domingo

LOS ENIGMAS OBVIOS

Crítica acompasada de la novela El símbolo perdido, de Dan Brown.



Sólo 3 personas en el mundo, 3, habían tenido ocasión de leer el manuscrito de la nueva novela de Dan Brown, El símbolo perdido, antes de que fuera entregado a la imprenta. Esto, al menos, proclamaba la prensa, entre asombrada y fascinada por tamaño secretismo. Tres personas que, según también indicaban algunos medios, cuando el libro viese la luz serían encerradas de por vida en las cámaras acorazadas de Random House, como hacían los faraones con sus arquitectos, para que no trasmitieran nunca el secreto de la composición.

Para completar la parafernalia, en aquellos países en que el texto no iba a salir en su lengua original la traducción se repartió entre varios equipos distintos, incomunicados entre sí para que el uno no le soplara su parte al otro y de esta manera acabaran reconstruyendo el cuadro final. Y lo que era peor: ¡se lo comunicasen a los periodistas antes de la premiere mundial! Aislados, pues, en diferentes edificios cercados con vallas electrificadas, guardias con perros en continuas rondas, y sometidos a exhaustivos cacheos para que nadie pudiera deslizar fuera un solo papel, así tuvieron que trabajar los traductores. Para que luego digan que la industria editorial no se preocupa por la calidad del producto.

El caso es que, impresionado, e intimidado, con todo este aparato, compré el libro apenas llegó el trailer a las librerías y descargaron de él el primer pallet. El símbolo perdido, la novela más esperada después de El código Da Vinci. Ansiosamente me lance a leer la primera página donde había letras, pág. 9. Se titula “Los hechos” y comienza así: “En 1991, el director de la CIA ocultó un documento en su caja fuerte. Hoy en día el documento todavía permanece allí dentro”. ¿Habrase visto alguna vez suceso parecido? Desde luego, la nueva novela de Dan Brown promete desde el primer momento una acción espectacular.

Pero entramos ya en el prólogo, pág. 11. Se inicia así: “Casa del Templo.20.33 horas”. A mí esto me suena un poco raro, quiero decir lo de situar la acción en un espacio como religioso y metafísico y luego consignar las horas de esa forma cronometrada y digital, como con un reloj Casio. Sería algo así como decir: “Interior de la catedral de Burgos, 14.16 horas” o “el sol se filtraba por las vidrieras de Notre-Dame con extraordinario colorido a las 12:22”. A mí, ya digo, me suena un poco chapucero, pero es cierto que la literatura ha cambiado mucho y quién soy, piltrafilla, para discutir los métodos más vendidos de narrar.

En esta misma página, al final, se nos dice respecto a unos individuos que “de sus cuellos colgaban joyas ceremoniales que brillaban cual ojos fantasmales”. Y apenas llevo leídas quince líneas. Sin embargo, ya entiendo que al lector no le interesan estas cuestiones estilísticas, que él se pregunta por la chicha, por cuándo saldrá el malo, habrá un primer asesinato o se descubrirá algún Santo Grial. Consciente de ello, pasaré de largo ante estos grumos gramaticales; entre otras cosas también porque temo que, de detenerme en ellos, me podría eternizar.

Lanzo un suspiro de alivio en la página siguiente, al enterarme de que la citada Casa del Templo se halla en “el número 1733 de Sixteenth Street de Washington”. Lo celebro, de verdad. Celebro que Dan Brown se haya ceñido a una ciudad donde supongo que camina sobre seguro y no tendrá, pues, que recurrir a gansadas como las de El código Da Vinci, donde el malo se hallaba preso en un presidio de Andorra hasta que llegó un terremoto, lo derribó, y el hombre aprovecho la confusión para escapar y llegar andando hasta Oviedo. Ningún lector, que yo sepa, se quejó por esta trabucada, pero aun así el editor debió decirle a Dan Brown: “Tú, por si acaso, no te compliques demasiado. De Sixteeenth Street a Twentieth Street y para veinte euros que cuesta la novela la gente va que chuta”.

Total, que estamos dentro de la Casa del Templo, un espacio imponente con cierto aire a santuario y cuyos muros “eran como un calidoscopio de símbolos antiguos: egipcios, hebraicos, astronómicos, químicos, y otros todavía desconocidos”, concluye Brown, cubriéndose hábilmente las espaldas. Que había muchos símbolos, vamos. En este templo, que por lo que parece es un lugar de reunión de la masonería, se está procediendo a la ascensión de grado de diferentes hermanos, de acuerdo al aparatoso ritual del Gran Oriente. Entre los que van a ser ascendidos a la élite, la narración se detiene en un tipo “de musculosa constitución” que mientras bebe vino en un cráneo hueco se felicita porque, dentro de pocos días, la semana entrante a más tardar, llevará a cabo un plan terrible. “Pronto perderéis todo lo que más apreciáis”, se dice para sí.

En el capítulo siguiente, pág. 15, aparece ya Robert Langdon, el héroe de las novelas de Dan Brown. El autor nos lo presenta –¡ingenioso y nunca visto truco!- a bordo de un ascensor de la Torre Eiffel cuyos cables, de repente, se rompen y el héroe se precipita, ¡horror!, en el vacío. Pero no pasa nada: es una pesadilla y Langdon se despierta algo sobresaltado para comprobar que está a bordo de “un avión privado Falcon 2000EX (…) con motores duales Pratt & Whitney”. En El código Da Vinci, Langdon viajaba a bordo de un avión “Hawker 731 con motores Garret TFE-731”, me acuerdo bien. Pero se conoce que el editor, de nuevo, le ha dicho a Brown que en literatura no conviene repetirse y entonces Langdon viaja en otro avión.

Apenas aterrizar el avión en el aeropuerto Dulles, de Washington, sale a recibir al profesor una mujer de mediana edad que desde el principio se muestra impresionada por hallarse en presencia de Langdon en persona, el héroe novelístico hecho carne. A la mujer le sorprende, sobre todo, que Langdon no lleve corbata, a lo que nuestro tipo, siempre tan campechano y progresista, le cuenta en confianza que a él no le gustan las ataduras e informa a la mujer del origen romano de tal prenda, aunque algunos piensan, en realidad, que nació en Croacia, y en esta diatriba se emplea buena parte de la pág. 18. Una vez aclarado el asunto, Langdon se sube a una limusina que le está aguardando para conducirle al Capitolio, donde, al parecer, precisan de sus servicios.

Mientras Langdon el descorbatado va a ver para qué le quieren ahora los del Capitolio, la escena se traslada a un tal Mal´akh que, pronto nos enteramos (pág. 20), es aquél a quien los masones estaban aceptando en la cúspide de su organización. También pronto, nos enteramos de que no trama nada bueno. Es el malo de la novela, en fin; ya me extrañaba a mí que estaba tardado mucho en aparecer y la novela corría el riesgo de perder fuerza.

El tal Mal´akh está tatuándose a sí mismo el cuerpo con símbolos muy extraños de diversas religiones. Con ellos se ha tatuado por completo todo el cuerpo menos un pequeño círculo en su parte más avanzada… que, no te pienses mal, lector, es la coronilla. Después de mirarse ante el espejo, “soy una obra maestra”, procede a darse una muy gruesa capa de maquillaje que oculte su piel y le ayude a pasar inadvertido entre la gente normal, para de este modo llevar a cabo su plan. “Había esperado pacientemente… y esa noche sería por fin completado”.

Entretanto, Langdon está llegando al Capitolio. Ha tenido un día un poco duro, que rememora en la pág. 25. Después de despertarse a las cinco de la mañana y hacerse en la piscina sus cincuenta largos de rigor (en las otras novelas del personaje ya se ha comentado por extenso que fue jugador de la selección norteamericana de waterpolo, experiencia ésta que en un determinado momento de Ángeles y demonios le ayudó a escapar, al tirarse de cabeza desde un helicóptero al río Tíber, en Roma), después, como digo, de su ejercicio natatorio que le mantiene esbelto y apolíneo, estaba moliendo a mano “granos de café de Sumatra” con que acostumbra a desayunarse. Hasta aquí todo normal. Pero justo cuando el café estaba ya hecho, recibe una llamada del ayudante personal de su amigo Peter Solomon, “un prominente académico”, pidiéndole que vaya al Capitolio a dar una charla “a la élite cultural del país”. “Es que me iba a tomar un café”, parece amagar la réplica Langdon. “Venga, ande, hágalo por su amigo Solomon”, le replica el asistente personal de éste. “Bueno, vale, voy”, concede Langdon, y luego “metió algunos granos más de café en el molinillo. Un poco de cafeína extra para esta mañana, pensó. Hoy va a ser un día más largo”. Y con esta frase siempre enigmática acaba el capítulo 3.

Descripción del Capitolio, pero no es Langdon el que llega. Es el malo Mal´akh (pág. 30) con el brazo en cabestrillo y afectando una ligera cojera. Al ir a pasar por el detector de metales, el brazo pita. El malo aduce que tuvo un accidente de esquí y “bajo las vendas llevo un anillo. Tenía el dedo demasiado hinchado para poder sacármelo”. Le pasa entonces el guardia el detector manual y, en efecto, en el escáner se ve que hay un anillo. “Todo está en orden”, dice el guardia, y le deja pasar. Ignora el hombre que, mediante ese truco, Mal´akh acaba de introducir en el edificio “un poderoso objeto”, “Un regalo para el único hombre en la Tierra que me puede ayudar a obtener lo que busco”, concluye en plan misterioso.

Este recurso a la última frase enigmática del malvado donde se deja entrever que está tramando algo fatal ya la ha usado Brown lo menos cuatro veces en lo que llevamos de novela. Me parece a mí una técnica algo burda, algo así como si para crear misterio otro novelista hiciera a su malvado ir mascullando a cada poco: “¡la que estoy preparando!, ¡la que voy a liar!, se va a armar gorda!” Parecido a los feriantes que a voz en grito intentar atraer gente a su tómbola: ¡Siempre toca, siempre toca, un pito o una pelota!

En la pág. 37 es Langdon el que llega al Capitolio. “No era para nada lo que había esperado”, se nos dice en frase, como se ve, de gran enjundia literaria. Pero hemos quedado en que esas cosas de estilo quedan para los snobs, lo que importa es la acción y “Langdon se habría tomado una buena hora para admirar la arquitectura, pero apenas quedaban cinco minutos para el inicio de la conferencia”. Así que pasa dentro. Si por una cosa, y ahora hablo en serio, admiro a Brown y creo que ha hecho una aportación a la Literatura es por su amplia gama de recursos para escapar de las descripciones, como en este caso, como en tantos otros y como en aquel memorable en que, hallándose su héroe en un salón del Vaticano, se apañó con aquello de “era una sala que no se parecía en nada a cualquiera de las que había visto antes”, y trámite cumplido.

Langdon entra en el Capitolio portando una bolsa de deportes (pág. 38), como suele ser lo habitual. El de los rayos X, sin embargo, que antes había dejado pasar al malo, no repara demasiado en ella: está atónito por que el protagonista luzca en la muñeca derecha un reloj de Mickey Mouse. Langdon está muy orgulloso de él y el autor no menos: es el recurso que usa para darle al personaje literario un carácter, una identidad. Con lo cual, no llevar corbata, ser apuesto y haber jugado al waterpolo, ya está la personalidad completada en la pág. 39. Podemos seguir.

Camino de la sala donde va a obsequiar a la élite del país con una conferencia, Langdon reflexiona sobre cómo en toda la ciudad de Washington, y en especial en el Capitolio, abundan los símbolos masónicos. Despliega en varias páginas una defensa apasionada de dicha organización y refuta de un plumazo las acusaciones tanto de extravagantes como de conspiradores que se les han colgado a lo largo de la Historia, asegurando que “la verdad, seguramente, estaba en algún lugar intermedio”. Reafirmado en esa irrefutable hipótesis, acelera el paso y, según está dando el reloj las siete (pág. 47) abre las puertas para hacer su irrupción triunfal en la sala central del Capitolio.

Y he aquí unos los primeros grandes sustos de esta novela (pág. 50). En lugar de un amplio auditorio que se pusiera en pie y prorrumpiera en aplausos a la entrada del protagonista, el lector se encuentra con que el Salón Estatuario está vacío, “sólo un puñado de turistas que deambulaban sin rumbo fijo, ajenos a la estelar entrada de Langdon”. Turistas de alpargata y botellín, parece que se queda con ganas de descargar su desprecio el autor, pero no hay tiempo para entretenerse. En aquel momento, poco más o menos, Langdon tiene una conversación telefónica con un tipo que de pronto convierte su voz “en un susurro profundo y melifluo” para decirle: “Usted está aquí, señor Langdon, porque así lo he querido yo”. Y con este yo en cursiva se cierra el capítulo 8.

Yo ya me lo sospechaba, pero el capítulo 9 me lo confirma: era el malo el que llamaba. ¿Y qué quería? Decirle a Langdon que ha secuestrado a Peter Solomon, su amigo, y que sólo lo soltará si (pág. 54) Langdon encuentra y abre para él (para el malo Mal´akh) un misterioso portal. Pero, ¿cómo que un portal?, pregunta, palabra más o menos, Langdon; como no me dé más pistas. En aquel momento la comunicación se corta y en la sala de al lado suena un grito (pág. 55): ¡Ahhhhh! Langdon va a ver qué pasa y de pronto retrocede asustado: “La cabeza le comenzó a dar vueltas al darse cuenta de que estaba mirando [en el suelo] la mano cercenada de Peter Salomón”.

Justo es reconocer que esto no está mal, y si no de gran estilo literario, por lo de la cabeza giratoria, para los niveles de entretenimiento en que nos movemos la cosa resulta bastante divertida. Pero el crítico sabe que no debe confiarse, porque quedan todavía casi 600 páginas y estamos hablando de Dan Brown, un profesional del bestseller.

Al poco nos enteramos (pero era fácil de suponer) que quien ha introducido aquella mano cercenada en el Capitolio y la ha dejado en medio de la sala ha sido el hombre con el brazo en cabestrillo de varis capítulos atrás. Fíjate, lector, que lo que tapaba el yeso en realidad era esa mano amputada… pásmate; y aquí Brown se recuesta en el sillón, orgulloso de su ingenio. Pero ¿dónde estaba entonces la otra mano del malo?, ¿a la espalda? ¿Cómo?, se despereza Brown. Y si ambas manos estaban bajo la escayola, el guarda, al pasarle el escáner y mirar la pantalla, ¿no advirtió por rayos X que allí había dos radios, dos cúbitos, y al menos cuarenta huesos, entre falanginas y falangetas? Ah, bueno, protesta Brown, si vamos a empezar a fastidiar con detallitos, y a sacarle punta a todo, y no estamos por colaborar, así no hay novela que prospere.

La mano luce, al parecer (pág. 69), varios tatuajes que representan símbolos ancestrales, propios de “un mundo de antiguos misterios y sabiduría oculta”. Y de este modo misterioso (no vale reír) concluye el capítulo 13.

La novela pasa ahora a centrarse en Katherine Solomon, hermana del amigo súbitamente manco de Langdon. A Katherine se le ha habilitado una gran sala como laboratorio en el Museo Smithsonian, cercano al Capitolio. Un poco antes se nos ha presentado dicho Museo como un “pantagruélico edificio” (¡!), y uno estaría tentado de pedir cuentas por esto al traductor si no fuera porque sospecha que es traducción literal, que Brown no tiene la menor gracia literaria para definir un espacio. En este sentido, se avecina ahora uno de sus capítulos más “gloriosos” (pág. 73). Ocurre que Brown otra cosa no, pero es plenamente consciente de sus limitaciones, de su indigencia para describir un lugar con sentido literario, para buscar algo significativo más allá de la simple enumeración de objetos. Por ello ha desarrollado unos cuantos trucos con que disimular esta carencia. El que emplea en esta novela supera todo lo anterior. Resulta que, para ahorrarse descripciones (su punto flaco), Brown pinta el laboratorio de Katherine como “un cubo sin ventanas” situado al fondo de un espacio oscuro, oscurísimo, la tiniebla total. La mujer tiene, encima, prohibido dar la luz para llegar hasta él, así que, todos los días, Katherine debe dirigirse a su laboratorio a tientas. ¿Qué hay en aquella sala del Smithsonian que precede al laboratorio?, ¿cómo es?, ¿qué podemos encontrar de sugerente? Pues no se sabe. Como está todo oscuro.

El caso es que, en su laboratorio, Katherine está investigando sobre la ciencia noética. Dicha ciencia es calificada como “el eslabón perdido entre la ciencia moderna y el antiguo misticismo” (pág. 76). En resumen, quiere demostrar que nuestra mente tiene un potencial enorme y que si sabemos canalizar nuestra energía podemos cambiar el mundo. Porque resulta (yo no lo sabía) que estamos interconectados con todas las cosas y nuestro pensamiento, bien canalizado, puede influir sobre la materia y determinar incluso los sucesos y transformar nuestro destino. Dice Brown que esto lo ha leído en un libro de una tal Lynne McTagart y que es verdad. ¿Quién soy yo para contradecirle?, o mejor ¿para contradizcarle?

La ayudante de Katherine Solomon se llama Trish Dunne y es una mujer inteligentísima. Ambas, doctora y ayudante, son dos cerebros privilegiados. Eso dice Brown, claro, pero en realidad, cuando se juntan, como en la pág. 91, pueden estar páginas y páginas hablando sin decir nada inteligente. Se alaban su sabiduría y, un poco, su belleza; se recuerdan una a otra las últimas novedades tecnológicas y comentan lo mucho que ha cambiado el mundo en los últimos años gracias a Internet… En general, vaciedades. Nada dicen que nos demuestre su inteligencia, su cultura, su potencial superior. Y es que esto es algo que a Dan Brown de seguro, y a tantos otros escritores de best sellers seguramente, se le escapa, aun con ser la primera ley de la novelística: el autor no tiene que proclamar si los personajes son listos, tontos, sensibles o cínicos, lo que tiene que hacer es “mostrar” su manera de ser, que el lector la deduzca de sus conversaciones, de sus actuaciones, de sus pensamientos si quiere.

Volvemos al Capitolio y a la mano cercenada. Hace algunas páginas que se ha presentado en el lugar la CIA. Su directora fuma, por lo que enseguida se echa de ver que no es persona muy de fiar, y encima se porta muy bruscamente con Langdon, el apuesto waterpolista. Éste intenta explicar a la nicotínica mujer que eso del portal se ha usado mucho a lo largo de los tiempos pero a modo de metáfora, como la puerta que da acceso a la sabiduría ancestral del ser humano, un saber supremo que puede convertir a los hombres poco menos que en semidioses. “Buscar un portal `literal’ sería como buscar las puertas del cielo”, acaba por desesperarse Langdon en la pág. 105. La directora de la CIA no acaba de creérselo. Esta gente de la CIA nunca se cree nada.

Tras un largo rato en que Langdon, la directora de la CIA y el jefe de la seguridad del Capitolio han estado observando la mano amputada, descubren (pág. 125) que en ella hay tatuado lo siguiente: IIIX 5B5. ¿Qué podrá significar?, se preguntan inquietos. Después de un largo rato aventurando significados, cuarenta páginas en concreto que Brown aprovecha para largar toda su documentación sobre los masones, advierten que si dan la vuelta a la mano lo que pone es SBS XIII. ¡El trastero numero 13 del subsuelo del Capitolio! Los tres salen para allí más que deprisa, orgullosos de su poder de deducción.

Durante todas estas páginas, el malo Mal´akh ha estado insistiendo al bueno Langdon en que él tiene algo muy importante que le puede abrir la puerta que está buscando. Langdon, así de pronto, no cae en qué puede ser. En la pág. 132 he aquí que el protagonista se acuerda de pronto que hace un tiempo su amigo Solomon le dio una cajita que decía contener un objeto poderosísimo que podía transformar el mundo, y le pidió el favor de que se lo guardase. Langdon accedió y luego, con tantas cosas como tiene un protagonista en la cabeza, se le olvidó. Menos mal que en aquel momento lo lleva encima.

De camino al sótano, Langdon le va explicando a la directora de la CIA cómo los constructores egipcios de pirámides atesoraron una sabiduría inmensa que, a través del tiempo, ha acabado por recalar en los masones. Como esa poderosa sabiduría, de caer en manos inadecuadas, podría provocar la destrucción del mundo, “los masones construyeron (pág. 166) [aquí, en Estados Unidos] una fortaleza impenetrable, una pirámide oculta diseñada para proteger los antiguos misterios hasta el día en que toda la humanidad estuviera preparada”. Dichos misterios, sin embargo, aclara Langdon, “sólo son comprensibles para las almas más ilustradas”. ¡Ainnnh!, responde la directora de la CIA.

Entretanto, el malo Mal´akh se ha maquillado bien para disimular sus muchos tatuajes y ha adoptado la personalidad del doctor Abbadon, el psicólogo que trata a Solomon. Disfrazado así se nos ha dicho en páginas anteriores que tuvo un encuentro hacía poco con la inteligentísima Katherine Solomon. Él le había dado las señas de una mansión (otra de las características principales de los personajes brownianos es que todos viven en “mansiones”, con lo que, además de conferir a toda la novela un tono impostado de lujo, al autor le basta con aquello de las amplias cristaleras y los suntuosos jardines y el recinto vigilado con cámaras de seguridad para crearse una plantilla aplicable a toda vivienda que aparezca en la novela), adonde Katherine Solomon se presentó y… ¡ojo a la descripción del tal Abbadon!: “El hombre que salió a recibirla era apuesto, excepcionalmente alto. Iba impecablemente vestido y llevaba su espesa cabellera rubia inmaculadamente peinada”, Más abajo se señala también que “su tez era inusualmente suave y bronceada”. Quiero decir, más abajo del texto. Cuestiones de traducción aparte, nótese, como Brown suele confundir el precepto literario de crear un buen personaje con crearlo guapo y (he aquí la palabra clave de la estética de Dan Brown): apuesto.

El caso es que el doctor Abbadon (que es el malo Mal´akh disfrazado) llega al Museo Smithsonian (pág. 169), le dice al guardia que viene a ver a la Dra. Solomon, y como el guardia está viendo la final de la Super Bowl o algo así en la tele, pasa sin problemas. Sale a recibirle y a guiarle hasta el laboratorio la Srta. Trish Dunne, ayudante de Katherine, de la que ya se ha dicho varias veces es muy inteligente, además de apuesta. Trish va guiando al recién llegado por los pasillos del museo, y, en actitud muy propia de una anfitriona en el tal trance (pág. 183), le va indicando a la visita dónde están las cámaras de seguridad, su ubicación, la frecuencia con que graban, etc. ¿Y en este cuarto hay cámaras?, le pregunta el desconocido en un momento del paseo. No, justo ahí no, responde Trish, lo que aprovecha Abbadon/Mal´akh para empujar a la mujer a ese cuarto, el más discreto de todo el edificio, y finiquitarla.

En medio de esa tensión, pasamos (pág. 185) a los tres personajes de los que depende la seguridad del país: Langdon, el jefe de seguridad del Capitolio y la directora de la CIA. Han llegado por fin al sótano XIII (sobre el que Langdon nos informa que está según se pasa el XII), pero con las prisas y los nervios se les han olvidado las llaves, así que tienen que forzar la cerradura de un tiro. Cuando finalmente consiguen abrir la puerta, retroceden espantados. Dentro hay una mesa con calaveras, relojes de arena, velas apagadas, Marcas atrasados… Langdon tranquiliza a sus dos compañeros y les dice que eso no es más que una cámara de reflexión masónica, donde los franquis (los francmasones, en confianza) se retiran a reflexionar sobre la brevedad de la vida. En un registro minucioso de la cámara, descubren que hay una cortina en una pared, y detrás de ella… ¡Díos mío!, exclama Langdon (pág. 203): una pirámide de piedra, pero así de pequeña.

Luego no es mentira, concluye la directora de la CIA, existe de verdad una pirámide donde se guardan los antiguos misterios. Siento decepcionarla, replica Langdon, pero esta pirámide es muy pequeña y aquí no caben los antiguos misterios. Eso es verdad, señala el jefe de seguridad, tiene que ser una pirámide más grande. Y éste es más o menos el nivel de los diálogos en esta parte de la novela.

De pronto, e interrumpiendo aquel electrizante diálogo (pág. 213) aparece en la cámara, de improviso, “un elegante afroamericano, alto y esbelto” (además de apuesto) que, cogiendo un fémur de encima de la mesa, pone fuera de combate a la directora de la CIA y al director de seguridad y le ordena a Langdon: “¡Rápido! ¡Coja la pirámide! ¡Sígame!” “Voy”, dice Langdon, y entonces toma la pirámide y la mete en la bolsa de deportes que lleva al hombro. ¡Por fin vamos a enterarnos de cuál era la finalidad de esa bolsa que Langdon introdujo en el Capitolio, si recuerdas, lector, en la página 38! Está clara su función: era para meter la pirámide que se iba a encontrar.

Cate el lector el arte de Brown: un tipo va toda la novela cargando con una bolsa al hombro. De pronto, a mitad del libro, encuentra un objeto, y entonces dice: ¡qué casualidad, que llevo aquí una bolsa para meterlo! Conviene en este punto recordar que esta novela está siendo número uno en ventas en no sé cuántos países. Todos, seguramente.

Pág. 214: Langdon sigue “al elegante desconocido”. ¿Y por qué sigue a un tipo que acaba de noquear a la directora de la CIA, en una acción cuando menos reprobable? “Algo le decía que confiara en ese desconocido”. Debo reconocer que las razones de Dan Brown son inapelables.

En la pág. 215, el misterio se desvela. Aquel “elegante desconocido” es el arquitecto del Capitolio y él también opina que esa pirámide es muy pequeña para que quepan en ella los antiguos misterios. Quizás si se los aprieta mucho…, aventura Langdon. Ni aun así, creo yo.

Entretanto, el malo Mal´akh ha entrado en el cuarto oscuro en cuyo extremo, si recuerdas lector, se halla el laboratorio de Katherine. Pero ésta ha recibido una llamada providencial de Langdon que le dice que el doctor Abbadon en realidad es un malo y que tiene que escapar. Y entre ella que escapa, el malo que ha entrado en su búsqueda, y el cuarto que está completamente a oscuras (por la dichosa racanería de Brown en las descripciones), total: que de la pág. 234 a la 240 se organiza un cisco de respiraciones acezantes, crujidos extraños y movimientos contenidos que es todo un monumento a la narcolepsia. Al final la chica escapa y al malo se le ha corrido el maquillaje que cubría sus tatoos (lo digo en inglés para evitar la cacofonía).

Langdon y el arquitecto, a todo this (así también para evitar la cacofonía) se han refugiado de la persecución de la CIA en la Biblioteca del Congreso. Por suerte, como la novela sucede en domingo, está vacía. El día que a los malos les dé por actuar en días laborables y el mundo peligre en temporada baja, las cosas van a cambiar mucho en este tipo de novelas.

Tras observar la pirámide atentamente, el arquitecto y Langdón descubren que tiene letras grabadas y, además (pág. 245), que le falta el vértice o, dicho sea en términos técnicos, la punta. Langdón recuerda entonces que su amigo Solomon le confió para que la defendiese, llegado el caso, con su vida una pequeña cajita que casualmente lleva encima. La abre y, ¡oh!, es el vértice (o por hablar de nuevo científicamente: el cacho) que le faltaba a la pirámide. Todo va ya cobrando sentido.

“Esta noche las piezas se han acercado peligrosamente. Es nuestro deber asegurarnos de que está pirámide no llegue a ser montada”, le dice al arquitecto a Langdon (quien, no conviene olvidar, fue jugador de waterpolo de la selección USA) en la pág. 264.

Impresionada por el intento de asesinato que acaba de sufrir, Kaherine Solomon, mientras escapa “con su Volvo por Suitland Park a más de 140 kilómetros por hora”, pasa revista a los principales hechos de su vida. En especial, recuerda una Navidad de hace diez años en que estaba con su hermano y su madre “en su gran mansión de piedra en Potomac” (¡cómo no!) hablando sobre el hijo de Peter Solomon, que llevaba una vida un poco disipada y había muerto en una cárcel turca (esto es verídico, así es en la novela) cuando, de repente, apareció un desconocido que, armado de una pistola, le pidió a Peter “la cajita” (ésa que, corriendo el tiempo, le daría a Langdon para que se la custodiase). Forcejeo, confusión, puñetazos… un tiro que se escapa y mata a la patriarca de los Solomon. La rememoración de Katherine se ve interrumpida por un estruendo que sacude a todo Washington, y es que el malo Mal´akh ha hecho saltar el laboratorio de la científica por los aires.

Esta explosión casi coincide con el momento (pág. 271) en que la científica llega a la Biblioteca Nacional donde se ha escondido Langdon, baja sofocada del Volvo y se pone a aporrear la puerta de la Biblioteca (que, como es domingo, está cerrada). ¿Quién será a estas horas?, parecen preguntarse los dos hombres refugiados dentro y que están descifrando el secreto de la pirámide. No sé, ve a abrir. Y Langdon va a abrir y entonces Katherine “entró por la puerta… directamente a sus brazos” (pág. 273)

Buen momento sería éste para el asombro y las explicaciones de rigor: ¿Qué haces tú aquí? Ya ves, descifrando; ¿y tú? Huyendo de un malvado. Pero todo esto pasa a un segundo plano porque lo que importa ahora es encontrar a Peter.

Es la noche de las explosiones. Los de la CIA han descubierto, al fin, que Langdon y el arquitecto se han escondido en la Biblioteca Nacional y fuerzan su puerta (pág. 283) mediante el explosivo Key-4, “consistente básicamente (la cacofonía es del traductor) en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil”, con el que mandan la puerta a tomar por culo. Luego entran con una gafas de visión nocturna y gritando cosas como “¡Señal térmica! ¡Convergencia de flancos!” Entonces el arquitecto, Langdon y la chica se retiran –hay que admitir que prudentemente- a otra habitación.

“Nunca conseguiremos escapar a no ser que nos separemos. (…) Yo haré que me sigan hacia las estanterías, así los alejaré de vosotros”, dice el arquitecto en la pág. 289. Un hombre colegiado como él, al que le suponía cierta seriedad…

Como era de esperar, al arquitecto lo entoligan, pero Langdon y Katherine han aprovechado la confusión para subirse a una cinta trasportadora que, “cruzados los brazos sobre el cuerpo, como si fuera una momia dentro de un sarcófago” los lleva por un agujero en la pared hasta, es de suponer, un depósito de libros. Los guardias que les siguen con sus gafas de visión nocturna no se dan cuenta de que la cinta está funcionando, pese a ser domingo en la Biblioteca. Ellos van a lo suyo.

Aprovechando aquel tiempo muerto en lo que viajan en la cinta transportadora, Langdon pone al día a Katherine sobre sus experiencias de esa noche (pág. 302) y le cuenta eso de que a su hermano le han amputado una mano. “Langdon deseó poder abrazarla y consolarla, pero estar echados en esa estrecha oscuridad lo hacía imposible”. Es que Langdon, tú también, el momento que has elegido para decirle a la chica que su hermano se ha quedado manco…

Sea como sea, al final llegan al final de la cinta y saltan de ésta “justo a tiempo”. Una vez ya a salvo de los guardias, se ponen a descifrar la pirámide. Pero parece ser que, de momento, importa más la caja, donde la chica ha descubierto que hay una inscripción: 1514 AD (pág. 314). Langdon, tras no poco cavilar, infiere que las siglas se refieren a Alberto Durero, conocido masón en su época, y que 1514 alude a un cuadro que pintó en tal año y donde aparece un cuadrado mágico, que es algo así como un sudoku renacentista donde se encajaban números de tal modo que en horizontal, vertical y diagonal venían a sumar lo mismo. Durero, en uno de sus cuadros, pintó un cuadrado de estos en que, para mayor mérito, las cifras de las casillas de abajo eran la fecha: 1514. El caso es que, siguiendo el modelo del cuadrado de Durero, colocan la inscripciones de la pirámide y surge: Jeova Sanctus Unus (pág. 328), “Dios es Uno (o Único, depende de si el que lo dice es gran admirador de Él). Aunque antes ha habido unas pequeñas dudas (¡verídico!) porque ambas mentes privilegiadas no sabían muy bien a quién o qué se refería ese Jeova. Hubo, de hecho, un delantero del Sporting de Gijón que se llamaba así. O muy parecido.

Pero de nuevo les han vuelto a descubrir en el depósito de libros (pág. 333). Tienen entonces que “cruzar el patio a la carrera en dirección nordeste” y luego cogen un taxi. Les sigue un helicóptero “UH-60 modificado”. La persecución es larga y enrevesada de contar, baste decir que finalmente Katherine y Langdon despistan a todo el mundo subiendo al metro y, en vez de tomar la línea azul, como le habían dicho al taxista y todo el mundo esperaba, tomaron la roja (pág. 363). La directora de la CIA queda convencida entonces de que se las está viendo con unas mentes superiores.

A propósito de la CIA, los de Inteligencia están interrogando al arquitecto del Capitolio y descubrimos, ¡sorpresa!, que ha estado colaborando vía telefónica con el malo Mal´akh, pero lo hacía “para seguirle la corriente”, porque el malo de esta novela está muy loco y es muy peligroso. Prueba de ello lo tenemos en la pág. 370, en que Mal´akh está preparando un complicado ritual con un pergamino viejo, velas, la sangre de Peter en un tintero y en una caja de marfil “el cuchillo más famoso de la historia”. Luego nos enteraremos que fue el cuchillo con el que Abraham a punto estuvo de sacrificar a Isaac. A Mal´akh, palabras literales, “le había costado lo suyo conseguirlo”. Y es que ya se sabe: el que algo quiere, algo le cuesta.

Pág. 373, comienzo del capítulo 82. Estamos en la catedral de Washington, “la sexta más grande del mundo, su altura supera la de un rascacielos de treinta pisos. Ornada con más de doscientas vidrieras, un carillón de cincuenta y tras campanas y un órgano con 10.647 tubos, esta obra maestra gótica puede acoger a más de tres mil fieles”. Aquí estamos ante la auténtica esencia de Dan Brown, un escritor auténticamente negado para la descripción sugerente, el detalle significativo, la nota mágica y literaria. Él se rige por el número y la mole, la cifra y la estadística, el aluvión y la catástrofe. El caballo grande, ande o no ande. En este sentido, me pesa admitir lo que muchos sugieren: que si Dan Brown tiene tanto éxito es porque, de algún modo, conecta con la mentalidad predominante en nuestros días.

El caso es que están hablando con el deán de la catedral sobre la inmensa capacidad de la mente humana y a ver si, en una de ésas, les puede ayudar a descifrar el misterio de la pirámide, cuando de pronto son descubiertos por el helicóptero aquél UH-60 modificado, con lo que otra vez (pág. 398) tienen que salir por piernas sin conseguir salvar a la Humanidad. Pero descuida, lector, que estoy seguro que en cuanto les dejen un rato tranquilos…

De la catedral pasan al Colegio Catedralicio, donde, inspirados por el deán de la catedral, deciden poner la pirámide al baño María (pág. 405). No te asustes, lector, la cosa no es tan absurda como parece: resulta que han descubierta que si tomas las letras de Jeova Sanctus Unus y las colocas en otro orden se forma: Isaacus Neutonuus, o sea, Isaac Newton. Recuerdan entonces que Newton, que era un masón del grado 33, el máximo, trazó una escala de temperatura cuyo máximo grado asimismo, el de la ebullición del agua, era 33. De ahí lo de poner a cocer la pirámide.

Todo esto podrá parecer, sin duda alguna, un prodigio de pensamiento y deducción, pero, mirado en frío, y pocas veces mejor dicho, no pasa de un ardid intelectual, de un pasatiempo dominical. Sobre la base cierta de que Newton era masón y creó una escala calorífera cuyo máximo grado era el 33, Brown toma las letras de su nombre y monta toda esta película. Pero no hay más que eso, al fondo de todo. Newton, la masonería y el 33. ¿Querrá hacernos creer Brown que cuando un médico le dice a un enfermo en su consulta que diga tal número le está transmitiendo un símbolo masónico? ¿Se habrá parado a pensar Brown que 33,33 periodo es la cifra resultante de dividir el todo entre las tres personas que, en muchas religiones místicas, componen la Santa Trinidad, religiones cuyos preceptos, vagamente, amalgaman los masones? Pero callo aquí, no vaya a darle más ideas a este hombre para una nueva novela.

De todos modos, para el lector realmente interesado en la masonería le aconsejo la lectura del maravilloso Episodio Nacional de Galdós: El Grande Oriente, visión clara y meridiana de la francmasonería con la que yo estoy muy de acuerdo.

Una vez ya la pirámide al dente (pág. 410), el vértice de oro se pone a brillar y puede leerse entonces: “Ocho de Franklin Square”, que da la casualidad que está allí al lado, a veinte minutos andando, todo lo más (el libro incluye un mapa de Washington en sus solapas, por si el lector se pierde con tanto ir y venir). Ya se van a poner en marcha hacia allí cuando reciben una llamada de un segurata, anunciándoles que han encontrado a su hermano en una casa de Kalorama Heights. Cambio de planes. Van a salir hacia Kalorama Heigths cuando de pronto (pág. 415) en la puerta les está aguardando la CIA, con directora tabacuna al frente. Cambio de planes otra vez. ¿Dónde vamos?, parecen preguntarse, dubitativos, los personajes en la pág. 416.

Vamos a hacer una cosa, parece decir la directora de la CIA, en absoluta molesta con Langdon porque huido con el tipo que le dio con un fémur en la cabeza y por haber estado persiguiéndole más de 400 páginas. Vamos a hacer una cosa, dice, porque la gente de la CIA siempre ha sido muy comprensiva, Katherine y tú vais para Kalorama Heigths y nosotros vamos a Franklin Square, ¿vale? Vale. Y así se arregla el asunto en la pág. 423.

Ojo a la escena en Kalorama Heigths (pág. 427), una de las más gloriosas del libro. “Era una mansión espectacular” (cómo no, y atiende, lector, de paso, a lo literario del término “espectacular”). En su puerta hay varios coches aparcados de cualquier modo, como con prisa, y al fondo se oyen voces. Irrumpen, pues, en la vivienda confiados y… ¡todo ha sido una trampa! El malo ha cogido todos los coches que tenía en la casa y los ha desperdigado por el jardín; luego ha puesto la tele a todo trapo y de este modo es como ha cazado en su red al apuesto Langdon y a la inteligentísima Katherine.

Entretanto, la pirámide, que Langdon lleva a todos lados consigo porque ya que la tiene en la bolsa… la pirámide, digo, por efecto de la cocción, ha soltado una capa de cera y debajo han aparecido unos símbolos. Paso por encima de diez o doce larguísimos capítulos en que los dos protagonistas son sometidos a torturas literarias por el malo para que descifren para él los citados símbolos, y retorno a la acción en la pág. 483, en que el helicóptero “UH-60 modificado” aterriza en Kalorama Heights y libera a los dos protagonistas. En el ínterin, Langdon, sumergido en un tanque de fluido, ha recordado todo cuanto sabe sobre masonería.
Paso por encima también de los diez o doce capítulos que tardan los de la CIA en reanimar a los dos protagonistas.

En la pág. 507 nos encontramos al malo Mal´akh que entra en la Casa del Templo de los masones, aquel lugar donde, si recuerdas, lector, empezó esta novela a las 20.33 horas. Conduce a Peter Solomon, que va en silla de ruedas. “El secreto más sublime de los masones, un secreto en cuya existencia la mayor parte de la hermandad ni siquiera creía, estaba a punto de ser revelado”. Te confieso, lector, que con estas cosas yo también estoy impaciente. ¿Cuál será ese secreto? Y lo que es más importante: ¿será o no será una chorrada?

Poco a poco se van descifrando algunos enigmas. En la pág. 526 descubrimos por qué la CIA tiene tanto empeño en encontrar al malo. Resulta que el hombre, cuando le admitieron en el grado más alto de la masonería, llevaba una microcámara escondida en una peluca y con ella grabó a todos los participantes en la ceremonia ritual, en la que entre otras cosas se bebió un líquido rojo en cráneos humanos y cosas así. Allí había senadores, congresistas, directivos de importantes empresas, y a todos los grabó el malo en tal trance con su cámara camuflada en una peluca. Si se difunden esas imágenes, puede ser una catástrofe nacional, de ahí el interés de la CIA en capturar al malo Mal´akh. Este mismo, sabedor de la importancia de su grabación, amenaza a Solomon con difundirla por la Red si no hace lo que le ordene. Ya le ha dado, de hecho (pág. 531), al “send”, pero “Tranquilo, Peter –susurró Mal´akh-. Es un archivo enorme. La transmisión durará varios minutos”. Y de ahí en adelante, durante muchas páginas, se interrumpirá el relato para contarnos como va la transmisión: 4% completado, 8% completado, 29% completado, y así en un clima de tensión difícilmente soportable.

Ya no aguanto más, viene a decir, efectivamente, Peter, en la pág. 537. ¿Qué es lo que quieres tur, cobarde? El hombre lo que quiere es que Peter agarre el cuchillo de Abraham, ese que tanto le había costado conseguir, y le mate con él. Sí, eso mismo, porque resulta que Mal´akh es… ¡aquel hijo de Peter que creían que había muerto en una cárcel turca! Pero no, no murió, había estado todo este tiempo planeando la venganza contra su padre por haberlo dejado abandonado en aquel presidio y no sobornar a los guardias para que le soltaran o algo.

Este golpe de efecto es muy similar a aquel con el que acababa Ángeles y demonios (ver crítica acompasada anterior, amigo lector, no hace falta que consumas la novela). Entonces el malo resultaba ser… ¡el hijo del Papa! Para mayor sorpresa, ¿un hijo que el Papa, para no violar su voto de castidad, había tenido mediante inseminación artificial! Glorioso final aquel para los que disfrutamos con los libros de Dan Brown. A propósito de esto, un vecino, realmente aficionado a estos libros, me comentó una vez que, diga lo que diga la crítica, Ángeles y demonios era mejor y más sorprendente novela que El código Da Vinci, aunque ésta hubiera tenido más repercusión. Le dolía decirlo, pero…

-Esa es la verdad. Por mucho que escueza.

Pero a lo que íbamos, que ya que queda poco. A causa de su rencor, Mal´akh se había convertido en un fanático y lo que pretende es que Solomon complete en su persona aquel sacrificio que Dios le pidió a Abraham de matar a su propio hijo. Peter insiste en que no, el otro en que sí, no se ponen de acuerdo. Entonces, de pronto, llega el “UH-60 modificado”, que siempre aparece en los momentos más oportunos, rompe con sus aspas la cristalera del templo, un cristal cae sobre el malo y éste muere en la pág. 556.

Así todo parece haber quedado solucionado. Pero no: todos miran hacia el portátil y observan, aterrados, que marca 100% completado. ¡La película que grabó el malo con senadores y congresistas haciendo el ganso ya está en la Red y puede verla todo el mundo! ¡Horror! Pero no hay que temer, les dice la directora de la CIA, que llega en esos momentos (pág. 561): “[el piloto del helicóptero] ha bombardeado el nudo de relés con un pulso concentrado de energía electromagnética que lo ha hecho saltar de la red, apenas segundos antes de que el ordenador portátil completara la transmisión”. Ah, bueno, pues mejor así, coinciden todos. Bueno, pues nosotros ya nos vamos, dicen los de la CIA. Encantados, adiós, tanto gusto. Y, efectivamente, la gente de la CIA desaparece de escena.

Quedan solos Langdon. Katherine y Peter, que tiene el brazo amputado pero aun así se resiste a ir al médico hasta no aclarar todo ese lío de la pirámide y la sabiduría perdida de los antiguos. Descifrando ahora ya tranquilos los distintos símbolos que han aparecido en la novela descubren que… agárrate, lector. Pero agárrate bien. ¡Es la Biblia que los masones fundadores de Estados Unidos enterraron al poner los cimientos del Capitolio! Hay, en la Biblia, está guardada la sabiduría antigua del hombre, y en ella está la respuesta a todas las preguntas “si se sabe leer entre líneas”. Desde aquí, pág. 593, hasta el final, pág. 616, Brown insiste en que leamos la Biblia, porque en ella está todo lo que necesitamos saber para hacernos hombres de provecho, igualarnos a los dioses, ser felices y desarrollar todo nuestro potencial mental. Allí, en la Biblia, está todo lo que necesitamos leer… bueno, allí y en el próximo libro de Dan Brown que saldrá a la venta seguramente para Navidad de 2010. Pero aparte de eso, si leemos la Biblia abriremos nuestra mente, canalizaremos nuestra energía, bla bla bla.

En realidad, en estos momentos me debato, como crítico literario y como persona humana, entre varios sentimientos. En primer lugar, el sopor inevitable que produce leer todas estas sandeces: en segundo lugar, el sentimiento de estafa al haber sido arrastrado durante más de 600 páginas detrás de un “gran secreto” que al fin no era sino ser buenos leer la Biblia, y en tercer lugar un sentimiento profundo de vergüenza ajena, porque con Brown ocurre igual que con Coelho, que si escribieran sus novelitas pata hacer negocio y sacar un dinerillo, quizás al fin podrían disculparse sus chorradas y aquí tendrían, llegado el caso, a un amigo. Pero lo malo es que ¡se lo creen!, que no hay aquí ningún sentido del humor ni siquiera un deje de cinismo que salvaría el conjunto, ¡es que están convencidos de que la humanidad necesita “entrar en una nueva Era” y ellos lo van a posibilitar por medio de sus páginas! Lo peor no es que digan estupideces; lo peor es que ejercen con orgullo la estupidez.

Pero en fin, no desespere el lector, que alguna sabiduría puede obtener, no obstante, de esta novela. La principal, que es bueno llevar siempre una mochila encima, por si surge alguna eventualidad literaria en forma de secreto de las pirámides, Santo Grial, manuscritos del Mar Muerto… alguna de estoas asuntillos sobre los que tratará la próxima “obra” de Dan Brown.

15 comentarios:

  1. Yo también me despaché a gusto con esta obra maestra.

    Hasta me ha dado pie para crear un concepto novedoso de crítica literaria que me han animado incluso a que convierta en una tesis: el narrador inconsciente.

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  2. Es usted tan sumamente clandestino que ha estado desaparecido mucho tiempo...

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  3. Para mí, la literatura siempre ha sido otra cosa: una forma amena de adquirir una experiencia más intensa de la vida. Por eso, y por cuestiones estéticas, de divergencia con la masa, etc. siempre he huido de estos éxitos editoriales sustentados en el marketing y las historias inverosímiles o absurdas. Esto me hace pensa en los catetos, que desconfían de todo y a la vez se creen cualquier cosa.
    Lo que me provoca cierto asombro, es la fascinación que la gente tiene por la existencia de redes de poder paralelas a las convencionales y que, a su parecer, son las que dominan el mundo.
    Resulta triste comprobar cómo la gente viaja en el Metro con los ladrillos de S.Larsson o las obras de D. Brown pero, por el contrario, ni saben que existieron escritores geniales como Joseph Roth, Franz Werfel, o Clarice Lispector, por poner ejemplos que acuden ahora mismo a mi mente. Y peor aún, es que esos lectores de pseudoliteratura se las dan de literatos y miran con cierta piedad a quienes leen otra cosa, como si el error estuviera en nosotros y la excelencia en ellos.
    En fin, tal como apuntó Orwell; el mundo al revés.

    Hasta otra.

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  4. Hay una joyita literaria que nos dice cuál será nuestro futuro: Soy leyenda, de Matheson. Cuando todo el mundo cambie seremos eso, un atavismo, un recuerdo de un mundo imperfecto, una mera leyenda.

    Cuando se imponga lo de "para qué queremos críticos, si tenemos los comentarios de los lectores en Amazon o en La Casa del Libro", y desaparezcan las editoriales para que cualquiera pueda equiparar su fanfiction de un videojuego con El Quijote, seremos eso, leyenda.

    Obsoletos.

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  5. Creo que es muy positivo que Clandestino Menéndez esté publicando sus críticas acompasadas en Internet (aunque algunas ya estaban), así llegarán a la mayor cantidad de gente posible.

    Muy buena iniciativa.

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  6. Hace tan sólo cien años el analfabetismo era en España del 80%. En sociología de la literatura y en las ideas de Bourdieu sobre la relación entre clase social, educación y gustos literarios, se entiende esto tan raro de ver a muchas personas con tochos en el bus y metro. Creo que no es tan malo; se suele decir que si no es así, no leerían nada. Quizás algo les queda: una imagen, una vida no vivida, unas sensaciones, en fin, no me hagan mucho caso, que estoy blando.

    En el libro de Eco, "El péndulo de Foucault", se explica de manera jocosa esa extraña costumbre humana de pensar en conspiraciones, es un libro para reir y llorar al mismo tiempo.

    Kalman, me parece que siempre ha sido así en lo que se refiere al gusto literario y supongo que será también con el e-book ese de moda estas navidades. Quedarán unos pocos eligiendo literatura de verdad. Reconozco que me lo pasé bien leyendo a Larrson, ya no me acuerdo de nada, eso sí, o a Kerr, a Fred Vargas...A Falcones lo abandoné en la página 30 o así, ni para pasar el tiempo en el dentista.

    Clandestino, gracias por la elegancia crítica y la sabrosura de sus textos, a por el segundo volumen para tener todo reunido.
    Antonio E.

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  7. Oiga, Don Clandes:

    Le hemos publicado una de sus críticas acompasadas en Ácratas (http://acratas.net). Si no le parece inoportuno que le lean algunos miles de lectores, como si de un Alapérez (o Perezcristo) se tratase, seguiremos haciéndolo con regularidad, hiperenlazando con este blog, claro.

    Salud.

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  8. acabo de terminar de leerlo y termine igual de impactada que con los libros anteriores, dan brown es brillante, hubieran visto la cara de espanto cuando supe la verdad acerca de mal´akh
    GENIAL
    Carolina.

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  9. La verdad es que me lo paso pipa leyendo estas críticas. No tendría el mismo arte para criticar este tipo de best-sellers, porque leerlos me produce una rabia tal que ya no me cabe el sarcasmo, y por poco ni siquiera el omeprazol que viene al rescate de mis ardores. ¡Madre mía!
    Por cierto, me he reído muy a gusto con la parte del malo del ejemplo mascullando "¡Madre mía la que voy a preparar". ¡Muy bueno!

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  10. Tras un largo rato en que Langdon, la directora de la CIA y el jefe de la seguridad del Capitolio han estado observando la mano amputada, descubren (pág. 125) que en ella hay tatuado lo siguiente: IIIX 5B5. ¿Qué podrá significar?, se preguntan inquietos. Después de un largo rato aventurando significados, cuarenta páginas en concreto que Brown aprovecha para largar toda su documentación sobre los masones, advierten que si dan la vuelta a la mano lo que pone es SBS XIII. ¡El trastero numero 13 del subsuelo del Capitolio! Los tres salen para allí más que deprisa, orgullosos de su poder de deducción.

    NO DICE 5B5 XIII SINO SBB XIII ! En este caso, ¿sería un error del editor?

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  11. Pues habrá que animar al infumable Dan Brown a que siga escribiendo tochos y, seguir así disfrutando de las críticas acompasadas del amigo Clandestino...

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  12. Felicidades…
    Por su blog, me ha gustado mucho y he pasado una tarde estupenda leyendo sus críticas. En mi humilde opinión acertadas, aunque yo estoy muy lejos de juzgarlas. Tengo el vicio de leer y digo “vicio” a guisa de un prólogo que me gustó mucho: el de la primera parte de Historias de la Historia. Lo digo porque aunque gozo con la lectura al mismo tiempo es un enganche y por ella he cometido pecados de avaricia, de gula y de codicia. En fín, hay vicios peores. Pero iré al grano. Me gustan sus críticas, pienso que sabe utilizar una fina ironía, divertida y elocuente y que incluso (cuando la ocasión lo merece) no escatima una franca socarronería. Touche! Bien, formidables sus disecciones de las novelas de Dan Brown. Yo las he leído. No me avergüenza reconocerlo. Yo leo todo lo que cae en mis manos. Husmeo en la biblioteca hasta que encuentro una avellana que mascar. Algunas son amargas y me lo merezco, por actuar como urraca seducida por quincalla. En fín. Que las novelas danbrownianas (buen epíteto) son insustanciales pero al hombre hay que reconocerle el olfato comercial porque yo no creo que ningún otro libro (me niego a usar la palabra "obra") reciente haya suscitado tanta polémica (sin aportar nada) como el código Da Vinci. ¡Cuantos autores se han subido al carro con titulillos de medio pelo tipo “Claves ocultas del Codigo da Vinci”, “El código desvelado”, “Los secretos de Leonardo” (me los estoy inventando, toda coincidencia es pura maledicencia de los dioses del destino ;-P ). Tiene razón al reiterar la simpleza del autor, sus libros son huevos hueros, como un regalo de los chinos envuelto en pan de oro. Acontecimientos increíbles, acción precipitada y conclusiones que dan risa. Hay una escena ridícula hasta el paroxismo: cuando el famoso Robert Langdon encuentra un poemilla escrito al revés dentro de una caja. En el libro nos lo muestra tal cual lo ve el experto en simbología. Y nuestro querido Robert y su Famoso Amigo Historiador Minusválido (no me acuerdo del nombre, pero sí que cuando ví la peli lo interpretaba Gandalf) se tiran 2 páginas cavilando si será un lenguaje semítico o sefardí (pags. 371-372)…hasta que llega la chica y claro, desvela el misterio. ¡Vaya tensión dramática! Jolgorio y aplauso. Yo me pregunto, que soy necia y malpensada: ¿pretendía el ínclito Sr. Brown darnos a los lectores el privilegio de saberlo antes que Langdon para darnos coba y creernos más listos que su héroe? ¿O insulta nuestra inteligencia con todo el morro? En fin, no quiero ser criticona, yo no tengo formación literaria, tan solo mi criterio. Pero cuando has leído de todo, bueno y malo, creo que algo de juicio consigues. Hay libros que te rechinan y no sabes la razón…por eso es de agradecer encontrar opiniones francas y sin ambages de gente formada que proporcione un poco de discernimiento. No obstante, estoy convencida de que las criaturas danbrownianas en edición bols¡llo son ideales para llevártelas a la playa. No tienes que prestarle demasiada atención al argumento y encima tampoco tienes que preocuparte si te lo roban porque total, puedes comprarlos al peso el quiosco playero. Todo tiene su lugar en el mundo.
    (Continuará)

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  13. (Continúa)...
    Me ha encantado su crítica de La Catedral del Mar. No la leído, la verdad. Pero hace algún tiempo vi un ejemplar en la biblioteca y estuve tentada a tomarlo…pero tuve un déjà vu con Los Pilares de la Tierra y lo solté. Pensé si ese libraco era la mitad de espeso que áquel (y sospechaba que sí, que lo era) más valía tomar un alka setzler antes. Al leer su veredicto sobre La Catedral del Mar creo que obré sensatamente. Estoy completamente de acuerdo con su opinión de las megasagas históricas que dejan a Dinastía y a Falcon Crest a la altura del betún. Efectivamente, resulta perturbadora esa manía de hacer del prota un hombre de nuestro tiempo. Conciliador, sensible, implicado, feminista y políticamente correcto. Nada de inmersión en el contexto histórico. Sólo tramas maniqueas al más puro estilo de culebrón sudamericano. Me ha gustado especialmente esta observación porque ahora estoy leyendo Moll Flanders. La protagonista describe perfectamente su contexto social e histórico. Normal, se escribió en milsetecientos y pico y está ambientado en este espaciotiempo. Pero resulta asombroso cómo en otras muchas novelas pseudohistóricas no se recrea ni de lejos un ambiente que con tan sólo leer este clásico, es tan fácil de aprehender. Serán licencias poéticas, como dice usted. O literarias. ¿No era Matilde Asensi quien afirmaba que no hacía falta visitar un lugar para escribir sobre él? Como bien dice usted, ni siquiera un acontecimiento tan brutal como una violación se interpretaba entonces como ahora. Caramba, si no hace tanto tiempo nos reíamos con los especiales de Nochevieja de Martes y 13 cuando salía Millán vestido de maruja diciendo aquello de “Mi marido me pega…oooooy lo q me pega mi maridooooo!” ¿Cuanto hace de eso? ¿25 años? Ahora sería censurado por sexista y por incitación a la violencia de género. En fín, que efectivamente un prota amiguete de los judíos, descubriendo su lado femenino, pacifista etc no es nada verosímil. Ahora que lo pienso, aquel libro de Noah Gordon, El Médico, adolecía del mismo defecto. Pero bueno, éste me gustó. Nadie es perfecto ;-)
    Por cierto, que sobre Matilde Asensi sus libros me provocan una curiosa impresión de pérdida de tiempo. Pero una pérdida efectuada con regocijo, regodeándose, sabiéndolo, pecando a posta para luego explayarse a gusto con la autora. Una amiga mía me dijo que su libro favorito era El último Catón. Lo leí y efectivamente, parece que te pasas la tarde espachurrando papel de burbujas.
    En cuanto a la crítica del Príncipe Mestizo debo confesarle que lo primero que pensé es que menos mal que usted no había hecho la de Las Reliquias de la Muerte. Si el sexto le pareció trivial y demasiado teenager, entonces con el último le puede dar un ictus. Porque, vaya de antemano, que a mí me gusta la saga de Harry Potter y he disfrutado con su lectura pero el séptimo libro es un coñazo: farragoso, tenebroso, tedioso y confuso. Y larguiiiiiiiisimo, como si lo hubiera hecho al peso. En fín. Pero he de reconocer que creo que la autora tiene el mérito de haber convocado a miles de niños y adolescentes con sus obras. Vale, no es que sea literatura selecta pero que un chico/a de once años pida un libro para reyes en vez de un videojuego tiene su valía. Y si algún chaval que otro, picado por el gusanillo, ha visitado la biblioteca en busca de más material y ha leído (que sé yo) La isla del tesoro, pues bravo por Rowling, ¿no cree? De todos modos quedo tranquila al reconocerle un poco de buena literatura, pues no regala usted los elogios.
    No le robo más tiempo. Por favor, continúe aportandonos sus opiniones. Son muy valiosas.
    Atentamente,
    La Gata de Schrödinger
    natalrub@yahoo.es

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  14. Me abuuuuurrooooo...15 de agosto de 2012, 23:31

    Menudo coñazo de post... No me he podido leer ni un cuarto. Y es que aburres, chaval...

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