de hecho) la verosimilitud de las escenas o los personajes como dejar embelesado y patidifuso al lector sencillo y gastador de cuartos, que no espera otra cosa sino que le distraigan con muchos efectos especiales, mucho trampantojo y mucha engañifa.

De cualquier manera, lo reconozco, a mí, que siempre he sido un poco blando, estas menciones a Drácula y a los vampiros están comenzando a darme miedo, por lo que de aquí en más prosigo la lectura con todas las luces de la casa encendidas. En la pág. 37 padre e hija emprenden viaje a una hermosa ciudad del Adriático, la cual, como anticipo del terror que vamos a pasar, se nos describe prolijamente en páginas siguientes. Así nos enteramos, entre otras cosas, de que es una ciudad que, cuando se mira desde arriba, parece más pequeña.

Bien macerados ya para la horripilancia, le pide la hija (pág. 39) al padre que continúe con la historia del profesor Rossi, aquella lumbrera que nos ha desvelado que Drácula sigue entre nosotros. El padre se hace el remolón, momento que la hija aprovecha para mirar el mar y construir frases pseudopoéticas. Al fin, en la pág. 40, para salvación de la lírica, el padre se desremolona y comienza a explicar por qué el profesor Rossi llegó a aquella conclusión. Al parecer el hombre, cierta vez que pasaba por Estambul, entró a investigar en unos archivos y allí («la sala de la biblioteca estaba vacía») encontró un mapa que señalaba el presunto emplazamiento de la tumba de Drácula. «En aquel momento (pág. 42) oí que una puerta se abría con estrépito en el vestíbulo de abajo. Pasos pesados ascendían la escalera». De repente, la puerta se abre y aparece un hombre que se identifica como miembro del Ministerio de Cultura (aquí, al oír tan abyecta institución, es cuando no puedo reprimir un grito de pánico). El funcionario, o presunto funcionario, porque le enseña una placa así como visto y no visto, procede a incautarse de los mapas y de todo lo que está leyendo sobre Vlad Tepes. Al girarse, Rossi repara en su cuello (pág. 45): «A un lado [...] había dos marcas de pinchazos con restos de costras de color parduzco».

Pero no acaban aquí los sustos. Una vez se ha marchado el enigmático personaje, Rossi va a preguntarle al bibliotecario quién era aquel individuo, a lo que el bibliotecario se extraña mucho (pág. 46): «¿Alguien acaba de entrar? No ha venido nadie desde hace tres horas». Impresionado por todos estos sobresaltos, Rossi decide abandonar la investigación (no es para menos, yo he acabado la lectura del capítulo debajo de la cama), aunque antes copia de memoria lo que puede de aquellos mapas...

Nuevo viaje (pág. 53) a un lugar pintoresco, en este caso un pueblo de la campiña toscana, nuevas descripciones para empezar a meternos el miedo en el cuerpo. Por el camino (pág. 54), destacar que a la protagonista le viene su primera regla, lo cual se nos cuenta no tanto porque interese a la historia como para, en un arranque de lucimiento, dar lustre a la lengua de Shakespeare y Woodgate. También destacan las consideraciones etimológicas de la protagonista cuando al fin arriban a su punto de destino: Monteperduto. «Los nombres se confundían en mi mente, pero monte significa “montaña” y estábamos entre montañas». Pueden subrayar esto, por si algún día lo necesitan para una prueba de nivel, en la pág. 55.

Cuatro páginas vienen ahora destinadas a salpicar el texto de palabras en italiano: chianti, torta, signor, piazza, etc., para que se vea que la autora ha pasado algún verano por aquellas tierras, hasta que en la pág. 59 el padre, a quien según parece sólo le apetece explayarse sobre Drácula cuando está en sitios turísticos, se decide a narrarle a su hija la misteriosa desaparición del profesor Rossi. Y allá nos larga una peripecia llena de apagones súbitos de luz, manchas de sangre, velas que oscilan, sombras que se escabullen... Si de algo adolece, por lo hasta aquí visto, La historiadora es de falta de naturalidad. Y ya no por lo envarado y pesadote del estilo («La habitación tenía el mismo aspecto que las docenas de veces anteriores que la había visto a la luz del día», se lee en la pág. 63), sino porque Elizabeth Kostova, su autora, ha hecho acopio de un centenar, o más, de escenas desasosegantes y las va insertando a lo largo de las páginas, una tras otra, a ritmo de cadena de montaje.

Otro viajecito más, esta vez a un monasterio francés: Saint Matthieu. Mientras comen algo para reponerse del viaje, el camarero, como es norma en el gremio de hostelería, se acerca para contarles una historia (pág. 75), en este caso una leyenda local sobre muertos vivientes, muy apropiada para entretener la espera entre plato y plato. Cuando el camarero acaba, la autora advierte (pág. 76) que su padre se encuentra lívido. Probablemente esté pensando en el pastón que (offre comprenant), como propina por la historia les incluirán en la factura.

La narradora, sin embargo, ajena a todo, se repanchinga y pone filosófica para hablarnos de lo muy viajada que es y de (pág. 91) «ese legado tan peculiar que el tiempo otorga al viajero: el anhelo de ver un lugar por segunda vez». Más adelante: «a veces buscamos de nuevo un lugar que ni siquiera es notable en sí mismo. Lo buscamos porque lo recordamos, así de sencillo». Después de éstas y otras sinsustancias por el estilo, para las que no cabe disculparse en que esté haciendo la digestión, al fin emprenden padre e hija la ascensión al monasterio. Al padre, todo hay que decirlo, la hija le intuye remiso, acojonado. ¿Será porque sabe que ahora vienen, de la pág. 92 a la 95, cuatro apretujadas páginas de descripción del lugar, con lo que ello significa en un bestseller?

De vuelta de, como agudamente diría Antonio Gala, el país vecino, otra vez de excursión, agora a Venecia, sin tiempo (pág. 97) siquiera para tomar aire. «Las góndolas se mecen y oscilan en la laguna como si se lanzaran sin tripulación a la aventura. Las fachadas adornadas brillan a la luz del sol...». Inasequible a la vergüenza, la narradora (o sea, la hija) sigue describiendo cuanto ve en ese estilo que pretende literario pero que apenas llega a romo y tópico. A veces parece incluso que (traducción aparte) tuviera hinchada la lengua dentro de la boca: «Los caballos de San Marcos cabriolaban zarrapastrosos bajo la luz rutilante». Al padre, el hombre, se le advierte raro, quizás abochornado por estos excesos de su primogénita.

Entre medias de estos viajes, se nos van intercalando unas cartas donde el desaparecido Rossi cuenta las averiguaciones que llevó a cabo tras su vuelta de Estambul. ¿Pero no se había jurado a sí mismo, tras el susto sufrido en los archivos, abandonar la investigación? Pues sí, pero se arrepintió páginas más tarde y siguió investigando. Antes de relatar sus averiguaciones, copio la siguiente frase de la pág 100 para que se vea de qué modo está escrito todo: «Era una noche lluviosa de octubre, hace tan solo dos meses. Había empezado el trimestre y yo estaba sentado en la agradable soledad de mi habitación, una hora después de cenar. Estaba esperando a mi amigo Hedges, un rector sólo diez años mayor que yo». El lector de distinguido paladar y fino oído habrá advertido, sin duda, en tres frases, la mezcolanza de tiempos (meses, trimestres, años, horas...) en que se embarranca la escritura y el plastón (en lenguaje técnico potingue) resultante de todo ello.

Pero a lo que íbamos: el tal Rossi está esperando a dicho Hedges en su habitación; oye sus pasos, inconfundibles, por el pasillo, y de pronto... (pág. 103) silencio. ¿Qué ocurre? Sale Rossi a ver y encuentra tendido a su amigo con un mordisco en el cuello y balbuciendo: «Me dijo que te dijera que él no tolerará intromisiones», tras lo cual enloquece y muere. Pero oiga, déjeme en paz, exclama el portero de mi inmueble, abrazado al cual he acabado de leer este último y aterrador capítulo.

Pág. 108: «Nuestro siguiente viaje nos llevó [a] la pequeña ciudad de Kostanjevica». No descarto, oh lector bonancible y anchuroso, que en una de estos periplos excursionistas la autora y su padre se lleguen, por ejemplo, hasta Sepúlveda, a comer cordero, ¿por qué no? De momento, helos en Kostanjevica describiendo a mansalva y leyendo las cartas del perdido Rossi. Dicho Rossi, tras el último susto arriba contado, decide llevar el libro que le fue obsequiado en extrañas circunstancias a un laboratorio, para que se lo analicen. Se lo entrega a un muchacho rozagante y rubicundo. Cuando va a recogerlo, días después, le encuentra demacrado y pálido y cierta vez (pág. 115) que sonrió, «reveló sus caninos superiores algo prominentes». ¿Es o no es para deyectarse?

Entre excursión y excursión, la hija y narradora investiga sobre el vampirismo en la biblioteca de la universidad. Amablemente, en la pág. 118 le pide al bibliotecario que le alcance un libro sobre Vlad el Empalador y el sultán Mehmet. El otro va a buscarlo diligentemente; de pronto se oye un ruido, la narradora sale a mirar y se encuentra al bibliotecario muerto en el suelo, de un cachiporrazo. ¿Quién habrá sido? Entre nosotros, yo sospecho de alguien de la SGAE.

Seguimos con la apoteosis del puente, la escapadita turística y los puntos Travelplan. En esta ocasión (pág. 133) nos hallamos en una ciudad junto al Adriático. Por el camino noto que van ya para treinta o cuarenta las veces que los personajes actúan «a regañadientes». Quizás sea cosa del traductor, pero en todo caso aquí lo hago notar por si hubiera lugar a un nuevo récord Guiness de uso de frase hecha.

En dicha ciudad adriática, el padre continúa narrando a su hija lo que hizo tras la desaparición de Rossi. En primer lugar, advierte que alguien (pág. 135) ha hecho desaparecer de la biblioteca de la universidad el ejemplar que había del Drácula de Bram Stoker, así como las fichas catalográficas de la obra. Una auténtica catástrofe pues el hombre se servía de esta obra como uno de sus puntos capitales en las investigaciones vampíricas. Algo ridículo por partida doble: en primer lugar, porque Drácula es una obra de ficción, una (esta sí) auténtica novela donde Bram Stoker crea, a partir de una tradición popular, y con el solo arma de su imaginación, imágenes originales y nuevas para representar la maldad, pero en ningún momento era su pretensión trazar una historia rigurosa; la Kostova, por el contrario, en este adoquín, hace acopio no de tradiciones sino de tópicos, a los que en el colmo de la gansada quiere dar un tinte antropológico y científico. Y es ridículo que la desaparición de Drácula de la biblioteca le cause tanto trastorno al pseudoinvestigador, cuando sin mayor esfuerzo puede encontrarse un ejemplar incluso en los quioscos de prensa.

Pero la Kostova no repara en nada de esto. Sin embargo, sí advierte, sagazmente, en la pág. 137, que uno de los bibliotecarios «tenía la cara demacrada y chupada, como si estuviera muy enfermo». En su cuello, además, aprecia «dos pequeñas heridas costrosas de aspecto sucio, con un poco de sangre seca». Hum, se dice para sí.

Pág. 144: Estamos en Atenas. Stop. Esto roza ya lo demencial. En su afán por darse ínfulas de cosmopolita, algo muy epatante sobre todo en los USA, la autora no deja de dar bandazos con la historia de un lado para otro, adornándose en todo momento con descripciones anodinas y ajenas a lo literario donde no acierta a superar, en ningún momento, la visión turística. Valga como muestra lo que dice de Atenas: «el tráfico asfixiante y maloliente», «el Jardín Botánico con un león enjaulado en el centro», «la Acrópolis en lo alto, con toldos de restaurantes»...

Pág. 145: «Me arrepentí de no haberme puesto una camisa limpia, aunque fuera a cazar vampiros».

En el curso de sus investigaciones en pos de Rossi, el padre de la protagonista ha coincido con una joven también apasionada con el tema de los vampiros. De pronto (pág. 148), surge la sorpresa y el culebrón: se trata de la hija secreta del desaparecido. Su madre es una transilvana cuya flor Rossi robó y a la que luego dejó abandonada; ahora la hija del pecado busca a su progenitor para vengarse de él todavía no sabe cómo. Se lo está pensando por el camino.

Pág. 153: Enésimo viaje, esta vez a Eslovenia, rival de España en la repesca para el Mundial. En este país exyugoslavo la indigencia narrativa llega a su extremo, al hablarnos de «uno de los grandes castillos de Eslovenia, restaurado por la Dirección de Turismo con un buen gusto increíble». Un escritor, aun de tercera división, antes se cortaría la mano que calificar algo como “increíble” (que, para colmo, suena a superpijo). Porque ¿qué significa “increíble” exactamente, señora Kostova? Teniendo en cuenta que cada persona tiene una noción distinta de lo creíble y lo no creíble, sobre todo en materia estética, nos encontramos ante el típico palabro vacuo, recurrente y antiliterario. Una birria que, sin embargo, ningún lector demandará.

El bibliotecario que ha escamoteado el libro de Bram Stoker entabla dura pelea (pág. 175) con el padre de la protagonista y la hija de Rossi, a la cual muerde en la refriega. A base de crucifijos le hacen retroceder y huir a la carrera, tanto así que es atropellado por un coche y muere. Si hubiera huido con más precaución no le hubiera pasado eso.

¡Estamos en Oxford (pág. 177), la tierra de Javier Marías! También de la Universidad. Allí padre e hija se dedican a leer sobre vampiros hasta que de pronto, pág. 189, el padre desaparece, no sin antes dejar una nota donde advierte a la hija de que se llene de ajos los bolsillos.

No acostumbro a criticar la labor de los traductores, pues los pobres, además de estar mal pagados, tienen que cargar con la cruz de leer libros como éste dos veces, una en inglés y otra en castellano, algo que difícilmente puede soportar cualquier mortal. Sin embargo, hay páginas como la pág. 196 en las que inevitablemente caen adormilados (lo comprendo, por otra parte), pues nos hablan de que en el viaje de vuelta la hija se entretuvo hablando con un alumno oxoniense sobre sus compañeros, «un puñado de tarambanas y chivos expiatorios» (¿qué tendrá que ver aquí tal comparación chivuna?). Más abajo un catalanismo como «ya me fue bien que durmiera». De paso reseño un «todabía» por ahí suelto y un «habían estantes a mi derecha». Todo ello sin ánimo de ofender, porque al mejor escribano se le escapa un gallo y al mejor cantante un borrón.

Pág. 220: Estambul. Años 60. El padre de la protagonista y la hija de Rossi han llegado hasta esta ciudad buscando al desaparecido y coinciden, casualmente, con un turco experto en vampirismo, quien les revela lo siguiente: «¿Sabe que Drácula fue un personaje real, una figura histórica?». A lo cual los otros quedan entre sorprendidos y admirados. ¡La de cosas inopinadas y nunca oídas que aprende uno leyendo bestsellers!

Llevamos del orden de cien páginas seguidas (por no decir todo el libro) en que la acción, por más que vaya de uno a otro país, no se mueve de bibliotecas, archivos, claustros de profesores... Nadie pide, bien es cierto, a estas alturas, la agilidad y el pulso de la calle que sabía captar un escritor como Baroja, pero este ratoneo de biblioteca y este no ver la luz del día, sinceramente, acaban por agotar al más erudito. Nos encontramos, una vez más, ante el gran misterio de los bestsellers: cómo, siendo en el fondo tan aburridos, captan tantos lectores. Nunca lo entenderé.

En el camino de vuelta de Oxford la narradora advierte (pág. 255) a un hombre misterioso sentado frente a ella en el departamento del tren. «¿Dónde está tu padre, querida», le pregunta de pronto con voz grave, en un momento en que se encuentran a solas, y la joven sale despavorida, a la carrera, pidiendo protección. En otro momento la hubiera acompañado en el sobresalto y la carrera, pero en no sabría determinar qué página, a fuerza de acumular truculencias, la historia ha dejado de causarme miedo para inspirarme lástima.

En la pág. 268 el turco enseña a sus huéspedes un «equipo para cazar vampiros»: estacas, ajos, balas de plata y demás... En la página siguiente, la hija de Rossi nos ofrece una charla sobre lo que significa ser un historiador. Después decide marcharse a Hungría a ver a su tía, y perdón por la cacofonía.

Antes de emprender viaje hacia Budapest, topan en las calles de Estambul (pág. 283) ni más ni menos que con el bibliotecario atropellado, quien al parecer no estaba muerto, sino que había pedido una excedencia. De nuevo entablan con él una pelea, cómo no, en una biblioteca, durante la cual (pág. 293) vuelan los libros y los ajos hasta que, finalmente, la hija de Rossi consigue acertar al No Muerto (tal es su nombre técnico) con un balazo de plata en el corazón, ante lo cual ya no le queda más remedio que morir. En la pelea ha mordido a un turco que pasaba por allí, gracias a lo cual nos enteramos (yo, al menos, no lo sabía, aunque lo sospechaba) que para que uno se convierta efectivamente en un vampiro tienen que morderle, al menos, tres veces. Ni una ni dos, sino tres. Así que ya lo sabes, lector mestizo y convoluto.

Al fin (pág. 311) se disponen a partir hacia Budapest. Estamos en los años 60, no se olvide. Telón de acero. El padre de la autora teme que no les dejen pasar el equipo de cazar vampiros por la aduana. «Tenéis que esconderlo con sumo cuidado», les conmina el turco. Y así lo hacen.

Por curiosidad, busco en la contraportada, en la solapa, en el interior... datos sobre la autora. Descubro que «Elizabeth Kostova se graduó en Yale y posee un MFA (que no sé lo que es, pero suena muy importante) de la Universidad de Michigan». ¿Será por todo esto y porque yo apenas si he pasado del colegio público Agapito Marazuela, inventor de la dulzaina, que no alcanzo a captar la altura intelectual de semejante truño? Será, seguramente. También leo que escribir esta novela le llevó a la autora diez años de investigación, no se nos dice a qué ritmo.

La excusa que han utilizado para cruzar el Telón de Acero y pasar a la Europa soviética es que van a un congreso de historiadores. En la pág. 324 se nos dice que la universidad de Budapest «estaba compuesta por edificios impresionantes». ¿Impresionantes, Kostova, para bien?, ¿impresionantes para mal? Siempre nos quedará esta duda.

Una colosal frase nos asalta al encarar la pág 331, en que conocen a la tía húngara de la hija de Rossi... en fin, a una señora. «Hay personas que permanecen grabadas en la memoria con mucha más definición tras un breve encuentro que otras a las que ves cada día durante un periodo largo». De los diez años empleados por la Kostova en la composición del libro, llegar a este descubrimiento psicológico le debió de llevar cuatro. Tres quizás, si pensó muy seguido.

Pág. 333: «Cruzamos el Szechenyi Lanchid, el Puente de las Cadenas (...), un milagro de la ingeniería del siglo XIX obra de uno de los grandes embellecedores de Budapest, el conde Istvan Szechenyi»... y todo así, como copiado de una Guía Michelín.

Nos hallamos en el congreso de historiadores. En teoría, tipos inteligentes disertando sobre cuestiones muy sesudas, en concreto los siglos XV y XVI en la Europa Central y del Este. Como la Kostova, ya está claro, no entiende muy bien qué sea la inteligencia, y el calificarse a sí misma de historiadora es cuando menos grotesco, el resultado es que, para ilustrar las ponencias de este importante congreso, toma al azar (pág. 346) las frases de uno que habla de cómo los cruasanes representan medias lunas otomanas. De esta manera cubre el expediente. Cuando le toca el turno de intervenir a su protagonista viene a decir que, aunque horripilante en Occidente, Vlad Tepes “Drácula” es todo un héroe en Valaquia y Transilvania porque luchó contra los otomanos. Curiosidades, como se ve, anécdotas tomadas del “Reader´s Digest” con las que sin embargo ambos conferenciantes son poco menos que sacados a hombros por sus colegas historiadores en la pág. 354.

El ponente de los cruasanes resulta que también está tras la pista de Drácula y que a él también le regalaron un misterioso libro en extrañas circunstancias. Charlando (pág. 372) sobre vampiros, el repostero erudito nos informa de que Vlad Tepes fue tal vez el primer personaje de la historia en utilizar armas biológicas contra sus enemigos. «Le gustaba enviar a súbditos que habían contraído enfermedades contagiosas a los campamentos turcos, disfrazados de otomanos». Bueno, hombre, no hay que exagerar; yo, más que a arma biológica, llamaría a esto putadita.

El de los cruasanes, sin embargo, se nos muestra (pág. 373) como un hombre muy impresionable. Así, por ejemplo, se desconcierta y aturde «siempre que encuentro palabras rumanas (...), porque conozco muy poco el idioma». Característico de este síndrome rumanohablante es que cuando topa con una palabra en dicho idioma «imagina que [debe de] ser el nombre de algún lugar, o algo por el estilo». Lo cual le deja hundido, sin fuerzas. Ciertamente, estamos ante un caso preocupante; no es de extrañar que el hombre vague cabizbajo y meditabundo por la novela.

Dejemos a este hombre con sus padecimientos y avancemos hasta la pág. 379. El padre de la protagonista y la hija de Rossi se van a Transilvania a ver a la madre (recuerda, lector, la seducida por el profesor desaparecido). Como van en carreta la mayor parte del camino, tienen mucho espacio, casi siete páginas, para describir cosas. Y no lo desaprovechan. Al fin, en la pág. 389 se encuentran con la madre y está procede a contarles la historia de cómo fue seducida por el profesor, un suceso ciertamente intrigante porque si algo ha dicho y repetido siempre el tal Rossi es que él nunca ha estado en Rumanía, y mucho menos en Transilvania. Sin embargo, ahí está la chica, que tiene los mismos ojos que él. Y el mismo coeficiente intelectual...

Contra este aserto de Rossi, la mujer presenta (pág. 407) una prueba irrefutable: un fajo así de gordo de cartas que se le cayeron distraídamente al profesor en plena coyunda transilvana y que ella ha conservado durante todos estos años. No deberíamos burlarnos, lector braquicéfalo, de estos pequeños accidentes copulativos; a cualquiera le puede suceder, en el calor del momento, en pleno campo y a calzón arremangado, un imprevisto semejante. A mí, de hecho, en una ocasión similar... Pero dejemos esto, que sería muy largo de contar. Bromas aparte, qué burdo, casi pueril, poco imaginativo y para lectores a granel resulta este recurso a las cartas que lo explican todo y el modo de encontrarlas.

Por su medio nos enteramos de que, en efecto, Rossi estuvo en Transilvania y allí trabó amistad con un arqueólogo, en cuya compañía va a inspeccionar (pág. 426) un viejo castillo que perteneció a Vlad Tepes y a su Orden del Dragón, de lo que le viene el apelativo de “Drácula”. Cuando están durmiendo entre las ruinas, de pronto oyen unos sonidos misteriosos y algo así como unos cánticos procedentes del bosque cercano. Con cierto canguelo se internan en la espesura y descubren que se trata no de un aquelarre de vampiros, cual pensaban, sino de una banda de salteadores y homicidas que por allí suelen andar. A la vista de lo cual, duermen entonces (pág. 435) mucho más tranquilos.

36 páginas exactamente ocupa la transcripción de las cartas que se le cayeron a Rossi del bolsillo en el trance ya dicho anteriormente. ¡Menudo ayuntamiento hubo de ser para no darse cuenta de tan pesada pérdida!

En la pág. 443 se nos desvela que Helen, la hija ilegítima de Rossi, producto del connubio antes citado, es descendiente de Vlad Drácula por parte de madre. Un lío, en fin, familiar en el que mejor es no meterse.

De Rumania, el padre de la protagonista y la hija de Rossi (que han aprovechado el viaje para enamorarse, como era, por otra parte, de prever) vuelven a Estambul y se reencuentran con aquellas amistades turcas que tanto les ayudaron en sus luchas contra el vampiro. Y hete aquí que dichas amistades les revelan (pág. 468) que en realidad «trabajamos para el sultán», es decir, Mehmet II, el contemporáneo de Drácula que vivió, pues, hace más de quinientos años. Qué gobernante más bueno, no tiene uno más remedio que exclamar, qué manera de crear empleo estable.

Recuperados de la estupefacción, resulta que, en realidad, forman parte de una sociedad secreta formada por el sultán para combatir a las huestes vampíricas de Drácula y su Orden del Dragón. El nombre de esta sociedad (pág. 470): «La Guardia de la Media Luna». Y uno piensa que entre templarios, Prioratos de Sión, rosacrucis, cátaros, guardianes de la fe, protectores del secreto, y demás ordenes secretas de que están poblados los bestsellers hay, de sobra, para formar una liga de fútbol y que se enfrenten entre ellos a doble vuelta.

Descubierto esto en Estambul, nuestros dos protagonistas vuelan a Sofía (Bulgaria) en la pág. 484. Dice la autora, en un rasgo de fino humor, que «sus pies tocaron suelo (o asfalto) búlgaro». Bien. Allí las autoridades comunistas les asignan un “guía”, que, cual lapa, les sigue a todas partes. En concreto, a casa de su contacto: Anton Stoichev. Oh, cómo no recordar aquí aquella gloriosa página de Almudena Grandes en que, ante la tesitura de introducir en su novela a un personaje búlgaro, fue y le llamó Hristo, como aquel famoso delantero (en aquella época) del F.C. Barcelona Hristo Stoichov, único nombre, sin duda, de entre los de aquella nacionalidad que la noble mollejera conocía. Fue, indudablemente, uno de los momentos más gloriosos de la literatura hodierna. En este caso, parecería que nos encontramos ante una chapuza similar, de no ser porque la autora está casada con un búlgaro y es de prever que conocerá muchos más apellidos propios de aquel país y que escoger Stoichev es una mera casualidad. De todas formas, ahí queda para una tesis doctoral la influencia del 9 del Barça en la novelística moderna.

Cuando al fin contactan con Stoichev y le cuentan, un tanto disimuladamente por la presencia del “guía”, el motivo de su viaje, aquél (Stoichev) (pág. 496) «sonrió y meneó la cabeza, complacido, de modo que sus grandes y delicadas orejas captaron la luz». Cosas leyéredes, amigo lector.

Entre medias de la visita a Stoichev se nos ofrece la explicación (pág. 510) de por qué Rossi negó siempre haber estado en Transilvania y mucho más haber tenido trato carnal con mozas de aquel país. Es el caso que sufrió un ataque de amnesia, pero una amnesia tal que llegó a olvidársele incluso que había tenido amnesia. No, lector fiero y atigrado, no lo hagas, no recapacites sobre esto. Yo he estado, por ti, haciéndolo tres días y era de ver cómo me echaba humo la cabeza.
El profesor Stoichev invita a los protagonistas (pág. 512) a la fiesta que suele celebrar todos los años en su casa, con motivo de la festividad de San Kiril, es decir, San Cirilo, inventor de la escritura cirílica y el Ciripolen, a quien el búlgaro tiene en gran aprecio y devoción. Allí, en un descuido del “guía”, les muestra (pág. 518) un manuscrito del siglo XV en que un monje narra su viaje de Valaquia a Bulgaria transportando un cadáver (el de Drácula, es de suponer). La autora quiere revestir el manuscrito de un tono de autenticidad, pero, como era previsible, no logra sino amontonar de cualquier forma conocimientos sobre la época, la vida en los monasterios y el arte manuscrita.

Viajan a Rila (pág. 540), famoso monasterio búlgaro, cuyo abad es muy amigo de Stoichev. Este, de pronto (pág. 543), «dio una patada en el suelo de piedra como si convocara espíritus» (por algo parecido fue expulsado su cuasi homónimo en un partido en el Bernabéu) y dice: «Aquí están viendo el corazón del pueblo búlgaro», y les larga un rollo copiado, mucho me temo, literalmente de una guía turística del lugar.

Pág. 556: Ruego atención porque aquí viene una de las claves del libro y, al mismo tiempo, una de las mayores... juzga tú mismo, lector. Los dos protagonistas están dando un paseo y, de pronto, se preguntan por qué la policía secreta comunista les vigila tan de cerca pero, al mismo tiempo, les facilita todos los desplazamientos y, en general, se comporta obsequiosamente con ellos. Concluyen que si se les ayuda tanto en su búsqueda de Drácula es porque los soviéticos (estamos, años 60, en plena carrera espacial) quieren hacerse con el secreto de la inmortalidad vampírica y por ese medio retornar de sus tumbas a Lenin, a Stalin, que acaba de fallecer, y a otros muchos líderes bolcheviques. Así está escrito en la novela y habría lugar para hacer cientos de bromas, pero la cuestión, llegados a este extremo, no tiene ninguna gracia. No tiene ninguna gracia, no, que se esté empapuzando y atontolinando con esta bazofia a una legión de lectores que no consumen (ni consumirán) otra cosa que bestsellers por un estilo a éste en su vida. No tiene gracia ninguna que las autoridades culturales, que la vida literaria, que algún organismo siquiera de salud pública no advierta sobre la nocividad de estos pestiños deformes y grasientos. Y, puestos a mirar, tampoco tiene ninguna gracia que habiendo tanto producto nacional, denominación de origen “escritor descerebrado”, en nuestro país tengamos que venir a exportar bodrios como el que tengo entre las manos. Si de tragar sandeces se trata, señores editores, demos al menos una oportunidad a los petardos autóctonos. Total, para hacer el ganso...

El caso es que, después de leer memez semejante, se me han quitado (¿a quién no?) las ganas de seguir pasando páginas. Solo por respeto al lector sigo hasta el final. Vagando de un lugar a otro, y de susto en susto, los protagonistas y su “guía” llegan al fin ante la tumba de Drácula, que está en una pequeña iglesia de un valle perdido. Allí descubren al profesor Rossi, quien, aunque en apariencia vivo, en realidad está convertido en un vampiro y condenado a una existencia malvada. Por ello es que pide a su alumno y a su hijo que le eutanasien, cosa que en efecto éstos hacen en la pág. 617. Antes, les ha dejado en herencia una carta donde explica por qué fue secuestrado por Drácula. Al parecer (pág. 626), el rey de los vampiros es muy aficionado a los libros y ha ido acumulando bastantes a lo largo de toda su no vida, pero se encuentran muy desordenados, arrumbados, en total desbarajuste. Por ello es que necesita de un catalogador que ponga orden en todo aquello, y por ello es que va dejando libros dispersos aquí y allá, entre la gente docta y estudiosa que cree que puede estar interesada en seguir su pista, para cuando estén cerca de su guarida saltar sobre ellos y, zaca, auxiliares de biblioteca vitalicios sin concurso-oposición.

Descubierto esto, pero sin haber conseguido capturar a Drácula en persona, los protagonistas se instalan en Estados Unidos (pág. 661), donde se casan y tienen una hija. Un día, de pronto (pág. 664), a ella se le ocurre viajar a Francia, en concreto al monasterio de Saint Matthieu, citado allá por la página 75. Una vez allí, la mujer desaparece. Ello sucedió hace veinte años. Casi al mismo tiempo que acaba este relato, la narradora llega con su joven acompañante oxoniense al citada cenobio, bajan a la cripta y allí encuentran (pág. 677) a su padre (el de la narradora) estaca en mano, esperando que llegue Drácula. Según parece, el vampiro ha trasladado su residencia desde Bulgaria a Francia. Apenas les da tiempo a saludarse, porque enseguida (pág. 678) aparece él. «Venga conmigo», parece como hipnotizar al padre, para que le haga de bibliotecario, cuando de repente aparece de entre las sombras la madre, que se carga de un certero balazo al vampiro.

Viene después un último capítulo, a manera de colofón, donde la madre revela a su hija que (pág. 684), en medio de sus vagabundeos, «creía que si podía encontrar a Drácula y exterminarle volvería a sentirme bien, a ser una buena madre», algo en lo que ciertamente no puedo por menos de coincidir con ella, y es algo que recalcan en todos los cursos de preparación al parto. Si desapareció durante veinte años es porque (pág. 686) «en el fondo, sabía que Drácula no me había olvidado y que volvería a buscarme. Llené mis bolsillos de ajos y mi mente de fuerza». Ahora, ya todo resuelto, puede sacarse los ajos del bolsillo y vivir en paz y plenitud.... ¿o no? Hay un epílogo en que, a la manera de las películas de Hollywood, parece apuntarse a la posibilidad de una segunda parte, de una continuación que, sinceramente, no pienso leer ni aunque me acosen todas las fuerzas de ultratumba.

5 comentarios:

  1. Sólo un breve apunte, nada literario además: Stoichkov jugaba con el ocho. De nada

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  2. me va a permitir don Clandestino, un comentario poco literario, pero esto está de puta madre!

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  3. Clandestino, amigo: La Historiadora es tan mala que hasta su crítica acompasada aburre. Y eso es verdaderamente grave,¿eh?

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  4. Pues de éste horror, en Bulgaria han hecho tal publicidad, que hasta yo me lo compré, y eso que huyo de los best-sellers cómo el diablo del ajoarriero. Llegué a la página 30 y les regalé el libro a mis 10 perros, para que jugaran al fútbol. Gracias a Dios, ninguno se cogió una diarrea mortal por comerse una página, pero si, fué una inconsciencia.

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  5. Valieron la pena las cien páginas que alcancé a padecer, sólo por leer y disfrutar esta crítica. Lloré de la risa, gracias don Clandestino.

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