domingo

ÁNGELES IRRISORIOS

Crítica acompasada de la novela Ángeles y demonios, de Dan Brown



«¡Que no quiero verlo!», decía yo, como Federico García Lorca ante el cadáver de Ignacio Sánchez Mejías, «¡que no quiero verlo!», cuando me pusieron delante el último bestseller de Dan Brown, el celebérrimo autor del celeberrísimo Código Da Vinci. Ángeles y demonios se llama esta nueva obra del norteamericano, ante la cual retrocedía yo espantado, como un vampiro a la vista de un crucifijo o un jurado del Planeta frente a un amago de honradez, por más que los compañeros me insistieran en mi deber y mi responsabilidad como crítico. Al final no tuve más remedio que avenirme a comentar este nuevo libraco danbroniense, aunque no sin antes obligar a mis jefes a que me suscribieran un seguro de vida, para dejar a mi familia un mediano pasar en caso de que me sucediera, como barruntaba, algo durante la lectura. Qué sé yo... algún tópico atroz, alguna situación descabellada o algún diálogo horrendo que me provocara un síncope. Porque en estos thrillers de moda uno siente, ciertamente, que el peligro acecha detrás de cada página.

Con toda la caución posible vamos, pues, allá. En la pág. 21 nos llevamos ya el primer susto: allí esta aguardándonos Robert Langdon (¿por qué será que a mí este nombre me suena tan ridículo?), el protagonista de El código Da Vinci. Se trata, ya dijimos entonces, de un personaje de excelente factura, muy bien construido... dentro de lo que entiende Dan Brown por factura y construcción. Léase: es un personaje muy guapo y muy bien vestido, con cuerpo de atleta, bello y apuesto... «poseía lo que sus colegas femeninas denominaban un “atractivo erudito”», porque el tipo es catedrático de Simbología Religiosa en Harvard. Respecto a su dimensión psicológica, sus principales preocupaciones intelectuales y vitales parecen ser, por este orden, hacerse una limpieza dental al menos una vez al año y usar fijador de pelo efecto mojado, que le favorece bastante.

Mientras tan apolíneo personaje practica sus cincuenta largos diarios en la piscina de la universidad para mantener el tipito, en la otra parte del globo dos personajes enigmáticos se encuentran (pág. 25) en una estancia sombría y mantienen este lacónico diálogo: «¿Tuvo éxito?»; «Sí. Todo salió a la perfección»; «¿Tiene lo que le había pedido?». Y se intercambian un objeto misterioso. «Buen trabajo. Esta noche cambiaremos el mundo». Y se va cada uno por su lado.

Aquí ciertamente le entra a uno el pavor; no porque los malos quieran cargarse el mundo, que, al fin y al cabo, al precio que está todo, casi mejor, sino al ver con qué toscas escenas, atmósferas pueriles y diálogos que avergonzarían a un párvulo se llega a la fama y al bestsellerato en casi todos los países del mundo. Es verdad que siempre ha habido literatura rápida y fácil para el consumo diario, pero nunca como hoy se había recurrido de forma tan cruda a lo simplón, en su doble acepción de sencillo e idiota.

Ajeno a esta conjura malévola, Robert Langdon se está mirando, de perfil ante un espejo, los abdominales cuando de pronto recibe una llamada telefónica, también muy enigmática, en la que se le insta a ir al aeropuerto (pág, 27), donde le aguarda un avión muy raro de ultimísima generación para llevarle a Ginebra. Alli necesitan, al parecer urgentemente, de su cerebro privilegiado. De su mente preclara. «Ah, Ginebra, estado de Nueva York», dice Langdon mientras se abrocha el cinturón. «No, Ginebra, Suiza», le replica el piloto. Pues eso, que necesitan de su cerebro.

En lo que Langdón cruza el charco a una velocidad de Mach quince que a punto está de estropearle la máscara facial, Dan Brown, en un hábil ejercicio literario, aprovecha (pág. 30) para presentarnos —con mucho misterio, de más está decirlo— a uno de los dos malos de la novela. Se trata de un asesino, pero asesino asesino, eh, asesino de la muerte. Cómo será de asesino que se trata, ni más ni menos, que de uno de aquellos fumados seguidores del Viejo de la Montaña, los “hassasin” que tan célebres fueron en el siglo XI. El tipo es el único superviviente de la hermandad y es por eso que, además de asesino, tiene un cabreo...

Pero ya (pág. 33) ha llegado Langdon a Suiza. Reconoce el país helvético porque al bajar del avión «contempló el valle de un verde frondoso que se alzaba hasta los picos nevados que los rodeaban». También había muchas vacas con grandes cencerros, gente en pantalones cortos que comía chocolate y de fondo sonaba un reloj de cuco... Con sus descripciones tan vívidas, coloristas, y por supuesto alejadas de tópicos, Dan Brown parece trasladarnos físicamente allí.

En concreto ha llegado a un laboratorio de investigaciones nucleares cuyo director sale en persona a recibirle. Se trata de un hombre que va en silla de ruedas motorizada y es amigo de mantener las distancias. Y cuando Dan Brown dice “mantener las distancias” se refiere a que al director del laboratorio le gusta ir unos metros por delante del visitante; y si éste acelera, el otro corre aún más. Esto es verídico y está en la pág. 37.

Van recorriendo así el amplio laboratorio «ultramoderno» por donde «un puñado de científicos se movía de un lado para otro» (así, con este arte, describe Dan Brown el lugar y la actividad). Algunos hay, sin embargo, entre ellos «dos hippies melenudos», que en vez de a la investigación están dedicados a lanzarse un fresbee, o platillo volador. En un determinado momento (pág. 44, se estaba viendo venir), el fresbee se les escapa y nuestro protagonista, ágil y de espíritu juvenil, lo recoge y se lo devuelve en grácil parábola. «Le felicito —le dice el director—; acaba de lanzarle el frisbee al ganador del Premio Nobel Georges Charpak». «Hoy es mi día de suerte», piensa Langdon.

A propósito de esto, tengo delante un pequeño reportaje sobre Dan Brown que publicó el diario “El Mundo” en agosto del año pasado con motivo del lanzamiento de este Ángeles y demonios. Extraigo una frase de dicho reportaje; es de su agente literaria: «Brown es tan inteligente como el personaje que él mismo ha creado».
Después de estas y otras aventuras llegan por fin (pág. 48) a un pequeño despacho donde se encuentra el cadáver de un investigador, a quien entre otras muchas perrerías le han grabado a fuego en el pecho la palabra “Illuminati”. Dicha palabra está escrita de tal forma que se lee igual poniendo el libro boca abajo (y aquí sí que, sinceramente, debo alabar el ingenio y la maña de quien haya hecho tal diseño, en verdad muy logrado). A consecuencia de ello, Langdon se lanza a explicar la historia de los tales Illuminati, al parecer una secta de científicos enfrentada a la Iglesia y encabezada por... y aquí (pág. 51) Langdon hace un alto. «Estaba seguro de que Kohler (el director del laboratorio) reconocería el nombre». Al fin toma aire y lo suelta: «Se llamaba Galileo Galilei». Y al otro, en efecto, el nombre le suena de algo.

¿Pero qué relación hay entre estos Illuminati y el muerto?, se pregunta el director. «La pregunta del millón. Langdon fue al grano». Esto se encuentra en la pág. 52 y, quitando allá lo que pueda ser culpa del traductor, no tengo duda, sin embargo, de que en el original Dan Brown haya utilizado, engarzado y zurcido, como en el ejemplo, una frase hecha detrás de otra. Práctica ésta, la de usar y abusar de frases hechas, que es lo más vulgar y antiliterario que existe, pero es que al señor Dan Brown lo literario le importa menos que un móvil sonitono. Ya lo dice en el reportaje antes citado: «Estoy tan ocupado escribiendo que apenas dispongo de tiempo para leer otra cosa que no sean libros de investigación» (dudo incluso de esto, añado yo). Pero sigue: «Durante las vacaciones, lo único que hago es agarrar unos cuantos thrillers que estén de moda de esas estanterías en las que colocan los bestseller en las librerías. Ya sé que lo que digo —continúa— no resulta demasiado glamouroso, pero es la pura verdad».

Aquí se hace precisa, señor Dan Brown, una aclaración: no se trata de glamour ni de darse ínfulas de culturilla, se trata de que es usted, por esa naturaleza perezosa, engreída y ensimismada que confiesa, lo más contrario que existe a un artista, a un literato, y hasta a un rellenapáginas que sólo busque entretener a sus lectores de la forma más digna posible. Es usted un espanto, peor aún, una risión intelectual y novelesca, aunque venda más libros que nadie (lo admito), luzca una dentadura perfecta (admitido también) y sea, según parece, muy simpático con los periodistas.

Sigue Langdon contándole al jefe del laboratorio, que le mira prendado de su inteligencia, la historia de los Illuminati, hasta llegar a la conclusión, en la pág. 59, de que «se extinguieron hace muchos años» y que lo más seguro, pues, «es que otra organización se haya apropiado del emblema de los Illuminati».Igual fue el Real Oviedo, cuando, por eso de las deudas, tuvo que descender a Segunda B.
Tras una fugaz ojeada (pag. 63) al despacho del científico muerto, que resulta, pese a su cientificidad, ser sacerdote y tiene como es lógico todo el cuarto a rebosar de crucifijos, Biblias y estampitas, Langdon y el jefe del laboratorio salen al exterior a esperar la llegada de la hija (adoptiva) del occiso. Inteligente y deportista como Langdon, en el momento en que la avisaron de la muerte estaba haciendo submarinismo en las Islas Baleares y lo dejó todo para ir a darle el último adiós a su padre. De hecho, se ha venido hasta con las bombonas de oxígeno (si no te lo crees, lector, vete a la pág. 69). Cuando una página después se quita las gafas de bucear y se descalza las aletas, se nos describe como una mujer «no de una belleza avasalladora, pero sí de facciones terrenales que, incluso desde doce metros de distancia, parecían proyectar una sensualidad a flor de piel».

Así escribe Dan Brown, efectivamente, pero no es por esto ni por la belleza de la submarinista por lo que quedo unos momentos confuso, sino porque, de pronto, me encuentro otra vez metido de pies a manos en el mismo entramado que El código Da Vinci. Compruébese: un científico muerto para extraerle datos, la hija adoptiva de ese científico que llega para ayudar al héroe en la investigación (y enrollarse al final con él, quién lo duda), un fanático asesino suelto, otro segundo malo que le dirige en la sombra... Todo prácticamente igual, apenas unos pequeños cambios de nombres. Al parecer, este Ángeles fue escrito antes que aquél Código, es decir, que ni siquiera puede decirse que Dan Brown se ha acomodado a la fórmula del éxito, sino que, sencillamente, parece que no sabe hacer otra cosa.

En cualquier caso, esta semejanza entre novelas cercana al autoplagio indica tres cosas:
1) aquello que decía mi abuela del tonto y la linde;
2) que los aficionados a este tipo de novelas no quieren cambios ni variaciones ni perturbaciones, están muy a gusto instalados en el cliché, y como consecuencia de esto
3) parece haberse creado ya, con unas reglas y fórmulas muy estrictas, un subgénero literario que podríamos denominar “novelas de secta medieval que ha estado durante muchos siglos escondida y que viene justo ahora a dar por culo”. Un genero triunfante que amenaza hacer época, que la está haciendo ya.

Sigo, con esa sensación de dejá vu constante. Por lo visto, el científico muerto y su hija adoptiva estaban trabajando en un proyecto muy importante. Para verlo, entran en el laboratorio privado y restringídisimo del finado q.e.p.d. Pág. 88: «El laboratorio de Vetra tenía un aspecto increíblemente futurista. De un blanco reluciente, repleto de ordenadores y equipo electrónico sofisticado, parecía una especie de sala de operaciones». Y ya está compuesto el cuadro. Lo de Dan Brown con las descripciones, su torpeza quiero decir, comienza a ser proverbial. Como el tío no tiene la menor gracia para expresarse y la mayoría de las veces se nota que habla de oídas y en su vida ha estado, por ejemplo, en un laboratorio o en el despacho de un sacerdote, resuelve las situaciones de cualquier manera tópica y por lo común ridícula. Qué diferencia con el vero arte de la novela, una de cuyas reglas, quizás la principal, exige que el autor “presentice”, es decir, haga presente ante el lector un segundo mundo, le dé cuerpo, forma, bulto y consistencia... Esto, justo en el otro extremo, es una sucesión de descripciones hechas de mala gana y por compromiso con material de saldo. ¿Qué significa que una cosa es “increíblemente” futurista o que “parecía una especie de”?

En fin, el caso es que el muerto y su hija han creado la antimateria, así como Dan Brown ha creado la antinovela. De igual modo, se trata de un arma de efectos letales; un solo gramo (una sola escena) puede destruir cualquier rastro de vida y/o inteligencia en varios kilómetros a la redonda. Y el malvado, por lo que parece, se ha llevado un cuarto de gramo de esa sustancia, el muy... bribón, no merece otro nombre. Según parece también, si uno saca la antimateria del laboratorio y no la devuelve en menos de veinticuatro horas, explota irremediablemente, así que ya está la intriga servida: ¿conseguirán detener al malo antes de que acabe la cuenta atrás?; ¿cortará el héroe, en el último momento, el cable adecuado?

Nótese que la simpleza (en sus dos acepciones, repito) narrativa de Dan Brown llega a tal punto que sus creaciones (aquí y en El código) suceden de manera estrictamente lineal, un suceso tras otro, con un manejo rudimentario del tiempo (que es esencial en novela); adviértase también que todo en este bolodro suena a cinematográfico (aún más, a peliculero); y esto así porque Dan Brown en realidad no novela, ni narra, ni relata literariamente, sino que se limita a darle forma de libro a una historieta pensada para el cine o, lo que es lo mismo, para que las ganancias y los derechos de autor se dupliquen.

Mientras se desvela esto de la antimateria, Sylvie Baudeloque, la secretaria del laboratorio, «era presa del pánico» (pág. 124). Sucede que ha llamado al director alguien muy importante y ella no le localiza en el móvil. ¿Qué hacer?, ¿qué hacer?, se pregunta. «Sorprendida por su audacia, Sylvie tomó la decisión. Entró en el despacho de Kohler [el director] y se encaminó a la caja metálica que había en la pared (...) Miró los controles y localizó el botón correcto. Después respiró hondo y agarró el micrófono.» “Señor Kohler, señor Kohler, preséntese en su oficina cuanto antes”, rugen los altavoces dos capítulos después. Brown, hombre, contrólate, que hasta del hecho de hablar por megafonía estás haciendo un misterio acongojante.

A la llamada del megáfono, que diría Félix Rodríguez de la Fuente, el director acude a su despacho a ver qué pasa. Toma el auricular (pág. 130) y apenas oye quien está del otro lado sufre una especie de jamacuco (o zamacuco, sobre esto hay opiniones enfrentadas) de tal magnitud que tienen que aplicarle oxígeno. Con las últimas palabras antes de desmayarse, pide a Langdon y a Vittoria que vayan volando al Vaticano. Y los otros, muy obedientes, cogen y al Vaticano se van volando en un avión especial X-33.

Durante el vuelo, para entretenerse, hablan sobre Dios. Más que nada para ponerse en situación. «Al final, todos estamos buscando la verdad», concluyen en la pág. 135, a tiempo del aterrizaje.

En el aeropuerto romano les está aguardando un helicóptero para llevarles ante la misma sede papal. La chica se queda asombrada (pág. 140) al ver al piloto. «Daba la impresión de que iba ataviado para un melodrama shakesperiano. Su guerrera abultada era a rayas verticales azules y doradas. Llevaba pantalones y polainas a juego. Se tocaba con una boina negra..». A Langdon, que es hombre de más mundo, no le extraña sin embargo que un miembro de la Guardia Suiza (no es otro el que se describe) pilote un helicóptero con el uniforme tradicional. No se nos aclara si la alabarda que suelen usar la llevaba entre las piernas o en el asiento del acompañante.

Langdón aprovecha el breve trayecto para explicar unas cuantas cosas sobre el Vaticano, sin duda con animo de dejar admirada con su saber a la chica que tiene al lado. Se nos cuenta, por ejemplo (pág. 145), que el Vaticano es «el país más pequeño del mundo», junto con otras curiosidades que parecen sacadas de un calendario zaragozano o de un “¿sabías que...?” del Pronto.

Cuando al fin aterrizan en el Vaticano (pág. 146), Langdón se queda asombrado de ver muchos curas. Y es que parece, en efecto, que hay más de los normales. ¿Qué pasa aquí que hay tanto cura?, pregunta. El guardia le comenta que es que ha muerto el Papa (esto está escrito en el 2000, es una coincidencia) y ese día justo es el cónclave para elegir otro y entonces «todos los cardenales de la tierra se hallan reunidos hoy aquí». «Los hombres se amontonaban en el tabernáculo», se nos dice en página siguiente. No es de extrañar. Tanto cardenal en un país tan pequeño, normal que acaben en montonera. ¡Qué imagen de la Iglesia estáis dando!, les reprocha una señora.

Por el camino desde el helipuerto a la Basílica de San Pedro, nuestros héroes pasan (pág. 151) ante «un edificio cuadrado con el letrero “Radio Vaticana”. Langdon comprendió con asombro que era un centro de emisión de programas de radio». ¿Quién no comparte el asombro de este hombre?

Llega ahora, en la pág. 152, un gran reto para Dan Brown. Tiene que describir el Vaticano, en concreto su meollo, el centro de poder, por dentro, lo que visto ya su poco arte se nos antoja un imposible. Sin embargo, eso sí hay que reconocerle, Brown es hombre de recursos y picardía. Dice: «No se parecía en nada a las oficinas administrativas que Langdon había imaginado» y hala, ya está la descripción del Vaticano resuelta. Dos páginas después pasa por una sala de tapices y dice que eran «impresionantes por su belleza». O pasa por salas a oscuras, y eso que se ahorra de buscar tretas. Si, lector, en efecto, así, con este morro, está escrito Ángeles y demonios.

Vuelvo al reportaje de “El Mundo” ya citado y leo que los tres libros o autores de referencia para Dan Brown son Shakespeare (ya), Steinbeck (ya también) y The Elements of Style (Elementos del estilo), porque (y esto lo dice el escritor actualmente más vendido) «¿quién es capaz de recordar todas las reglas gramaticales y de puntuación?». Nadie, ciertamente, me adhiero a Dan Brown, y aun voy más allá: ¿quién es capaz de saberse de memoria las más de veinte, casi treinta letras, que componen un alfabeto? Sólo algún superdotado.

Pág. 155: les está aguardando el jefe de la Guardia Suiza. «Langdon intuyó de inmediato que el comandante era un hombre que había capeado temporales». Sí, y cortado orejas. El hombre les invita a pasar a su despacho; Brown cree conveniente describírnoslo (pág. 162): «La habitación no tenía nada de especial: un escritorio lleno de cosas, archivadores, sillas plegables y una fuente de agua». Y ya está. Concluyo con esto el tema de las descripciones danbronescas, pero sepa el lector que va a seguir así, reo de estafa literaria, hasta el final.

El comandante les explica que la antimateria que han robado del laboratorio se encuentra en un lugar que todavía no han localizado del Vaticano y que estallará dentro de cinco horas y cuarenta y ocho minutos. Entretanto crece así la tensión hasta unos límites insoportables, los cardenales, ajenos a todo, siguen enfrascados en el cónclave para elegir Papa, ante la indiferencia general porque (pág. 167): «El interés mundial por los acontecimientos del Vaticano había disminuido durante los últimos años». Visto lo ocurrido últimamente a la muerte de Juan Pablo II no puede decirse que Brown tenga mucho olfato sociológico.

Había prometido no hablar más del “ars descriptoria” de Dan Brown, pero es que lo que encuentro en pág. 170 supera todas las barreras de la caradura combinada con la indigencia literaria. Le conducen por el Palacio Apostólico hasta el despacho del Papa y... «Langdon miraba con incredulidad las obras de arte que adornaban las paredes, obras que valdrían cientos de miles de dólares». Y ya está de nuevo la descripción hecha, pero no es esto lo grave, sino la tremenda, insondable, infinita paletada que supone pararse ante una obra de arte o un monumento y exclamar “¡el dinero que habrá costado esto!”. Tal hace Dan Brown.

De pronto (pág. 179) les llama un autodenominado “emisario de los Illuminati” (a quien reconocemos como el malvado hassasin) para decirles que, además de colocar la bomba, ha raptado, aprovechando la montonera formada, a cuatro cardenales y los va a ir asesinando uno tras otro. Después de mucho pensar, Langdon ve claro en la pág. 201 a qué vienen esos ataques contra los purpurados: «Langdon se preguntó cómo reaccionarían los católicos del mundo cuando encontraran los cadáveres de los cardenales despedazados (...). Si la fe de un sacerdote no le protegía de la maldad de Satanás, ¿qué esperanza quedaba a los demás?». Pensarían (sigue cavilando, muy concentrado) que Dios no les protege y así pues, concluye, se borrarían del catolicismo y se apuntarían a otra religión. He de evitarlo, parece decirse a sí mismo, y se pone en acción. Diría que estamos sin duda (pág. 202) ante el momento de mayor estupidez del libro, si no fuera porque tiene 606 páginas y todavía, estoy seguro, aguardan muchas otras giliflautadas sin cuento en los dos tercios que quedan.

Langdon, ya lanzado a la acción, se sumerge en los Archivos Vaticanos en busca de la obra de Galileo, para encontrar en ella alguna pista de dónde pueda estar la sede «ultrasecreta» de los Illuminati. Una sede que permaneció escondida durante siglos para escapar a la vigilancia de la Iglesia ortodoxa, de tal manera que sólo los científicos más brillantes pudieran colegir su ubicación después de una larga y ardua fase iniciática. Langdon tiene cuatro horas y pico. Bah, de sobra.
Sin embargo, no se confía. Pág. 221: «El tiempo apremiaba y Langdon no lo perdió en explorar la estancia», es decir, los Archivos Vaticanos. Ya sé que había prometido no hablar más de las descripciones de Dan Brown, pero es que tal despliegue de sinvergonzonería literaria para librarse de una descripción es superior a mis fuerzas.

Al final, después de mucho dar vueltas, Langdon encuentra una pista (pág. 245) que le indica dónde será el primer asesinato, al parecer en la tumba de Rafael. Por el camino, pág. 252, este héroe moderno recapacita sobre cómo «ser conocido por el nombre (de pila, se refiere) significa un nivel de popularidad sólo alcanzado por unos pocos elegidos, gente como Napoleón. Galileo, Jesús (y añade acto seguido) Sting, Madonna, Jewel y el artista antes conocido como Prince». Aparte de que los nombres tras el paréntesis son nombres artísticos, apodos, y no cabe comparar, ¿se incluye en esta brillante línea de pensamiento Dinio, Terelú o Chanquete? Brown, por Dios, deja ya de decir sandeces para parecer moderno y enrollado, que no tienes edad.

En lo que revisan el Panteón, donde está enterrado Rafael, en busca del asesino, Langdon aprovecha (pág. 275) para explicarnos, como si lo hubiera descubierto recientemente, que el cristianismo es en realidad un sincretismo de tradiciones religiosas, un sistema que ha tomado sus elementos de aquí y de allá, de múltiples culturas paganas. Iba a decir que esto es desvelar, con aire de mucho misterio, eso sí, lo que todo el mundo medianamente leído sabe, cuando de pronto tropiezo con algo que rompe mis esquemas por completo y hasta me hace crujir el cráneo. Dice Brown que «ni siquiera el concepto de Cristo muriendo por nuestros pecados es exclusivamente cristiano. El sacrificio de un joven para redimir los pecados de su pueblo aparece en la tradición de Quetzalcoalt». Es decir, en el México azteca. Y dígame, brillantísimo Dan Brown, ¿cómo es posible que el cristianismo, hacia el año 33 más o menos, sincretara elementos de una religión que no se conocería hasta 1459 años después? Deje de firmar ejemplares de su libro y acláremelo, por favor.

La hija del científico asesinado, la que al final (si no, al tiempo) se enrollará con el protagonista, «sentía correr (en la pág. 278) su sangre italiana» y por tanto no hace más que murmurar “vendetta” todo el tiempo. ¡Cómo conoce Brown la naturaleza humana!

Al final resulta que se han equivocado de lugar y la pista en realidad les conducía a otro sitio. Es una iglesia que casualmente está en obras, un andamio la cubre y bien quisiera Brown describírnosla, pero va a ser imposible. Además, el lugar está en la penumbra y Langdon tiene que palpar buscando una entrada. Mientras palpa (pág. 295) «por un instante, recordó el antiguo mito de Dédalo, cuando el muchacho recorría el laberinto del Minotauro con una mano apoyada en la pared, sabiendo que le habían garantizado encontrar el final si no rompía el contacto con la piedra». Para mí que Brown se ha hecho un lío con la mitología griega; aparte de eso, ¿cómo se puede escribir, al recrear un antiguo mito, “le habían garantizado”? ¿Quién se lo había garantizado?, ¿el Deustche Bank al tres por ciento? ¡Qué manera más pedestre y bursatil de escribir?

Entran en la iglesia al fin (pág. 296). Está en obras y toda llena de polvo, así que en otro libro la describirá. Nos comenta, eso sí, que «contrariamente a lo que pensaba mucha gente, las catedrales renacentistas siempre albergaban múltiples capillas». ¿Y quién es esa gente que piensa lo contrario? ¿Tu vecino?

Se meten por una alcantarilla porque sospechan que el cadáver del cardenal puede encontarse allí; pero el sitio está a oscuras. Langdon se interna, sin embargo, en la cloaca y le dice a la chica que vaya a buscar algo de luz. De pronto (pág. 302) le inundó una luz azulada y «notó un intenso dolor en la nuca. Giró en redondo y vio a Vittoria con un soplete». Es lo que tienen las mentes privilegiadas...

Total, que encuentran al muerto y al salir del agujero (pág. 307), Langdon «se preguntó cuántos espacios angostos más podría encontrar en un solo día». Si me permites que te ayude, Brown, porque te noto un poco cansado, así grosso modo yo calculo que siete. Ocho como mucho.

Al parecer, una estatua en esa misma iglesia indica dónde será el siguiente asesinato, pero para eso hay que subirse al andamio y otear la ciudad. No hay problemas; Langdon, en la pág. 323, «se izó sobre la plataforma superior, sacudió el yeso de su ropa y se puso en pie. La altura no le afectaba». Claro, ya se nos ha dicho con asiduidad que era jugador de waterpolo.

En esta misma página, Brown ha debido de tomarse un Pharmaton Complex y de pronto le da un arranque lírico: «Como un océano en llamas, los tejados rojos de Roma se extendían ante él, resplandecientes bajo el ocaso escarlata». ¡Qué bonito!
El lugar indicado es la misma plaza de San Pedro. Hacía allá que van, aunque les corroe la duda: ¿cómo va a dejar nadie un muerto en un sitio tan populoso? Llegan al lugar y lo examinan (pág. 336): todo parece normal: turistas, curas, monjas, cardenales, «un indigente ebrio que dormitaba en la base del obelisco», cubierto el rostro y como desmayado. Nada sospechoso. Ya se van a ir cuando de pronto una niña grita y descubren, horrorizados, que el indigente no es tal sino un cadáver. Y es que, se ha dicho muchas veces, la infantil inocencia sabe penetrar como nadie en el corazón de las cosas.

Langdon vuelve a los Archivos Vaticanos (pág. 371) en busca de una pista que le permita descubrir dónde será el siguiente asesinato. De pronto, una mano misteriosa le deja encerrado allí. Al verse rodeado de tanto libro todo lleno de letras, al protagonista de la novela le da un agobio y sólo piensa en escapar de allí. El método que emplea (pág. 383) es propio de las novelas de Rocambole, unas obras ligeras de entretenimiento que triunfaban hace más de un siglo, hasta que los lectores se hartaron ya de trucos y acabaron incluso por formar el peyorativo “rocambolesco”. Hoy, más de cien años después, se recupera lo que aburrió a nuestros abuelos, algo completamente superado. Estamos de broma, pero ciertamente es para echarse a temblar.

Encuentra la iglesia pero es tarde, el tercer cardenal está muerto (pág. 404). Otra escena rocambolesca para escapar del asesino, a quien casi capturan in situ. Al final, el malo rapta a la chica.

Entretanto, con aquello del muerto en medio de la plaza, todo el mundo se ha enterado de que en el Vaticano está pasando algo raro. Entonces, en un gesto audaz, en vez de alimentar el secretismo, el propio camarlengo busca a un cámara de televisión y lanza, en la pág. 415, un discurso que comienza de este modo: «Dios se ha convertido en algo obsoleto. La ciencia ha ganado la batalla. Nos rendimos». ¡Guau! Todo el mundo en todos los países se paraliza frente al televisor. El camarlengo lanza entonces un discurso insufrible y retórico, hecho de topicazos del estilo “el consumismo nos está haciendo perder los valores”, “vivimos para trabajar y no trabajamos para vivir”, “tenemos que escuchar a nuestros corazones”, “hoy en día los tomates no saben a nada” que provoca, al final (pág. 419) que millones de personas en todo el mundo dejen lo que tienen entre manos y abracen el cristianismo.

En la pág. 446 Langdon llega al lugar donde supone va a cometerse el último asesinato. Estamos de noche, en medio de una plaza pública, y el protagonista, siempre tan sagaz, desconfía de un coche que, al contrario que los demás que circulan por la plaza, se acerca sin luces. Sin duda, es un intento de pasar inadvertido.

Efectivamente en ese coche viene el hassasin. Se entabla una pelea en la fuente que hay en medio de la plaza. Como es nadador y waterpolista, Langdon se mueve «como un torpedo» (pág. 452), pero el malo, sin embargo, es mucho más bruto y parece que va a ganar la pelea. Al final, Langdon recurre a una brillante estratagema: se hace el muerto (pág. 454) y el hassasin, tomándole por tal, le deja allí sumergido y se va.

Entonces Langdon sale de la fuente, se pone a pensar y llega a la conclusión de que la guarida de los malvados está en el castillo de Santangelo. Hacía allí se encamina, a vencer al malo y a rescatar a la chica. «Su corazón latía con fuerza (en la pág. 469). La frustración y el odio empezaban a hacer mella en sus sentidos». Yo también estoy mellado, pero no puedo, sin embargo, dejar ahora la lectura, en lo más emocionante.

Al final, en el dicho castillo encuentra al hassasin; toma Langdon entonces una barra de hierro de las que hay por allí siempre a mano y le hace frente, exigiéndole que suelte a la chica, que está maniatada en un rincón. El otro no quiere. Pelean. El hassasin, además de malo, juega sucio, y poco a poco va acorralando a nuestro héroe hasta que le empuja por un balcón. En un desesperado esfuerzo, Langdon logra agarrarse a la barandilla con una mano; el malo, siempre tan vil, va a golpearle en los nudillos para que se suelte y se precipite el vacío. Cuando ya tiene el barrote, que ha caído en la lucha, levantado para hacerlo, de pronto es atacado por la chica que se ha soltado de sus ligaduras y es el malo, entonces, quien lanza un grito, se defenestra y muere. La chica se ha soltado de sus ligaduras porque en su día hizo yoga y tiene mucha flexibilidad. Así, en la pág. 481, concluye esta originalísima y nunca vista escena que creo haber explicado bien; si falta algo es porque entre medias de ella he sufrido un ataque de narcolepsia.

A todo esto, faltan (pág. 482) «algo menos de cuarenta y cinco minutos para la explosión». No me da tiempo siquiera de ir al baño.

Langdon y la chica vuelven a la carrera desde Santangelo al Vaticano por un pasillo secreto, el famoso “passetto”, abierto y despejado para ellos. Cuando llegan a los aposentos papales, se encuentran con un pequeño jaleo. Están allí casi todos los protagonistas y discuten a ver quién es el malo que guiaba al otro malo, al muerto, al hassasin. Al final, todas las sospechas recaen sobre el jefe del laboratorio y, bueno, se le cargan (pág. 503). Antes de morir tiene tiempo, sin embargo, de darle a Langdon secretamente una minicinta de vídeo y musitarle al oído «dele esto a las televisiones», y según dice «...ones» dobla. ¡De dónde sacará Brown este tipo de escenas!, ¡qué imaginación desbordante!

Pero no tienen tiempo para velar al difunto, porque falta por descubrir la antimateria, queda muy poco para que explote. El camarlengo, entonces, entra en una especie de trance y seguidme, dice, y tras él corren todos los testigos y también un cámara de televisión. Entra, en la pág. 516, por un «boquete bostezante» del suelo a las catacumbas (qué inspirado y lleno de gracia el símil de Brown, único, por otra parte, de todo el libro, lo que hace suponer el esfuerzo que le cuesta dar a luz este tipo de metáforas), y se dirige a la tumba de San Pedro, que al parecer está allí. Y en la tumba, en efecto, se encuentra la antimateria; la toma el camarlengo y ¡dejadme solo! se dirige hacia el exterior. Salió, se nos dice en la pág. 528, «como una exhalación».

Exhalado llega, en la pág. 532, hasta el helicóptero papal, al cual se sube y lo pone en marcha, porque resulta que además de camarlengo es piloto. Nada dice contra esto la Ley de Incompatibilidades, es cierto. Cuando despega descubre que en el asiento a su lado está Langdon, que no quiere dejar pasar esa ocasión de salvar a la humanidad y que imagina que el camarlengo pretende llegar hasta el mar, internarse un poco en él y arrojar el petardo al ponto.

Lejos de ello, sin embargo, lo que hace el pater es ganar altura, mientras abajo, en la plaza de San Pedro, la multitud contempla atónita el elevarse del aparato (pág. 536). «Hombres y mujeres se tomaban de las manos. Otros abrazaban a sus hijos». Hay, en fin, un sobeteo general. Cuando ya apenas se le distingue, de pronto el helicóptero explota. «Nunca tantos habían guardado semejante silencio», se nos dice en la pág. 538. Nunca tampoco se había engolado tanto la voz para tamaña sandez.

Ante la multitud estupefacta, es decir, convertida en estúpida, de pronto se presenta el camarlengo (pág. 541), en majestad encima de un tejado. La gente brama, ruge, y se acentúa el sobeteo. ¡Milagro!, exclama la mayoría; ¡gol!, gritan algunos. Y tal parece, en efecto, pero...

En realidad ha sucedido lo siguiente: cuando el helicóptero había tomado ya su buena altura, de pronto el camarlengo (pág. 544) había cogido un paracaídas y había saltado, con mucho tino para ir a caer encima del tejado, inadvertido a la multitud. Allí, en el aparato, queda entonces Langdon, a falta de cincuenta segundos para que estallara la bomba y sin otro paracaídas. Cuando sólo quedan treinta y dos segundos toma la decisión, «la increíble decisión...». Coge una especie de sábana y salta. Con la sábana va amortiguando y dirigiendo el descenso hasta que se encuentra encima del río Tíber. Entonces suelta el trapo y, muy grácilmente (pág. 547), cae a las agua haciendo un mortal carpado con doble tirabuzón.

Langdón sale de las aguas a tiempo para suspender el cónclave que ya iba a elegir, por unanimidad, al camarlengo como nuevo Papa (pág. 559). Está claro que éste, el camarlengo, es el malo supremo, el que dirigía al otro. La prueba está en la minicinta de vídeo que el jefe del laboratorio le dio a Langdon antes de morir, y que es una grabación secreta de una reunión entre ambos donde el camarlengo confiesa abiertamente su plan malévolo...

Dijo Plinio, y reiteró Cervantes, que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Suele olvidarse lo contrario, que también es cierto; y suele no profundizarse en la consecuencia, es decir, que no hay libro malo que no contenga algo peor. El desenlace de este Ángeles y demonios constituye uno de los capítulos inolvidables, por horrendos, de la literatura universal. Véase: el camarlengo reconoce que, en efecto, él había trazado todo el plan (el robo de la antimatería, el asesinato de los cardenales y hasta el salto final en paracaídas) pero con un noble objetivo: soltar el famoso discurso por el que tantos paganos se convirtieron y ser elegido Papa. De hecho, él había asesinado al Papa anterior, a quien le unía una profunda amistad hasta que descubrió que... ¡tenía un hijo! (pág. 580). Esta paternidad física le convertía en impuro para un fanático de la talla del camarlengo y, así pues, se lo cargó. Lo que no sabía, y le revelan los cardenales allí reunidos, es que el difunto Papa no había roto su voto de castidad, porque había concebido el hijo, sí, pero... ¡mediante inseminación artificial! (pág. 582). Y aún más, ese niño probeta... ¡es él, el camarlengo! (pág. 583). Después de todo lo cual, me tienen que internar en una clínica, aquejado de politraumatismos varios.

Es fama que hay algunos libros, pocos, que cambian los esquemas vitales de una persona, otros que hacen pensar, que abren los ojos a una realidad distinta, que enseñan algo... La mayoría de los libros son útiles y buenos. Otros, sin embargo, como éste que aquí cierro aunque queden sólo veinte páginas, el libro más vendido de los que circulan hoy, te dejan en el cuerpo la misma sensación de quien se ha pasado toda una tarde explotando papel de burbujas. Esa misma. Esa.

4 comentarios:

  1. Señor Clandestino Menéndez lo acabo de conocer y he pasado con sus críticas unos minutos de risas impagables y ademas suscribo cada una de sus criticas, es un crack

    ResponderEliminar
  2. Este blog no tiene precio. Por favor, siga poniendo la basura en su sitio

    ResponderEliminar
  3. He mandado ésta crítica a todos mis amigos, familiares y conocidos. Hacía tiempo que no me reía tanto.
    Pese a haberme negado a leer un solo libro del perpetrador de tochos llamado Dan Brown,he sufrido acosos y tentacines para que lo hiciera.
    ¡¡¡Dios mío, de la que me he librado!!!

    ResponderEliminar
  4. En verdad, he llorado de risa con la crítica de semejante ladrillo, espero siga comentando muchos más, aunque eso signifique que tenga que sufrir la tortura de leer estas "impagables" obras escritas.

    ResponderEliminar