sábado
EL TIMO DE LOS ZARES
11 de septiembre de 2010
Me está bien empleado, por morboso. Y por desmemoriado. Morboso porque siento una especial atracción por los grandes crímenes de la Humanidad —como imagino, por otra parte, que bastante gente, y de eso parten muchos éxitos de ventas—, y dentro de esos grandes crímenes está la ejecución, o el asesinato, de los Romanov en los primeros días de la Revolución Rusa. Igual que con el guillotinamiento de Luis XVI y de María Antonieta, igual que con los sucesos de la noche de San Bartolomé, o el asalto último a la fortaleza de los cátaros, entre otros sucesos trágicos, la sangre, los gritos, los impactos ejercen en mí como una especie de fascinación y a veces me estremezco ante pequeños detalles que se revelan en las páginas, nimiedades como una última palabra dicha antes de caer, un gesto postrero, una última petición al verdugo, la reacción de la multitud ante el cadalso…
Soy morboso, lo sé, y quizás por ello, y en justo castigo, me esté bien empleado lo que me ha ocurrido con la última novela de John Boyne. ¿Y qué me ha ocurrido con la última novela de John Boyne, que parece tan grave?, te preguntarás. Pues que me la he leído, ahí es nada. Todo un castigo, también por mi desmemoria, porque yo me compré el libro atraído, repito, por el morbo que me produjo el título: La casa del propósito especial —que, como creo que todo el mundo sabe, es el nombre que dieron a la casa Ipatiev, el palacete de Ekaterimburgo donde encerraron a la familia imperial rusa, junto con sus sirvientes directos, y donde todos fueron finalmente aniquilados en la madrugada del 17 de julio de 1918—, y, una vez abiertas las páginas, recordé de pronto que el autor, John Boyne, era el mismo de El niño del pijama a rayas, grotesca, pueril e incluso ridícula historia que había leído hacía poco, atraído aquella vez, como las moscas, por el aroma de su fama y sus millones de lectores en todo el mundo. Esta vez no cabe echar la culpa a la multitud; esta vez caí yo por mí mismo, y quizás de los primeros.
No es labor de un crítico, ni siquiera de un crítico dilettante, juzgar una novela en función del modo en que él, el crítico, la hubiera escrito, sobre la manera en que hubiera dispuesto él, el crítico, los elementos o resuelto las escenas. Hacer una crítica prejuiciosa, en resumen. El crítico, por el contrario, debe calificar una obra de acuerdo al modo en que el autor la ha realizado. Dicha esta regla, me la salto por completo para decir que, ya que me habían vendido un libro con ese título, yo esperaba algún detalle nuevo sobre el terrible ametrallamiento, siquiera fuese una recopilación y puesta en orden, novelada si se quiere, de lo que se sabe sobre el asunto. Esperaba, quizás, algún retrato psicológico de Yurovsky, el mando bolchevique que dirigía el comando ejecutor; alguna recreación de los días febriles en que, finalmente, se tomó la decisión irrevocable; pinceladas vívidas y emocionantes, cuantas más mejor, de los personajes que protagonizaron los hechos; incluso algo de sentimentalismo, si se quiere, sobre los cadáveres del zarevich y de las zarinas caídos (algunos de ellos sólo unos niños), o del médico y las sirvientes, inocentes de toda culpa. ¿Incluso un rasgo de humor, porque la situación no deja de tenerlo, sobre el hecho de que la familia imperial se cosiese las joyas en la ropa interior, tantas y de tanta calidad que algunos de los miembros no murieron al instante porque rebotaron las balas? Pues incluso eso podía tener cabida, ¿por qué no?, si estaba bien, y hasta regularmente contado.
Lo que no esperaba ni en la peor de mis predicciones era encontrarme con lo que finalmente me encontré: NADA. 397 páginas del más absoluto vacío. O peor: casi cuatrocientos folios que constituyen un auténtico timo, una verdadera estafa.
La novela comienza con una fecha: 1981. Se nos presenta a un emigrante ruso en Inglaterra que hace tiempo se ha jubilado de un trabajo bastante monótono. El hombre está casado y a su mujer le han detectado un cáncer. Buena parte de los capítulos iniciales se va en las idas y venidas de esta pareja al hospital para que a ella la hagan pruebas, revisiones, contrastes… Son muchas páginas sobre el particular; no me he tomado la molestia de contarlas, pero pongamos, grosso modo, que cien. Es decir, la cuarta parte de la novela se va en esto.
Entre medias, de vez en cuando, como el protagonista es un exiliado ruso, nos ofrece los recuerdos que tiene de su juventud en su tierra natal. Año 1915; el lector se endereza en el asiento: “Bien, se dice, parece que ya nos vamos a meter en situación”. Aldea perdida de Kashin, en el interior de Rusia. Aquí otro buen montón de páginas se le va al autor en decirnos (que no en describirnos, ni en novelarnos) que la gente era muy pobre allí y entonces, pero eso no es lo importante: lo importante es que él, en protagonista, es un poco alfeñique, en comparación con su mejor amigo, lo cual disgusta a su padre, hombre rudo y chapado a la antigua (en el año 1915 sospecho que la gente solía estar chapada de esa forma, pero es sólo una impresión); además de ello, esa diferencia de complexiones hace que su amigo Kolek se lleve a todas las chicas de calle, mientras que el protagonista no se come un rosco, pero al fin Giorgi, como se llama éste, no le guarda rencor a su amigo por eso, ya que éste, pese a todo, no consigue conquistar a la hermana mayor de Giorgi … ¿Te estás aburriendo, amigo lector, con todo esto? Pues imagínate yo, que lo tuve que leer del original durante, insisto, muchas, muchas páginas.
Por desgracia para la aldea, pero por suerte para el lector, un día pasa por allí el hermano del zar y la visita sacude toda esa monotonía… Aquí un inciso: es recurso de muy buena, de excelente literatura demorarse en lo anodino, aburrido, insustancial incluso de una situación como preludio de un cambio que vaya a suceder. Crear una atmósfera reposada antes del estallido de la acción. Pero en el caso de esta novela, juzgue el lector qué ambiente crea John Boyne entre las páginas 35 y 36:
La pesadez que padecía durante la infancia abandonó mis huesos cuando empecé a correr varios kilómetros todos los días alrededor del pueblo y a despertar temprano para nadar durante una hora en las gélidas aguas del río Kashinka, que corría allí cerca. Mi cuerpo se tonificó, los músculos de mi vientre se tornaron más definidos [es decir, un campesino de la Rusia zarista que se levanta pronto para hacer carrera continua, natación y abdominales] (…) En 1915, podía plantarme junto a Kolek y no sentirme avergonzado ante la comparación (…) Y había chicas a las que yo gustaba, lo sabía. No tantas como las que suspiraban por mi amigo, eso es cierto, pero aun así no me faltaba popularidad. Uno lee esto, cierra los ojos, y en su retina no surgen imágenes de la Rusia eterna, las noches blancas de Dostoievsky, los campos nevados de Gogol, las isbas y los tílburis de Tolstoi… Uno lee esto, cierra los ojos, y en su retina surge un episodio de Hannah Montana o de los Jonas Brothers.
Pero estaba diciendo que, por desgracia para la aldea, un día cruza por ella un hermano del zar. Por desgracia porque entonces Kolek, el amigo del protagonista, se acuerda de que el pueblo está oprimido y atenta contra su alteza el gran duque. El protagonista, nadie sabe muy bien por qué, ni cómo, se interpone entre medias de la pistola y su objetivo, recibiendo él el impacto de la bala y salvando así al gran duque. “Quiero a ese hombre para mi equipo”, parece decir éste, cuando se llevan al protagonista malherido. Y en efecto, apenas Giorgi se recupera, se lo llevan al Palacio de Invierno, en San Petersburgo, como parte del cortejo imperial. A su amigo Kolek lo ahorcan y, además de eso, ya no verá más a su familia, pero en realidad da igual, parece decir Boyne, “como ya no van a volver a salir en la novela…”. Así que todo ese… siendo benevolentes, digamos rollo… que nos había soltado anteriormente sobre si Giorgi y su hermana Asya estaban muy unidos, pero ella se peleaba mucho con Liska, que nació un año después, y toleraba apenas a la pequeña Talya ante la atenta mirada de su madre Yulia… todo eso, para nada. Otras cincuenta páginas, pongamos, inútiles.
Bien es verdad que varios capítulos después, la tal Asya, con la que se llevaba muy bien, llegará a San Petersburgo para pedirle a Giorgi un enchufe en palacio. Pero la escena se resuelve, rápidamente en este caso, con que Giorgi no la puede enchufar y entonces Asya se vuelve al limbo de los personajes amortizados. O mejor, de los personajes intrascendentes.
El gran duque, por cierto, lleva al protagonista hasta San Petersburgo, le introduce en palacio y luego desaparece de la novela para siempre; igualmente, un amigo que se hace Giorgi entre los soldados de camino a la ciudad, también, llegados a ésta, se evapora for ever. Diríase que los personajes de esta novela aparecen, actúan un rato, y se van para no volver. Son personajes como eventuales, con contrato de fin de obra, fichados a través de una ETT.
¿He dicho arriba que el gran duque introdujo al protagonista en palacio? Pues bien, ni siquiera eso: ¡¡le dejó en medio de un pasillo!! Giorgi solo en la inmensidad del espacio, pero sospecho que no para realzar su soledad, sino porque es obvio que Boyne ni sabe ni tiene capacidad para evocar cómo sería la Corte zarista por entonces, quién podría recorrer las estancias, qué ruidos se oirían, que olores se filtrarían, qué tacto, qué sabor incluso —en las buenas novelas, no sé cómo, hasta el paladar se impresiona— tendría el Palacio de Invierno en aquella época. Él sitúa a su protagonista en un pasillo largo, desierto, casi en la oscuridad, para que no tenga que fijarse en cuadros ni demás chorradas; todo lo más, a este lado, le abre una ventana para que vea, abajo, el puerto y cómo llega un barco; un barco que, según el protagonista imagina, está “a rebosar de comida y bebida”, y sobre su cubierta “una generación de príncipes y duquesas que reían y chismorreaban, como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo”. A raíz de ello, Boyne, por boca de su personaje, lanza una pequeña charla-diatriba-sermón-mitin sobre cómo es posible que unos vivan tan bien y otros tan mal (esa es, más o menos, la idea y parecido el tono) y en un momento de acaloramiento dice Giorgi que, aunque “no era como Versalles justo antes de la llegada de las carretas” se parecía mucho. Y bien: ¡es totalmente inverosímil que alguien de aquella época y de aquel extracto social, aislado además en su terruño, tuviera la menor noción sobre los episodios de la Revolución Francesa ni qué fuera y significase Versalles! ¿Querrá hacernos creer Boyne que su campesino en la Rusia zarista, después del entrenamiento diario, se cultivaba leyendo libros de Historia?, ¿que iba a la escuela nocturna?, ¿que se había apuntado a un curso CCC? Es una trampa muy burda atribuirle a un personaje así pensamientos de ese tono que, si acaso, sólo valen para que el autor engole la voz y deje establecido ante sus lectores que el está con los menos beneficiados, que es un tipo majete y solidario y que tiene un gran corazón. Y milagro que sólo se veía el río Neva desde el Palacio Imperial, que si se llega a ver el mar Ártico le hace abogar a Giorgi por la conservación de las ballenas o contra la caza de las focas.
Y ahora, entre las paginas 80 y 91, tiene lugar una de las escenas más ridículas que haya leído nunca. Más cutres y chapuceras. Bien es verdad que en las páginas anteriores, al asomarse a la susodicha ventana, el protagonista había visto que quienes bajaban del citado barco eran las cuatro hijas del zar (¡ya es casualidad llegar en ese momento!); también es cierto que, un poco más adelante, y por estirar las piernas, se había puesto a andar por el pasillo y tras una puerta entreabierta había visto a un hombre estrafalario y barbudo (Rasputín, lector, no mantendré la intriga) haciendo cosas raras con la zarina (rezando, en líneas generales). Pues bien, la escena que voy a resumir supera todo lo anterior. ¡Atentos! De vuelta de estirar las piernas y de nuevo en su sitio en el pasillo, se abre de pronto una puerta y aparece el zar. Con dos cojones, Nicolás II en persona. “Siento haberte hecho esperar —le dice a Giorgi Su Alteza Imperial, siempre tan campechano, mientras le invita a pasar a su despacho—, tenía muchos asuntos de Estado de que ocuparme”. Y entonces pasan al interior del despacho del zar, donde, como es lógico, se encuentran los dos solos, no hay nadie más, y pueden entonces conversar tranquilamente.
Pero espera, lector, que aún no ha acabado la escena. “Siéntate”, le dice más o menos el zar, al tiempo que él también se sienta, y a continuación le pregunta al otro por su lugar de nacimiento, sus familiares, sus estudios, en fin, por su currículum, como en cualquier entrevista de trabajo, Al mismo tiempo, sin embargo, y muy ladinamente, Nicolás II intenta sonsacar al campesino sobre sus inclinaciones políticas. ¡Realmente, esto es intolerable! Quiero decir, el modo en que algunos tipos como el zar se aprovechan de su condición de emperadores para meterse en asuntos ajenos. El campesino, sin embargo, es sumamente hábil, no se deja avasallar por el zar, y en poco tiempo le da la vuelta a la situación. No sé exactamente cómo, tanta es su habilidad, pero en apenas cinco líneas ahí tenemos al zar contándole al otro cómo vivió la tragedia de la muerte de su abuelo, Alejandro II, y cómo le afectó (a punto está, de hecho, de echarse a llorar en el hombro del campesino); después de esto, y en confianza, le deja tocar un huevo de Fabergé (quiero decir, un huevo fabricado por Fabergé) que había allí cerca, sobre una estantería; luego le lleva a un mapamundi, donde le señala el territorio de Rusia tal y como es entonces, en 1915, y al lado justo tiene otro mapa donde le indica como era dicho territorio, mucho menor, en 1613 (como si le dijera: “Aquí es donde vas a trabajar, somos una empresa en expansión”), y ya por último, antes de la despedida, el zar le cuenta al protagonista (“creo que puedo hacerte esta confidencia, Giorgi”) los problemas que tuvo el matrimonio real para concebir un hijo varón. Con esto acaba el capítulo y el campesino sale muy contento de la entrevista de trabajo, y agradecido al zar por su amabilidad. Y es que justo es reconocer que el zar ha estado muy amable. Bien podría aprender de él tanto directorucho de Recursos Humanos como hay por ahí, engreído y soberbio.
Leo en la solapa que John Boyne ha ganado dos Irish Book Awards y el Bisto Book of the Year Award, y ha sido finalista de los premios Borders Original Voices y Ottakar´s Children´s Boook Prices, además, naturalmente, de haberse convertido en un auténtico fenómeno de ventas en todo el mundo, “éxito que se ha repetido con su más reciente y madura novela [ésta que tengo entre garras]: La casa del propósito especial”. Pues yo tengo un primo que ganó el Teresa Herrera en la tanda de penaltis; claro que eso, comparado con lo de este fenómeno, es como no tener nada.
El protagonista, Giorgi, es finalmente contratado como guardaespaldas del zarevich, el príncipe heredero. Entre medias, pág. 113, y en un descanso de sus tareas, va a la biblioteca a conversar con el zar. El campesino y el hablan de política —el zar le confiesa que está preocupado por el curso de la guerra— y de otras cosas, como lo bello que es leer y la importancia que tiene la lectura en la formación de las personas. Derraman varias páginas de baba convencional, el típico “éxtasis ante la biblioteca repleta” que tan bien resulta entre los escritores hodiernos para darse pote de cultos y profundos, y luego el campesino da permiso al zar para abandonar la estancia.
Después de esto, el protagonista va a ver a las zarinas Olga, Tatiana, María y Anastasia, que están dando clases de francés, y como es de prever, apenas el protagonista y Anastasia cruzan sus miradas se enamoran. Las páginas que siguen de amor transido y excelente son para hacerse una colonoscopia. Ellos saben que su amor es imposible, pero en el fondo confían en que todo se arreglará de alguna manera. Y es que nada hay que temer del futuro cuando John Boyne es quien escribe. Seguro que habrá un final feliz: todos lo sabemos, y los protagonistas los primeros.
Luego viene un montón de páginas en torno a una confusión bastante boba. A Giorgi le han contratado como guardaespaldas del zarevich, pero nadie le ha dicho que éste es hemofílico, por lo que le deja jugar a lo que quiera. Hasta que a mediados de la página 137 el niño se cae de un árbol y entonces la emperatriz, alterada, lleva al campesino a un aparte y le revela, en apenas cuatro páginas, “le dije a Nico [por el zar] que deberíamos habértelo explicado”, la enfermedad del heredero y que, por tanto, costará mucho reparar el rasguño que se ha hecho. La cosa al final concluye bien, porque Giorgi, muy sensatamente, considera que los zares, con todo eso de la guerra y las revueltas obreras, tienen muchas cosas en la cabeza y les disculpa por no haberle informado.
Bromas aparte, salvo que éste sea el primer libro (y último, a la vista de su calidad) que uno lea en su vida, cualquier lector medianamente formado sabe de la hemofilia del zarevich. Pintar una cosa, tan sabida, como un gran misterio a lo largo casi de una veintena de páginas sólo demuestra el perfil de sus lectores y el grado de formación que les supone Boyne mientras escribe.
Pocas páginas después, y con parecida rimbombancia, desvelará a sus asombrados lectores que Rasputín, aquel monje extraño que había vislumbrado varias páginas más arriba, pulula por la Corte y tiene tanta influencia en los zares porque se ha presentado como el único que puede curar al zarevich de sus dolencias. Sorpresa tras sorpresa, La casa del propósito especial avanza a un ritmo trepidante. Andamos ya por la pág. 180.
Si la novela, por un lado, sigue una cronología ascendente, de 1915 hacia adelante, por otro, que se va intercalando, por el lado que arranca en 1981, cuando el protagonista es anciano y a su mujer le detectan un cáncer, la historia discurre hacia detrás. Nos hallamos en 1941 y el protagonista trabaja en la biblioteca del Museo Británico. Alguien advierte que tiene acento ruso y un tipo le capta entonces para el servicio secreto. Su misión va a ser traducir las comunicaciones y todos los escritos oficiales procedentes de la URSS. Grigori lo hace tan bien que al final le llevan a ver a Winston Churchill, para que éste le felicite. Churchill le recibe fumando un puro y le dice al agente que le ha captado: “Vaya tipo tan competente se ha conseguido”. Y luego, con la flema y el hieratismo propio de los británicos, le dice que buen trabajo y que ya se puede ir. Cualquiera podría pensar que Grigori, acostumbrado como estuvo en su infancia a las confesiones del zar, los lloriqueos de la zarina y los abrazos emocionados del gran duque, esto frío tratamiento de Sir Winston le ha decepcionado; pero no, enseguida se advierte que, a la hora de tratar con emperadores y primeros ministros, él prefiere, sin duda, el british style. Sea como sea, la historia del espionaje acaba en este punto y ya no se va a volver a hacer referencia a ella en todo el libro, ni puede deducirse que haya tenido una repercusión posterior. ¿A qué viene entonces introducirla aquí?, ¿qué gana la novela con ella? Que qué gana preguntas, lector: 21 páginas, ¿te parece poco? Vamos ya por la 212. Todo vale para el objetivo final de una novela, que es llegar a las 400 páginas. O más.
De retorno a 1916, la zarina insiste a sus hijas en que, a la vista del sesgo que está tomando la guerra, y como forma de reconciliarse con el pueblo enfadado, estaría bien que echasen una mano como enfermeras en los hospitales. La gran duquesa Tatiana se horroriza ante la idea de ver sangre y muertos, pero Anastasia, la enamorada del protagonista, el protagonista mismo, y otros amigos que piensan como ellos, la disuaden hablándole de la importancia que tiene la solidaridad en nuestros días, cómo hay que ayudar a los demás y cómo son muy importantes los proyectos colectivos. Empiezan a soltarle este discurso en la página 215 y en la página 222 la gran duquesa reacia a la colaboración queda, por fin, disuadida. Anastasia, inflamada por el discurso, le pide permiso a su padre para ir ella también a ayudar a los pobres soldados, pero el padre se lo deniega con la excusa de que es menor de edad. Cuando cumpla los dieciocho podrá ir. Anastasia se retira a sus aposentos refunfuñando, porque no sabe si podrá refrenar sus instintos solidarios y buen rollistas hasta entonces.
Viene luego un paseo de incógnito de la pareja Georgi-Anastasia por las orillas del Neva que —hazme caso, lector— mejor lo dejamos pasar.
Siguiendo la cuenta atrás de la otra historia, estamos en 1935 y la pareja de ancianos —que ya, evidentemente, no lo son—, recién llegada a Londres, se aloja en la casa de una tal señora Anderson. Hace tiempo que se ve venir el final de la novela —estoy seguro que tú también, lector, sabrás a lo que me refiero; es tan obvio— y estoy seguro que la introducción de esta mujer y, sobre todo, de su apellido: Anderson, tiene como objetivo dejar ahí un leve detalle, francamente ridículo, pero que servirá para que algún incauto piense: “he aquí una clave”, y a ver si hay suerte y puede dispararse la polémica y surgir otro código Da Vinci. Otra razón, salvo esa de meter a alguien con el apellido Anderson, no hay para este capítulo, que se va todo en hacer que los protagonistas acudan al cine a ver Ana Karenina y se queden en casa a oír por la radio conciertos de Tchaikovsky, y emocionarse en ambos casos como manda el tópico.
Así pasan los días y, lo que es más importante, así pasan las páginas. En frase que parece ser hoy día definitoria para un libro bueno, éste “se lee de un tirón”. Efectivamente. No ha pasado nada relevante hasta ahora (puedes volver atrás sobre la crítica a comprobarlo) pero el caso es que, sin sentir, andamos ya por la página 250. Eso es lo que importa, el tirón.
¡Pero Boyne no ha sacado aún el partido que merece a Rasputín! Se nota que le tenía ahí aparcado, para sacarle a escena cuando se requiriera un golpe de efecto. “Calienta, que vas a salir pronto a la cancha”, parece decirle el autor en la pág. 252 y, ciertamente, apenas una página después, ya tenemos al staretz en medio de una fiesta organizada por él y a la que acude el protagonista engañado. Una fiesta llena de mujeres peligrosas y semidesnudas que le dan la bienvenida con movimientos lascivos. El protagonista se quiere ir —¡realmente se quiere ir!—, firme en el amor que le guarda a Anastasia, pero el pérfido monje le echa algo en la bebida , que le deja mareado y… total, que se tiene que quedar allí a dormir. A la mañana siguiente, cuando se levanta y nota, y siente, y palpa que el monje le ha pervertido, imbuido por el amor que le tiene a Anastasia y por el lema “Di no a las drogas”, toma una pistola y decide ir a por Rasputín. Pero, para su desgracia, ya se le han adelantado. Esa misma noche, el príncipe Yusupov ha invitado al monje a cenar a su casa y allí ha acabado con él. Quiere la suerte que el protagonista y el príncipe se encuentren llegando el uno y saliendo el otro del escenario del crimen. Yusupov, hombre de natural expansivo, comienza a describirle al protagonista cómo ha sido el asesinato, en plan resumen de un párrafo, casi con las mismas palabras con que el hecho aparecerá narrado, años después, en distintos libros de divulgación y en la Wikipedia. A Yusupov le ha ayudado un compinche, que esta ahí, al lado de ellos mientras hablan, pero cuyo nombre no se cita porque no aparece en ninguna enciclopedia. ¡¡Pero aún queda un último golpe de efecto!! Mientras Yusupov le está recitando al otro el trabajo escolar que ha hecho sobre la muerte de Rasputín, éste, que parecía muerto, se incorpora de pronto con una sonrisa diabólica, y no tienen más remedio que darle otro tiro, cogerle entre los tres y arrojarle al río helado.
De nuevo, cualquier lector medio ha leído alguna vez sobre las circunstancias del (costoso) asesinato de Rasputín y sus tres “fases”: el envenenamiento, los tiros y el ahogamiento. No había forma de acabar con él. Esto, repito, lo sabe cualquiera que haya leído un poco, no es que yo esté especialmente instruido. Como ocurrió con la hemofilia del zarevich, narrar aquí este episodio de forma tan zarrapastrosa, haciendo llegar al otro entre los tiros y el ahogamiento, sólo es muestra de la estética cutre de Boyne y del pobre concepto que tiene de sus lectores.
1917: el zar firma la abdicación en un vagón de tren. Boyne nos narra las conversaciones que tienen el emperador y su mujer antes de la firma (ella está furiosa porque han asesinado a Rasputín), y asimismo la charla íntima entre el zar y el protagonista en el vagón del tren —el emperador le cuenta al hijo del mujik unos sueños lúgubres que ha tenido—. Todo esto es antes de que llegue el general Ruzski, ante quien debe abdicar. En el vagón están solos el zar, el protagonista y el general… ¿nadie más?, parecen mirarse los tres, atónitos… no, nadie más, ellos tres solos, porque sospecho que Boyne no tiene ni la menor idea de cómo será una ceremonia oficial de este tipo, ni la menor imaginación para suponerla, ni ganas de documentarse. Cómo será de paupérrima la escena y a qué extremo estará falta de presupuesto y literatura este libro, que el propio protagonista ha de servir de testigo en la firma de la abdicación, por la simple razón de que Boyne es incapaz de imaginarse siquiera sea un subteniente, un asistente, un revolucionario, siquiera sea un ministro de la Duma con levita.
Por supuesto, no se ha hecho hasta ahora ni la menor mención a Kerensky, ni a Kornilov, ni al príncipe de Lvov, ni a ningún otro protagonista de la Revolución de Febrero —con que salga el general un par de páginas, vale, habrá pensado Boyne—, ni han aparecido por allí —pedir unas pinceladas psicólogo-literarias sobre ellos ya sería excesivo— Lenin o Troski, ni se han tratado, siquiera mencionado, los sucesos que estuvieran teniendo lugar en San Petersburgo. Bah, nada de eso. ¿Para qué? Aquí lo que interesa es el romance cursi, banal, superficial del protagonista y la zarina, y la gran pregunta es si el destino puede separar a dos enamorados. Eso es lo importante. Eso y que se lea de un tirón.
Hemos entrado ya en el último centenar de páginas. 25 se resuelven con la historia de un amigo pintor que encontró el matrimonio “regresivo” en París a su llegada allí en 1922, y cómo fue acusado del asesinato de un gendarme, pero no le quiso matar, que fue un accidente… En fin, un episodio sin conexión alguna con lo que sigue ni con lo que antecede, lo cual puede admitirse en una obra pura de ficción, pero no olvidemos que esto se presenta, y sobre todo se vende, como una novela que trata sobre los últimos días de los Romanov. De la 323 a la 337, todas estas páginas se le van al protagonista en intentar averiguar adónde han llevado a la familia real, de la que fue separado ya no me acuerdo cómo, lector, si te soy sincero. Al final, el protagonista lo descubre con un método tan ingenioso como darle unas monedas a un guardia y pedirle que se lo revele en confianza. Casi quince páginas para esto, que un escritor de raza habría resuelto en un párrafo, todo lo más en una escena, y transmitiendo, además, angustia y emoción (con sus idas y venidas, Boyne sólo consigue transmitirnos cansancio y dolor de pies). Pero claro, entonces las novelas no tendrían 400 páginas ni podrían venderse a 20 euros. Por lo menos.
El matrimonio “regresivo” ha desembocado en 1919, casi en el mismo año que el protagonista anda de aquí para allá en busca de la familia imperial. Quince páginas aquí para describirnos su boda, que fue muy modesta en un piso de París. Quedan apenas cincuenta páginas para que acabe la novela y mucho me temo que Boyne ya no va a presentarnos a nadie de la época, ni siquiera a los sirvientes de la casa que también fueron asesinados; ya está claro que no va a trazarnos ningún retrato psicológico, ni a revelarnos ningún detalle significativo. Apenas queda espacio ya, por desgracia o por suerte.
Si antes he dicho que el capítulo de la llegada del protagonista al Palacio de Invierno era, posiblemente, el más cochambroso que haya leído nunca, el episodio con el que concluye la novela no le anda muy lejos, y si me dan a elegir entre los dos me pondrían en un brete. Pero juzgue el lector. El protagonista llega, por fin, ante la casa Ipatiev, donde los revolucionarios tienen recluida a la familia imperial. Cuando está vigilando la mansión para ver lo que puede averiguar, o dar con un modo de acceder a los prisioneros, mira de pronto al suelo y (pág. 367) se encuentra una cartera en el suelo llena de billetes. “Miré alrededor para comprobar si alguien me había visto, pero nadie me prestaba atención, de modo que me metí el dinero en el bolsillo, entusiasmado con mi buena suerte”. Como lo lees, lector, con estos elementos se resuelven los modernos best-sellers. Ah, pero la cosa no va a ser tan fácil, porque Giorgi, que es un tío legal, en un primer momento piensa en devolver el dinero a su legítimo propietario, llevarlo a comisaria o poner un anuncio de su hallazgo, por si alguien lo reclama, pero luego, después de pensarlo un poco, decide quedárselo. Y se disculpa: “Hice lo que habría hecho cualquiera en mi empobrecida y hambrienta situación: me lo quedé”. ¿Qué te creías, lector, que la resolución de esta novela iba a ser tan fácil, de este modo rublo ex machina? Nada de eso: como ves, el protagonista tuvo que luchar con su conciencia. En esta vida, desde luego, nada es fácil.
Pero el capítulo no ha terminado todavía. Aún hay más. De una manera completamente confusa, Giorgi logra establecer comunicación con los prisioneros y convence a su amada Anastasia para que esa misma noche se escabulla, aprovechando las sombras, a un bosque cercano a decirse ternuras. Recién caída la noche, y esperando a su amada, Giorgi oye de pronto un estruendo de disparos en la casa. Asustado con el ruido, va a correr hacia la casa, pero en ese momento aparece su amada Anastasia, despeinada y jadeante. Cuando consigue recuperar el habla, la zarina le cuenta a su amado que, estando ya a punto de salir de la mansión, un pie de hecho ya en la calle, sintió que llegaban unos revolucionarios y conducían a su familia a una habitación. Su padre, el zar, la vio entonces por una ventana de esa habitación y con un gesto disimulado le dijo que se fuese, que se alejase. Y acto seguido comenzaron los disparos…
¿Qué importa que, en la realidad, los hechos ocurrieran no de noche, sino de madrugada?, ¿qué que la matanza sucediera en un sótano, donde no hay ventanas?, ¿qué que se reuniese a familia y sirvientes con el engaño de que iban a hacerles una fotografía y qué que el zar fuese el primer sorprendido cuando el jefe del pelotón sacó la pistola?, No importa que, según testigos presenciales, apenas tuviera tiempo de decir” “pero…” antes de caer muerto; la realidad está hecha para transgredirla, y nada supone un freno para Boyne a la hora de lanzarse de cabeza al disparate y superar las cimas, ya que ya antes colocó bastante altas, de la estupidez.
Comoquiera que sea, la pareja escapa entre los árboles del bosque, y con ese dinero que providencialmente encontró Giorgi en el suelo unos días antes, les da para salir del país, llegar a París, alquilar un pisito… Tienen que pasar unos cuantos apuros económicos, bien es verdad, porque el autor creyó ya inverosímil dejarles en el suelo, en vez de unos cientos de rublos, unos millones. O quizás es que no se le ocurrió. De todos modos, ningún obstáculo hay insalvable para dos enamorados.
Y ya estamos a sólo diez páginas del final, de las 400 hojas justas. Es entonces cuando Boyne juega su carta definitiva: vuelve a 1981, fecha de inicio de la novela, y nos revela que la mujer del anciano, la que acaba de morir víctima del cáncer, no es en realidad Zoya, como decía llamarse, ¡¡sino la gran duquesa Anastasia!! ¡¡Pero qué sorpresa!! —exclama el lector, alucinado—, ¡¡no lo hubiera sospechado nunca!! Pues así es —dice Boyne, sacudiéndose una mota de polvo del hombro y asombrado él mismo de su pericia literaria y del modo cómo ha culminado esta fantástica creación novelesca que, no lo dudo, le volverá a procurar el reconocimiento unánime y le aupará otra vez a la lista de los más vendidos. Pero, eso sí, la obra ha de leerse de un tirón, porque en cuanto se pare uno un momento a hacer una lectura atenta, y ya no digamos a reflexionar un poco, entonces se desmorona todo el tinglado.
Septiembre de 2010
Me está bien empleado, por morboso. Y por desmemoriado. Morboso porque siento una especial atracción por los grandes crímenes de la Humanidad —como imagino, por otra parte, que bastante gente, y de eso parten muchos éxitos de ventas—, y dentro de esos grandes crímenes está la ejecución, o el asesinato, de los Romanov en los primeros días de la Revolución Rusa. Igual que con el guillotinamiento de Luis XVI y de María Antonieta, igual que con los sucesos de la noche de San Bartolomé, o el asalto último a la fortaleza de los cátaros, entre otros sucesos trágicos, la sangre, los gritos, los impactos ejercen en mí como una especie de fascinación y a veces me estremezco ante pequeños detalles que se revelan en las páginas, nimiedades como una última palabra dicha antes de caer, un gesto postrero, una última petición al verdugo, la reacción de la multitud ante el cadalso…
Soy morboso, lo sé, y quizás por ello, y en justo castigo, me esté bien empleado lo que me ha ocurrido con la última novela de John Boyne. ¿Y qué me ha ocurrido con la última novela de John Boyne, que parece tan grave?, te preguntarás. Pues que me la he leído, ahí es nada. Todo un castigo, también por mi desmemoria, porque yo me compré el libro atraído, repito, por el morbo que me produjo el título: La casa del propósito especial —que, como creo que todo el mundo sabe, es el nombre que dieron a la casa Ipatiev, el palacete de Ekaterimburgo donde encerraron a la familia imperial rusa, junto con sus sirvientes directos, y donde todos fueron finalmente aniquilados en la madrugada del 17 de julio de 1918—, y, una vez abiertas las páginas, recordé de pronto que el autor, John Boyne, era el mismo de El niño del pijama a rayas, grotesca, pueril e incluso ridícula historia que había leído hacía poco, atraído aquella vez, como las moscas, por el aroma de su fama y sus millones de lectores en todo el mundo. Esta vez no cabe echar la culpa a la multitud; esta vez caí yo por mí mismo, y quizás de los primeros.
No es labor de un crítico, ni siquiera de un crítico dilettante, juzgar una novela en función del modo en que él, el crítico, la hubiera escrito, sobre la manera en que hubiera dispuesto él, el crítico, los elementos o resuelto las escenas. Hacer una crítica prejuiciosa, en resumen. El crítico, por el contrario, debe calificar una obra de acuerdo al modo en que el autor la ha realizado. Dicha esta regla, me la salto por completo para decir que, ya que me habían vendido un libro con ese título, yo esperaba algún detalle nuevo sobre el terrible ametrallamiento, siquiera fuese una recopilación y puesta en orden, novelada si se quiere, de lo que se sabe sobre el asunto. Esperaba, quizás, algún retrato psicológico de Yurovsky, el mando bolchevique que dirigía el comando ejecutor; alguna recreación de los días febriles en que, finalmente, se tomó la decisión irrevocable; pinceladas vívidas y emocionantes, cuantas más mejor, de los personajes que protagonizaron los hechos; incluso algo de sentimentalismo, si se quiere, sobre los cadáveres del zarevich y de las zarinas caídos (algunos de ellos sólo unos niños), o del médico y las sirvientes, inocentes de toda culpa. ¿Incluso un rasgo de humor, porque la situación no deja de tenerlo, sobre el hecho de que la familia imperial se cosiese las joyas en la ropa interior, tantas y de tanta calidad que algunos de los miembros no murieron al instante porque rebotaron las balas? Pues incluso eso podía tener cabida, ¿por qué no?, si estaba bien, y hasta regularmente contado.
Lo que no esperaba ni en la peor de mis predicciones era encontrarme con lo que finalmente me encontré: NADA. 397 páginas del más absoluto vacío. O peor: casi cuatrocientos folios que constituyen un auténtico timo, una verdadera estafa.
La novela comienza con una fecha: 1981. Se nos presenta a un emigrante ruso en Inglaterra que hace tiempo se ha jubilado de un trabajo bastante monótono. El hombre está casado y a su mujer le han detectado un cáncer. Buena parte de los capítulos iniciales se va en las idas y venidas de esta pareja al hospital para que a ella la hagan pruebas, revisiones, contrastes… Son muchas páginas sobre el particular; no me he tomado la molestia de contarlas, pero pongamos, grosso modo, que cien. Es decir, la cuarta parte de la novela se va en esto.
Entre medias, de vez en cuando, como el protagonista es un exiliado ruso, nos ofrece los recuerdos que tiene de su juventud en su tierra natal. Año 1915; el lector se endereza en el asiento: “Bien, se dice, parece que ya nos vamos a meter en situación”. Aldea perdida de Kashin, en el interior de Rusia. Aquí otro buen montón de páginas se le va al autor en decirnos (que no en describirnos, ni en novelarnos) que la gente era muy pobre allí y entonces, pero eso no es lo importante: lo importante es que él, en protagonista, es un poco alfeñique, en comparación con su mejor amigo, lo cual disgusta a su padre, hombre rudo y chapado a la antigua (en el año 1915 sospecho que la gente solía estar chapada de esa forma, pero es sólo una impresión); además de ello, esa diferencia de complexiones hace que su amigo Kolek se lleve a todas las chicas de calle, mientras que el protagonista no se come un rosco, pero al fin Giorgi, como se llama éste, no le guarda rencor a su amigo por eso, ya que éste, pese a todo, no consigue conquistar a la hermana mayor de Giorgi … ¿Te estás aburriendo, amigo lector, con todo esto? Pues imagínate yo, que lo tuve que leer del original durante, insisto, muchas, muchas páginas.
Por desgracia para la aldea, pero por suerte para el lector, un día pasa por allí el hermano del zar y la visita sacude toda esa monotonía… Aquí un inciso: es recurso de muy buena, de excelente literatura demorarse en lo anodino, aburrido, insustancial incluso de una situación como preludio de un cambio que vaya a suceder. Crear una atmósfera reposada antes del estallido de la acción. Pero en el caso de esta novela, juzgue el lector qué ambiente crea John Boyne entre las páginas 35 y 36:
La pesadez que padecía durante la infancia abandonó mis huesos cuando empecé a correr varios kilómetros todos los días alrededor del pueblo y a despertar temprano para nadar durante una hora en las gélidas aguas del río Kashinka, que corría allí cerca. Mi cuerpo se tonificó, los músculos de mi vientre se tornaron más definidos [es decir, un campesino de la Rusia zarista que se levanta pronto para hacer carrera continua, natación y abdominales] (…) En 1915, podía plantarme junto a Kolek y no sentirme avergonzado ante la comparación (…) Y había chicas a las que yo gustaba, lo sabía. No tantas como las que suspiraban por mi amigo, eso es cierto, pero aun así no me faltaba popularidad. Uno lee esto, cierra los ojos, y en su retina no surgen imágenes de la Rusia eterna, las noches blancas de Dostoievsky, los campos nevados de Gogol, las isbas y los tílburis de Tolstoi… Uno lee esto, cierra los ojos, y en su retina surge un episodio de Hannah Montana o de los Jonas Brothers.
Pero estaba diciendo que, por desgracia para la aldea, un día cruza por ella un hermano del zar. Por desgracia porque entonces Kolek, el amigo del protagonista, se acuerda de que el pueblo está oprimido y atenta contra su alteza el gran duque. El protagonista, nadie sabe muy bien por qué, ni cómo, se interpone entre medias de la pistola y su objetivo, recibiendo él el impacto de la bala y salvando así al gran duque. “Quiero a ese hombre para mi equipo”, parece decir éste, cuando se llevan al protagonista malherido. Y en efecto, apenas Giorgi se recupera, se lo llevan al Palacio de Invierno, en San Petersburgo, como parte del cortejo imperial. A su amigo Kolek lo ahorcan y, además de eso, ya no verá más a su familia, pero en realidad da igual, parece decir Boyne, “como ya no van a volver a salir en la novela…”. Así que todo ese… siendo benevolentes, digamos rollo… que nos había soltado anteriormente sobre si Giorgi y su hermana Asya estaban muy unidos, pero ella se peleaba mucho con Liska, que nació un año después, y toleraba apenas a la pequeña Talya ante la atenta mirada de su madre Yulia… todo eso, para nada. Otras cincuenta páginas, pongamos, inútiles.
Bien es verdad que varios capítulos después, la tal Asya, con la que se llevaba muy bien, llegará a San Petersburgo para pedirle a Giorgi un enchufe en palacio. Pero la escena se resuelve, rápidamente en este caso, con que Giorgi no la puede enchufar y entonces Asya se vuelve al limbo de los personajes amortizados. O mejor, de los personajes intrascendentes.
El gran duque, por cierto, lleva al protagonista hasta San Petersburgo, le introduce en palacio y luego desaparece de la novela para siempre; igualmente, un amigo que se hace Giorgi entre los soldados de camino a la ciudad, también, llegados a ésta, se evapora for ever. Diríase que los personajes de esta novela aparecen, actúan un rato, y se van para no volver. Son personajes como eventuales, con contrato de fin de obra, fichados a través de una ETT.
¿He dicho arriba que el gran duque introdujo al protagonista en palacio? Pues bien, ni siquiera eso: ¡¡le dejó en medio de un pasillo!! Giorgi solo en la inmensidad del espacio, pero sospecho que no para realzar su soledad, sino porque es obvio que Boyne ni sabe ni tiene capacidad para evocar cómo sería la Corte zarista por entonces, quién podría recorrer las estancias, qué ruidos se oirían, que olores se filtrarían, qué tacto, qué sabor incluso —en las buenas novelas, no sé cómo, hasta el paladar se impresiona— tendría el Palacio de Invierno en aquella época. Él sitúa a su protagonista en un pasillo largo, desierto, casi en la oscuridad, para que no tenga que fijarse en cuadros ni demás chorradas; todo lo más, a este lado, le abre una ventana para que vea, abajo, el puerto y cómo llega un barco; un barco que, según el protagonista imagina, está “a rebosar de comida y bebida”, y sobre su cubierta “una generación de príncipes y duquesas que reían y chismorreaban, como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo”. A raíz de ello, Boyne, por boca de su personaje, lanza una pequeña charla-diatriba-sermón-mitin sobre cómo es posible que unos vivan tan bien y otros tan mal (esa es, más o menos, la idea y parecido el tono) y en un momento de acaloramiento dice Giorgi que, aunque “no era como Versalles justo antes de la llegada de las carretas” se parecía mucho. Y bien: ¡es totalmente inverosímil que alguien de aquella época y de aquel extracto social, aislado además en su terruño, tuviera la menor noción sobre los episodios de la Revolución Francesa ni qué fuera y significase Versalles! ¿Querrá hacernos creer Boyne que su campesino en la Rusia zarista, después del entrenamiento diario, se cultivaba leyendo libros de Historia?, ¿que iba a la escuela nocturna?, ¿que se había apuntado a un curso CCC? Es una trampa muy burda atribuirle a un personaje así pensamientos de ese tono que, si acaso, sólo valen para que el autor engole la voz y deje establecido ante sus lectores que el está con los menos beneficiados, que es un tipo majete y solidario y que tiene un gran corazón. Y milagro que sólo se veía el río Neva desde el Palacio Imperial, que si se llega a ver el mar Ártico le hace abogar a Giorgi por la conservación de las ballenas o contra la caza de las focas.
Y ahora, entre las paginas 80 y 91, tiene lugar una de las escenas más ridículas que haya leído nunca. Más cutres y chapuceras. Bien es verdad que en las páginas anteriores, al asomarse a la susodicha ventana, el protagonista había visto que quienes bajaban del citado barco eran las cuatro hijas del zar (¡ya es casualidad llegar en ese momento!); también es cierto que, un poco más adelante, y por estirar las piernas, se había puesto a andar por el pasillo y tras una puerta entreabierta había visto a un hombre estrafalario y barbudo (Rasputín, lector, no mantendré la intriga) haciendo cosas raras con la zarina (rezando, en líneas generales). Pues bien, la escena que voy a resumir supera todo lo anterior. ¡Atentos! De vuelta de estirar las piernas y de nuevo en su sitio en el pasillo, se abre de pronto una puerta y aparece el zar. Con dos cojones, Nicolás II en persona. “Siento haberte hecho esperar —le dice a Giorgi Su Alteza Imperial, siempre tan campechano, mientras le invita a pasar a su despacho—, tenía muchos asuntos de Estado de que ocuparme”. Y entonces pasan al interior del despacho del zar, donde, como es lógico, se encuentran los dos solos, no hay nadie más, y pueden entonces conversar tranquilamente.
Pero espera, lector, que aún no ha acabado la escena. “Siéntate”, le dice más o menos el zar, al tiempo que él también se sienta, y a continuación le pregunta al otro por su lugar de nacimiento, sus familiares, sus estudios, en fin, por su currículum, como en cualquier entrevista de trabajo, Al mismo tiempo, sin embargo, y muy ladinamente, Nicolás II intenta sonsacar al campesino sobre sus inclinaciones políticas. ¡Realmente, esto es intolerable! Quiero decir, el modo en que algunos tipos como el zar se aprovechan de su condición de emperadores para meterse en asuntos ajenos. El campesino, sin embargo, es sumamente hábil, no se deja avasallar por el zar, y en poco tiempo le da la vuelta a la situación. No sé exactamente cómo, tanta es su habilidad, pero en apenas cinco líneas ahí tenemos al zar contándole al otro cómo vivió la tragedia de la muerte de su abuelo, Alejandro II, y cómo le afectó (a punto está, de hecho, de echarse a llorar en el hombro del campesino); después de esto, y en confianza, le deja tocar un huevo de Fabergé (quiero decir, un huevo fabricado por Fabergé) que había allí cerca, sobre una estantería; luego le lleva a un mapamundi, donde le señala el territorio de Rusia tal y como es entonces, en 1915, y al lado justo tiene otro mapa donde le indica como era dicho territorio, mucho menor, en 1613 (como si le dijera: “Aquí es donde vas a trabajar, somos una empresa en expansión”), y ya por último, antes de la despedida, el zar le cuenta al protagonista (“creo que puedo hacerte esta confidencia, Giorgi”) los problemas que tuvo el matrimonio real para concebir un hijo varón. Con esto acaba el capítulo y el campesino sale muy contento de la entrevista de trabajo, y agradecido al zar por su amabilidad. Y es que justo es reconocer que el zar ha estado muy amable. Bien podría aprender de él tanto directorucho de Recursos Humanos como hay por ahí, engreído y soberbio.
Leo en la solapa que John Boyne ha ganado dos Irish Book Awards y el Bisto Book of the Year Award, y ha sido finalista de los premios Borders Original Voices y Ottakar´s Children´s Boook Prices, además, naturalmente, de haberse convertido en un auténtico fenómeno de ventas en todo el mundo, “éxito que se ha repetido con su más reciente y madura novela [ésta que tengo entre garras]: La casa del propósito especial”. Pues yo tengo un primo que ganó el Teresa Herrera en la tanda de penaltis; claro que eso, comparado con lo de este fenómeno, es como no tener nada.
El protagonista, Giorgi, es finalmente contratado como guardaespaldas del zarevich, el príncipe heredero. Entre medias, pág. 113, y en un descanso de sus tareas, va a la biblioteca a conversar con el zar. El campesino y el hablan de política —el zar le confiesa que está preocupado por el curso de la guerra— y de otras cosas, como lo bello que es leer y la importancia que tiene la lectura en la formación de las personas. Derraman varias páginas de baba convencional, el típico “éxtasis ante la biblioteca repleta” que tan bien resulta entre los escritores hodiernos para darse pote de cultos y profundos, y luego el campesino da permiso al zar para abandonar la estancia.
Después de esto, el protagonista va a ver a las zarinas Olga, Tatiana, María y Anastasia, que están dando clases de francés, y como es de prever, apenas el protagonista y Anastasia cruzan sus miradas se enamoran. Las páginas que siguen de amor transido y excelente son para hacerse una colonoscopia. Ellos saben que su amor es imposible, pero en el fondo confían en que todo se arreglará de alguna manera. Y es que nada hay que temer del futuro cuando John Boyne es quien escribe. Seguro que habrá un final feliz: todos lo sabemos, y los protagonistas los primeros.
Luego viene un montón de páginas en torno a una confusión bastante boba. A Giorgi le han contratado como guardaespaldas del zarevich, pero nadie le ha dicho que éste es hemofílico, por lo que le deja jugar a lo que quiera. Hasta que a mediados de la página 137 el niño se cae de un árbol y entonces la emperatriz, alterada, lleva al campesino a un aparte y le revela, en apenas cuatro páginas, “le dije a Nico [por el zar] que deberíamos habértelo explicado”, la enfermedad del heredero y que, por tanto, costará mucho reparar el rasguño que se ha hecho. La cosa al final concluye bien, porque Giorgi, muy sensatamente, considera que los zares, con todo eso de la guerra y las revueltas obreras, tienen muchas cosas en la cabeza y les disculpa por no haberle informado.
Bromas aparte, salvo que éste sea el primer libro (y último, a la vista de su calidad) que uno lea en su vida, cualquier lector medianamente formado sabe de la hemofilia del zarevich. Pintar una cosa, tan sabida, como un gran misterio a lo largo casi de una veintena de páginas sólo demuestra el perfil de sus lectores y el grado de formación que les supone Boyne mientras escribe.
Pocas páginas después, y con parecida rimbombancia, desvelará a sus asombrados lectores que Rasputín, aquel monje extraño que había vislumbrado varias páginas más arriba, pulula por la Corte y tiene tanta influencia en los zares porque se ha presentado como el único que puede curar al zarevich de sus dolencias. Sorpresa tras sorpresa, La casa del propósito especial avanza a un ritmo trepidante. Andamos ya por la pág. 180.
Si la novela, por un lado, sigue una cronología ascendente, de 1915 hacia adelante, por otro, que se va intercalando, por el lado que arranca en 1981, cuando el protagonista es anciano y a su mujer le detectan un cáncer, la historia discurre hacia detrás. Nos hallamos en 1941 y el protagonista trabaja en la biblioteca del Museo Británico. Alguien advierte que tiene acento ruso y un tipo le capta entonces para el servicio secreto. Su misión va a ser traducir las comunicaciones y todos los escritos oficiales procedentes de la URSS. Grigori lo hace tan bien que al final le llevan a ver a Winston Churchill, para que éste le felicite. Churchill le recibe fumando un puro y le dice al agente que le ha captado: “Vaya tipo tan competente se ha conseguido”. Y luego, con la flema y el hieratismo propio de los británicos, le dice que buen trabajo y que ya se puede ir. Cualquiera podría pensar que Grigori, acostumbrado como estuvo en su infancia a las confesiones del zar, los lloriqueos de la zarina y los abrazos emocionados del gran duque, esto frío tratamiento de Sir Winston le ha decepcionado; pero no, enseguida se advierte que, a la hora de tratar con emperadores y primeros ministros, él prefiere, sin duda, el british style. Sea como sea, la historia del espionaje acaba en este punto y ya no se va a volver a hacer referencia a ella en todo el libro, ni puede deducirse que haya tenido una repercusión posterior. ¿A qué viene entonces introducirla aquí?, ¿qué gana la novela con ella? Que qué gana preguntas, lector: 21 páginas, ¿te parece poco? Vamos ya por la 212. Todo vale para el objetivo final de una novela, que es llegar a las 400 páginas. O más.
De retorno a 1916, la zarina insiste a sus hijas en que, a la vista del sesgo que está tomando la guerra, y como forma de reconciliarse con el pueblo enfadado, estaría bien que echasen una mano como enfermeras en los hospitales. La gran duquesa Tatiana se horroriza ante la idea de ver sangre y muertos, pero Anastasia, la enamorada del protagonista, el protagonista mismo, y otros amigos que piensan como ellos, la disuaden hablándole de la importancia que tiene la solidaridad en nuestros días, cómo hay que ayudar a los demás y cómo son muy importantes los proyectos colectivos. Empiezan a soltarle este discurso en la página 215 y en la página 222 la gran duquesa reacia a la colaboración queda, por fin, disuadida. Anastasia, inflamada por el discurso, le pide permiso a su padre para ir ella también a ayudar a los pobres soldados, pero el padre se lo deniega con la excusa de que es menor de edad. Cuando cumpla los dieciocho podrá ir. Anastasia se retira a sus aposentos refunfuñando, porque no sabe si podrá refrenar sus instintos solidarios y buen rollistas hasta entonces.
Viene luego un paseo de incógnito de la pareja Georgi-Anastasia por las orillas del Neva que —hazme caso, lector— mejor lo dejamos pasar.
Siguiendo la cuenta atrás de la otra historia, estamos en 1935 y la pareja de ancianos —que ya, evidentemente, no lo son—, recién llegada a Londres, se aloja en la casa de una tal señora Anderson. Hace tiempo que se ve venir el final de la novela —estoy seguro que tú también, lector, sabrás a lo que me refiero; es tan obvio— y estoy seguro que la introducción de esta mujer y, sobre todo, de su apellido: Anderson, tiene como objetivo dejar ahí un leve detalle, francamente ridículo, pero que servirá para que algún incauto piense: “he aquí una clave”, y a ver si hay suerte y puede dispararse la polémica y surgir otro código Da Vinci. Otra razón, salvo esa de meter a alguien con el apellido Anderson, no hay para este capítulo, que se va todo en hacer que los protagonistas acudan al cine a ver Ana Karenina y se queden en casa a oír por la radio conciertos de Tchaikovsky, y emocionarse en ambos casos como manda el tópico.
Así pasan los días y, lo que es más importante, así pasan las páginas. En frase que parece ser hoy día definitoria para un libro bueno, éste “se lee de un tirón”. Efectivamente. No ha pasado nada relevante hasta ahora (puedes volver atrás sobre la crítica a comprobarlo) pero el caso es que, sin sentir, andamos ya por la página 250. Eso es lo que importa, el tirón.
¡Pero Boyne no ha sacado aún el partido que merece a Rasputín! Se nota que le tenía ahí aparcado, para sacarle a escena cuando se requiriera un golpe de efecto. “Calienta, que vas a salir pronto a la cancha”, parece decirle el autor en la pág. 252 y, ciertamente, apenas una página después, ya tenemos al staretz en medio de una fiesta organizada por él y a la que acude el protagonista engañado. Una fiesta llena de mujeres peligrosas y semidesnudas que le dan la bienvenida con movimientos lascivos. El protagonista se quiere ir —¡realmente se quiere ir!—, firme en el amor que le guarda a Anastasia, pero el pérfido monje le echa algo en la bebida , que le deja mareado y… total, que se tiene que quedar allí a dormir. A la mañana siguiente, cuando se levanta y nota, y siente, y palpa que el monje le ha pervertido, imbuido por el amor que le tiene a Anastasia y por el lema “Di no a las drogas”, toma una pistola y decide ir a por Rasputín. Pero, para su desgracia, ya se le han adelantado. Esa misma noche, el príncipe Yusupov ha invitado al monje a cenar a su casa y allí ha acabado con él. Quiere la suerte que el protagonista y el príncipe se encuentren llegando el uno y saliendo el otro del escenario del crimen. Yusupov, hombre de natural expansivo, comienza a describirle al protagonista cómo ha sido el asesinato, en plan resumen de un párrafo, casi con las mismas palabras con que el hecho aparecerá narrado, años después, en distintos libros de divulgación y en la Wikipedia. A Yusupov le ha ayudado un compinche, que esta ahí, al lado de ellos mientras hablan, pero cuyo nombre no se cita porque no aparece en ninguna enciclopedia. ¡¡Pero aún queda un último golpe de efecto!! Mientras Yusupov le está recitando al otro el trabajo escolar que ha hecho sobre la muerte de Rasputín, éste, que parecía muerto, se incorpora de pronto con una sonrisa diabólica, y no tienen más remedio que darle otro tiro, cogerle entre los tres y arrojarle al río helado.
De nuevo, cualquier lector medio ha leído alguna vez sobre las circunstancias del (costoso) asesinato de Rasputín y sus tres “fases”: el envenenamiento, los tiros y el ahogamiento. No había forma de acabar con él. Esto, repito, lo sabe cualquiera que haya leído un poco, no es que yo esté especialmente instruido. Como ocurrió con la hemofilia del zarevich, narrar aquí este episodio de forma tan zarrapastrosa, haciendo llegar al otro entre los tiros y el ahogamiento, sólo es muestra de la estética cutre de Boyne y del pobre concepto que tiene de sus lectores.
1917: el zar firma la abdicación en un vagón de tren. Boyne nos narra las conversaciones que tienen el emperador y su mujer antes de la firma (ella está furiosa porque han asesinado a Rasputín), y asimismo la charla íntima entre el zar y el protagonista en el vagón del tren —el emperador le cuenta al hijo del mujik unos sueños lúgubres que ha tenido—. Todo esto es antes de que llegue el general Ruzski, ante quien debe abdicar. En el vagón están solos el zar, el protagonista y el general… ¿nadie más?, parecen mirarse los tres, atónitos… no, nadie más, ellos tres solos, porque sospecho que Boyne no tiene ni la menor idea de cómo será una ceremonia oficial de este tipo, ni la menor imaginación para suponerla, ni ganas de documentarse. Cómo será de paupérrima la escena y a qué extremo estará falta de presupuesto y literatura este libro, que el propio protagonista ha de servir de testigo en la firma de la abdicación, por la simple razón de que Boyne es incapaz de imaginarse siquiera sea un subteniente, un asistente, un revolucionario, siquiera sea un ministro de la Duma con levita.
Por supuesto, no se ha hecho hasta ahora ni la menor mención a Kerensky, ni a Kornilov, ni al príncipe de Lvov, ni a ningún otro protagonista de la Revolución de Febrero —con que salga el general un par de páginas, vale, habrá pensado Boyne—, ni han aparecido por allí —pedir unas pinceladas psicólogo-literarias sobre ellos ya sería excesivo— Lenin o Troski, ni se han tratado, siquiera mencionado, los sucesos que estuvieran teniendo lugar en San Petersburgo. Bah, nada de eso. ¿Para qué? Aquí lo que interesa es el romance cursi, banal, superficial del protagonista y la zarina, y la gran pregunta es si el destino puede separar a dos enamorados. Eso es lo importante. Eso y que se lea de un tirón.
Hemos entrado ya en el último centenar de páginas. 25 se resuelven con la historia de un amigo pintor que encontró el matrimonio “regresivo” en París a su llegada allí en 1922, y cómo fue acusado del asesinato de un gendarme, pero no le quiso matar, que fue un accidente… En fin, un episodio sin conexión alguna con lo que sigue ni con lo que antecede, lo cual puede admitirse en una obra pura de ficción, pero no olvidemos que esto se presenta, y sobre todo se vende, como una novela que trata sobre los últimos días de los Romanov. De la 323 a la 337, todas estas páginas se le van al protagonista en intentar averiguar adónde han llevado a la familia real, de la que fue separado ya no me acuerdo cómo, lector, si te soy sincero. Al final, el protagonista lo descubre con un método tan ingenioso como darle unas monedas a un guardia y pedirle que se lo revele en confianza. Casi quince páginas para esto, que un escritor de raza habría resuelto en un párrafo, todo lo más en una escena, y transmitiendo, además, angustia y emoción (con sus idas y venidas, Boyne sólo consigue transmitirnos cansancio y dolor de pies). Pero claro, entonces las novelas no tendrían 400 páginas ni podrían venderse a 20 euros. Por lo menos.
El matrimonio “regresivo” ha desembocado en 1919, casi en el mismo año que el protagonista anda de aquí para allá en busca de la familia imperial. Quince páginas aquí para describirnos su boda, que fue muy modesta en un piso de París. Quedan apenas cincuenta páginas para que acabe la novela y mucho me temo que Boyne ya no va a presentarnos a nadie de la época, ni siquiera a los sirvientes de la casa que también fueron asesinados; ya está claro que no va a trazarnos ningún retrato psicológico, ni a revelarnos ningún detalle significativo. Apenas queda espacio ya, por desgracia o por suerte.
Si antes he dicho que el capítulo de la llegada del protagonista al Palacio de Invierno era, posiblemente, el más cochambroso que haya leído nunca, el episodio con el que concluye la novela no le anda muy lejos, y si me dan a elegir entre los dos me pondrían en un brete. Pero juzgue el lector. El protagonista llega, por fin, ante la casa Ipatiev, donde los revolucionarios tienen recluida a la familia imperial. Cuando está vigilando la mansión para ver lo que puede averiguar, o dar con un modo de acceder a los prisioneros, mira de pronto al suelo y (pág. 367) se encuentra una cartera en el suelo llena de billetes. “Miré alrededor para comprobar si alguien me había visto, pero nadie me prestaba atención, de modo que me metí el dinero en el bolsillo, entusiasmado con mi buena suerte”. Como lo lees, lector, con estos elementos se resuelven los modernos best-sellers. Ah, pero la cosa no va a ser tan fácil, porque Giorgi, que es un tío legal, en un primer momento piensa en devolver el dinero a su legítimo propietario, llevarlo a comisaria o poner un anuncio de su hallazgo, por si alguien lo reclama, pero luego, después de pensarlo un poco, decide quedárselo. Y se disculpa: “Hice lo que habría hecho cualquiera en mi empobrecida y hambrienta situación: me lo quedé”. ¿Qué te creías, lector, que la resolución de esta novela iba a ser tan fácil, de este modo rublo ex machina? Nada de eso: como ves, el protagonista tuvo que luchar con su conciencia. En esta vida, desde luego, nada es fácil.
Pero el capítulo no ha terminado todavía. Aún hay más. De una manera completamente confusa, Giorgi logra establecer comunicación con los prisioneros y convence a su amada Anastasia para que esa misma noche se escabulla, aprovechando las sombras, a un bosque cercano a decirse ternuras. Recién caída la noche, y esperando a su amada, Giorgi oye de pronto un estruendo de disparos en la casa. Asustado con el ruido, va a correr hacia la casa, pero en ese momento aparece su amada Anastasia, despeinada y jadeante. Cuando consigue recuperar el habla, la zarina le cuenta a su amado que, estando ya a punto de salir de la mansión, un pie de hecho ya en la calle, sintió que llegaban unos revolucionarios y conducían a su familia a una habitación. Su padre, el zar, la vio entonces por una ventana de esa habitación y con un gesto disimulado le dijo que se fuese, que se alejase. Y acto seguido comenzaron los disparos…
¿Qué importa que, en la realidad, los hechos ocurrieran no de noche, sino de madrugada?, ¿qué que la matanza sucediera en un sótano, donde no hay ventanas?, ¿qué que se reuniese a familia y sirvientes con el engaño de que iban a hacerles una fotografía y qué que el zar fuese el primer sorprendido cuando el jefe del pelotón sacó la pistola?, No importa que, según testigos presenciales, apenas tuviera tiempo de decir” “pero…” antes de caer muerto; la realidad está hecha para transgredirla, y nada supone un freno para Boyne a la hora de lanzarse de cabeza al disparate y superar las cimas, ya que ya antes colocó bastante altas, de la estupidez.
Comoquiera que sea, la pareja escapa entre los árboles del bosque, y con ese dinero que providencialmente encontró Giorgi en el suelo unos días antes, les da para salir del país, llegar a París, alquilar un pisito… Tienen que pasar unos cuantos apuros económicos, bien es verdad, porque el autor creyó ya inverosímil dejarles en el suelo, en vez de unos cientos de rublos, unos millones. O quizás es que no se le ocurrió. De todos modos, ningún obstáculo hay insalvable para dos enamorados.
Y ya estamos a sólo diez páginas del final, de las 400 hojas justas. Es entonces cuando Boyne juega su carta definitiva: vuelve a 1981, fecha de inicio de la novela, y nos revela que la mujer del anciano, la que acaba de morir víctima del cáncer, no es en realidad Zoya, como decía llamarse, ¡¡sino la gran duquesa Anastasia!! ¡¡Pero qué sorpresa!! —exclama el lector, alucinado—, ¡¡no lo hubiera sospechado nunca!! Pues así es —dice Boyne, sacudiéndose una mota de polvo del hombro y asombrado él mismo de su pericia literaria y del modo cómo ha culminado esta fantástica creación novelesca que, no lo dudo, le volverá a procurar el reconocimiento unánime y le aupará otra vez a la lista de los más vendidos. Pero, eso sí, la obra ha de leerse de un tirón, porque en cuanto se pare uno un momento a hacer una lectura atenta, y ya no digamos a reflexionar un poco, entonces se desmorona todo el tinglado.
Septiembre de 2010
domingo
LOS ENIGMAS OBVIOS
Crítica acompasada de la novela El símbolo perdido, de Dan Brown.
Sólo 3 personas en el mundo, 3, habían tenido ocasión de leer el manuscrito de la nueva novela de Dan Brown, El símbolo perdido, antes de que fuera entregado a la imprenta. Esto, al menos, proclamaba la prensa, entre asombrada y fascinada por tamaño secretismo. Tres personas que, según también indicaban algunos medios, cuando el libro viese la luz serían encerradas de por vida en las cámaras acorazadas de Random House, como hacían los faraones con sus arquitectos, para que no trasmitieran nunca el secreto de la composición.
Para completar la parafernalia, en aquellos países en que el texto no iba a salir en su lengua original la traducción se repartió entre varios equipos distintos, incomunicados entre sí para que el uno no le soplara su parte al otro y de esta manera acabaran reconstruyendo el cuadro final. Y lo que era peor: ¡se lo comunicasen a los periodistas antes de la premiere mundial! Aislados, pues, en diferentes edificios cercados con vallas electrificadas, guardias con perros en continuas rondas, y sometidos a exhaustivos cacheos para que nadie pudiera deslizar fuera un solo papel, así tuvieron que trabajar los traductores. Para que luego digan que la industria editorial no se preocupa por la calidad del producto.
El caso es que, impresionado, e intimidado, con todo este aparato, compré el libro apenas llegó el trailer a las librerías y descargaron de él el primer pallet. El símbolo perdido, la novela más esperada después de El código Da Vinci. Ansiosamente me lance a leer la primera página donde había letras, pág. 9. Se titula “Los hechos” y comienza así: “En 1991, el director de la CIA ocultó un documento en su caja fuerte. Hoy en día el documento todavía permanece allí dentro”. ¿Habrase visto alguna vez suceso parecido? Desde luego, la nueva novela de Dan Brown promete desde el primer momento una acción espectacular.
Pero entramos ya en el prólogo, pág. 11. Se inicia así: “Casa del Templo.20.33 horas”. A mí esto me suena un poco raro, quiero decir lo de situar la acción en un espacio como religioso y metafísico y luego consignar las horas de esa forma cronometrada y digital, como con un reloj Casio. Sería algo así como decir: “Interior de la catedral de Burgos, 14.16 horas” o “el sol se filtraba por las vidrieras de Notre-Dame con extraordinario colorido a las 12:22”. A mí, ya digo, me suena un poco chapucero, pero es cierto que la literatura ha cambiado mucho y quién soy, piltrafilla, para discutir los métodos más vendidos de narrar.
En esta misma página, al final, se nos dice respecto a unos individuos que “de sus cuellos colgaban joyas ceremoniales que brillaban cual ojos fantasmales”. Y apenas llevo leídas quince líneas. Sin embargo, ya entiendo que al lector no le interesan estas cuestiones estilísticas, que él se pregunta por la chicha, por cuándo saldrá el malo, habrá un primer asesinato o se descubrirá algún Santo Grial. Consciente de ello, pasaré de largo ante estos grumos gramaticales; entre otras cosas también porque temo que, de detenerme en ellos, me podría eternizar.
Lanzo un suspiro de alivio en la página siguiente, al enterarme de que la citada Casa del Templo se halla en “el número 1733 de Sixteenth Street de Washington”. Lo celebro, de verdad. Celebro que Dan Brown se haya ceñido a una ciudad donde supongo que camina sobre seguro y no tendrá, pues, que recurrir a gansadas como las de El código Da Vinci, donde el malo se hallaba preso en un presidio de Andorra hasta que llegó un terremoto, lo derribó, y el hombre aprovecho la confusión para escapar y llegar andando hasta Oviedo. Ningún lector, que yo sepa, se quejó por esta trabucada, pero aun así el editor debió decirle a Dan Brown: “Tú, por si acaso, no te compliques demasiado. De Sixteeenth Street a Twentieth Street y para veinte euros que cuesta la novela la gente va que chuta”.
Total, que estamos dentro de la Casa del Templo, un espacio imponente con cierto aire a santuario y cuyos muros “eran como un calidoscopio de símbolos antiguos: egipcios, hebraicos, astronómicos, químicos, y otros todavía desconocidos”, concluye Brown, cubriéndose hábilmente las espaldas. Que había muchos símbolos, vamos. En este templo, que por lo que parece es un lugar de reunión de la masonería, se está procediendo a la ascensión de grado de diferentes hermanos, de acuerdo al aparatoso ritual del Gran Oriente. Entre los que van a ser ascendidos a la élite, la narración se detiene en un tipo “de musculosa constitución” que mientras bebe vino en un cráneo hueco se felicita porque, dentro de pocos días, la semana entrante a más tardar, llevará a cabo un plan terrible. “Pronto perderéis todo lo que más apreciáis”, se dice para sí.
En el capítulo siguiente, pág. 15, aparece ya Robert Langdon, el héroe de las novelas de Dan Brown. El autor nos lo presenta –¡ingenioso y nunca visto truco!- a bordo de un ascensor de la Torre Eiffel cuyos cables, de repente, se rompen y el héroe se precipita, ¡horror!, en el vacío. Pero no pasa nada: es una pesadilla y Langdon se despierta algo sobresaltado para comprobar que está a bordo de “un avión privado Falcon 2000EX (…) con motores duales Pratt & Whitney”. En El código Da Vinci, Langdon viajaba a bordo de un avión “Hawker 731 con motores Garret TFE-731”, me acuerdo bien. Pero se conoce que el editor, de nuevo, le ha dicho a Brown que en literatura no conviene repetirse y entonces Langdon viaja en otro avión.
Apenas aterrizar el avión en el aeropuerto Dulles, de Washington, sale a recibir al profesor una mujer de mediana edad que desde el principio se muestra impresionada por hallarse en presencia de Langdon en persona, el héroe novelístico hecho carne. A la mujer le sorprende, sobre todo, que Langdon no lleve corbata, a lo que nuestro tipo, siempre tan campechano y progresista, le cuenta en confianza que a él no le gustan las ataduras e informa a la mujer del origen romano de tal prenda, aunque algunos piensan, en realidad, que nació en Croacia, y en esta diatriba se emplea buena parte de la pág. 18. Una vez aclarado el asunto, Langdon se sube a una limusina que le está aguardando para conducirle al Capitolio, donde, al parecer, precisan de sus servicios.
Mientras Langdon el descorbatado va a ver para qué le quieren ahora los del Capitolio, la escena se traslada a un tal Mal´akh que, pronto nos enteramos (pág. 20), es aquél a quien los masones estaban aceptando en la cúspide de su organización. También pronto, nos enteramos de que no trama nada bueno. Es el malo de la novela, en fin; ya me extrañaba a mí que estaba tardado mucho en aparecer y la novela corría el riesgo de perder fuerza.
El tal Mal´akh está tatuándose a sí mismo el cuerpo con símbolos muy extraños de diversas religiones. Con ellos se ha tatuado por completo todo el cuerpo menos un pequeño círculo en su parte más avanzada… que, no te pienses mal, lector, es la coronilla. Después de mirarse ante el espejo, “soy una obra maestra”, procede a darse una muy gruesa capa de maquillaje que oculte su piel y le ayude a pasar inadvertido entre la gente normal, para de este modo llevar a cabo su plan. “Había esperado pacientemente… y esa noche sería por fin completado”.
Entretanto, Langdon está llegando al Capitolio. Ha tenido un día un poco duro, que rememora en la pág. 25. Después de despertarse a las cinco de la mañana y hacerse en la piscina sus cincuenta largos de rigor (en las otras novelas del personaje ya se ha comentado por extenso que fue jugador de la selección norteamericana de waterpolo, experiencia ésta que en un determinado momento de Ángeles y demonios le ayudó a escapar, al tirarse de cabeza desde un helicóptero al río Tíber, en Roma), después, como digo, de su ejercicio natatorio que le mantiene esbelto y apolíneo, estaba moliendo a mano “granos de café de Sumatra” con que acostumbra a desayunarse. Hasta aquí todo normal. Pero justo cuando el café estaba ya hecho, recibe una llamada del ayudante personal de su amigo Peter Solomon, “un prominente académico”, pidiéndole que vaya al Capitolio a dar una charla “a la élite cultural del país”. “Es que me iba a tomar un café”, parece amagar la réplica Langdon. “Venga, ande, hágalo por su amigo Solomon”, le replica el asistente personal de éste. “Bueno, vale, voy”, concede Langdon, y luego “metió algunos granos más de café en el molinillo. Un poco de cafeína extra para esta mañana, pensó. Hoy va a ser un día más largo”. Y con esta frase siempre enigmática acaba el capítulo 3.
Descripción del Capitolio, pero no es Langdon el que llega. Es el malo Mal´akh (pág. 30) con el brazo en cabestrillo y afectando una ligera cojera. Al ir a pasar por el detector de metales, el brazo pita. El malo aduce que tuvo un accidente de esquí y “bajo las vendas llevo un anillo. Tenía el dedo demasiado hinchado para poder sacármelo”. Le pasa entonces el guardia el detector manual y, en efecto, en el escáner se ve que hay un anillo. “Todo está en orden”, dice el guardia, y le deja pasar. Ignora el hombre que, mediante ese truco, Mal´akh acaba de introducir en el edificio “un poderoso objeto”, “Un regalo para el único hombre en la Tierra que me puede ayudar a obtener lo que busco”, concluye en plan misterioso.
Este recurso a la última frase enigmática del malvado donde se deja entrever que está tramando algo fatal ya la ha usado Brown lo menos cuatro veces en lo que llevamos de novela. Me parece a mí una técnica algo burda, algo así como si para crear misterio otro novelista hiciera a su malvado ir mascullando a cada poco: “¡la que estoy preparando!, ¡la que voy a liar!, se va a armar gorda!” Parecido a los feriantes que a voz en grito intentar atraer gente a su tómbola: ¡Siempre toca, siempre toca, un pito o una pelota!
En la pág. 37 es Langdon el que llega al Capitolio. “No era para nada lo que había esperado”, se nos dice en frase, como se ve, de gran enjundia literaria. Pero hemos quedado en que esas cosas de estilo quedan para los snobs, lo que importa es la acción y “Langdon se habría tomado una buena hora para admirar la arquitectura, pero apenas quedaban cinco minutos para el inicio de la conferencia”. Así que pasa dentro. Si por una cosa, y ahora hablo en serio, admiro a Brown y creo que ha hecho una aportación a la Literatura es por su amplia gama de recursos para escapar de las descripciones, como en este caso, como en tantos otros y como en aquel memorable en que, hallándose su héroe en un salón del Vaticano, se apañó con aquello de “era una sala que no se parecía en nada a cualquiera de las que había visto antes”, y trámite cumplido.
Langdon entra en el Capitolio portando una bolsa de deportes (pág. 38), como suele ser lo habitual. El de los rayos X, sin embargo, que antes había dejado pasar al malo, no repara demasiado en ella: está atónito por que el protagonista luzca en la muñeca derecha un reloj de Mickey Mouse. Langdon está muy orgulloso de él y el autor no menos: es el recurso que usa para darle al personaje literario un carácter, una identidad. Con lo cual, no llevar corbata, ser apuesto y haber jugado al waterpolo, ya está la personalidad completada en la pág. 39. Podemos seguir.
Camino de la sala donde va a obsequiar a la élite del país con una conferencia, Langdon reflexiona sobre cómo en toda la ciudad de Washington, y en especial en el Capitolio, abundan los símbolos masónicos. Despliega en varias páginas una defensa apasionada de dicha organización y refuta de un plumazo las acusaciones tanto de extravagantes como de conspiradores que se les han colgado a lo largo de la Historia, asegurando que “la verdad, seguramente, estaba en algún lugar intermedio”. Reafirmado en esa irrefutable hipótesis, acelera el paso y, según está dando el reloj las siete (pág. 47) abre las puertas para hacer su irrupción triunfal en la sala central del Capitolio.
Y he aquí unos los primeros grandes sustos de esta novela (pág. 50). En lugar de un amplio auditorio que se pusiera en pie y prorrumpiera en aplausos a la entrada del protagonista, el lector se encuentra con que el Salón Estatuario está vacío, “sólo un puñado de turistas que deambulaban sin rumbo fijo, ajenos a la estelar entrada de Langdon”. Turistas de alpargata y botellín, parece que se queda con ganas de descargar su desprecio el autor, pero no hay tiempo para entretenerse. En aquel momento, poco más o menos, Langdon tiene una conversación telefónica con un tipo que de pronto convierte su voz “en un susurro profundo y melifluo” para decirle: “Usted está aquí, señor Langdon, porque así lo he querido yo”. Y con este yo en cursiva se cierra el capítulo 8.
Yo ya me lo sospechaba, pero el capítulo 9 me lo confirma: era el malo el que llamaba. ¿Y qué quería? Decirle a Langdon que ha secuestrado a Peter Solomon, su amigo, y que sólo lo soltará si (pág. 54) Langdon encuentra y abre para él (para el malo Mal´akh) un misterioso portal. Pero, ¿cómo que un portal?, pregunta, palabra más o menos, Langdon; como no me dé más pistas. En aquel momento la comunicación se corta y en la sala de al lado suena un grito (pág. 55): ¡Ahhhhh! Langdon va a ver qué pasa y de pronto retrocede asustado: “La cabeza le comenzó a dar vueltas al darse cuenta de que estaba mirando [en el suelo] la mano cercenada de Peter Salomón”.
Justo es reconocer que esto no está mal, y si no de gran estilo literario, por lo de la cabeza giratoria, para los niveles de entretenimiento en que nos movemos la cosa resulta bastante divertida. Pero el crítico sabe que no debe confiarse, porque quedan todavía casi 600 páginas y estamos hablando de Dan Brown, un profesional del bestseller.
Al poco nos enteramos (pero era fácil de suponer) que quien ha introducido aquella mano cercenada en el Capitolio y la ha dejado en medio de la sala ha sido el hombre con el brazo en cabestrillo de varis capítulos atrás. Fíjate, lector, que lo que tapaba el yeso en realidad era esa mano amputada… pásmate; y aquí Brown se recuesta en el sillón, orgulloso de su ingenio. Pero ¿dónde estaba entonces la otra mano del malo?, ¿a la espalda? ¿Cómo?, se despereza Brown. Y si ambas manos estaban bajo la escayola, el guarda, al pasarle el escáner y mirar la pantalla, ¿no advirtió por rayos X que allí había dos radios, dos cúbitos, y al menos cuarenta huesos, entre falanginas y falangetas? Ah, bueno, protesta Brown, si vamos a empezar a fastidiar con detallitos, y a sacarle punta a todo, y no estamos por colaborar, así no hay novela que prospere.
La mano luce, al parecer (pág. 69), varios tatuajes que representan símbolos ancestrales, propios de “un mundo de antiguos misterios y sabiduría oculta”. Y de este modo misterioso (no vale reír) concluye el capítulo 13.
La novela pasa ahora a centrarse en Katherine Solomon, hermana del amigo súbitamente manco de Langdon. A Katherine se le ha habilitado una gran sala como laboratorio en el Museo Smithsonian, cercano al Capitolio. Un poco antes se nos ha presentado dicho Museo como un “pantagruélico edificio” (¡!), y uno estaría tentado de pedir cuentas por esto al traductor si no fuera porque sospecha que es traducción literal, que Brown no tiene la menor gracia literaria para definir un espacio. En este sentido, se avecina ahora uno de sus capítulos más “gloriosos” (pág. 73). Ocurre que Brown otra cosa no, pero es plenamente consciente de sus limitaciones, de su indigencia para describir un lugar con sentido literario, para buscar algo significativo más allá de la simple enumeración de objetos. Por ello ha desarrollado unos cuantos trucos con que disimular esta carencia. El que emplea en esta novela supera todo lo anterior. Resulta que, para ahorrarse descripciones (su punto flaco), Brown pinta el laboratorio de Katherine como “un cubo sin ventanas” situado al fondo de un espacio oscuro, oscurísimo, la tiniebla total. La mujer tiene, encima, prohibido dar la luz para llegar hasta él, así que, todos los días, Katherine debe dirigirse a su laboratorio a tientas. ¿Qué hay en aquella sala del Smithsonian que precede al laboratorio?, ¿cómo es?, ¿qué podemos encontrar de sugerente? Pues no se sabe. Como está todo oscuro.
El caso es que, en su laboratorio, Katherine está investigando sobre la ciencia noética. Dicha ciencia es calificada como “el eslabón perdido entre la ciencia moderna y el antiguo misticismo” (pág. 76). En resumen, quiere demostrar que nuestra mente tiene un potencial enorme y que si sabemos canalizar nuestra energía podemos cambiar el mundo. Porque resulta (yo no lo sabía) que estamos interconectados con todas las cosas y nuestro pensamiento, bien canalizado, puede influir sobre la materia y determinar incluso los sucesos y transformar nuestro destino. Dice Brown que esto lo ha leído en un libro de una tal Lynne McTagart y que es verdad. ¿Quién soy yo para contradecirle?, o mejor ¿para contradizcarle?
La ayudante de Katherine Solomon se llama Trish Dunne y es una mujer inteligentísima. Ambas, doctora y ayudante, son dos cerebros privilegiados. Eso dice Brown, claro, pero en realidad, cuando se juntan, como en la pág. 91, pueden estar páginas y páginas hablando sin decir nada inteligente. Se alaban su sabiduría y, un poco, su belleza; se recuerdan una a otra las últimas novedades tecnológicas y comentan lo mucho que ha cambiado el mundo en los últimos años gracias a Internet… En general, vaciedades. Nada dicen que nos demuestre su inteligencia, su cultura, su potencial superior. Y es que esto es algo que a Dan Brown de seguro, y a tantos otros escritores de best sellers seguramente, se le escapa, aun con ser la primera ley de la novelística: el autor no tiene que proclamar si los personajes son listos, tontos, sensibles o cínicos, lo que tiene que hacer es “mostrar” su manera de ser, que el lector la deduzca de sus conversaciones, de sus actuaciones, de sus pensamientos si quiere.
Volvemos al Capitolio y a la mano cercenada. Hace algunas páginas que se ha presentado en el lugar la CIA. Su directora fuma, por lo que enseguida se echa de ver que no es persona muy de fiar, y encima se porta muy bruscamente con Langdon, el apuesto waterpolista. Éste intenta explicar a la nicotínica mujer que eso del portal se ha usado mucho a lo largo de los tiempos pero a modo de metáfora, como la puerta que da acceso a la sabiduría ancestral del ser humano, un saber supremo que puede convertir a los hombres poco menos que en semidioses. “Buscar un portal `literal’ sería como buscar las puertas del cielo”, acaba por desesperarse Langdon en la pág. 105. La directora de la CIA no acaba de creérselo. Esta gente de la CIA nunca se cree nada.
Tras un largo rato en que Langdon, la directora de la CIA y el jefe de la seguridad del Capitolio han estado observando la mano amputada, descubren (pág. 125) que en ella hay tatuado lo siguiente: IIIX 5B5. ¿Qué podrá significar?, se preguntan inquietos. Después de un largo rato aventurando significados, cuarenta páginas en concreto que Brown aprovecha para largar toda su documentación sobre los masones, advierten que si dan la vuelta a la mano lo que pone es SBS XIII. ¡El trastero numero 13 del subsuelo del Capitolio! Los tres salen para allí más que deprisa, orgullosos de su poder de deducción.
Durante todas estas páginas, el malo Mal´akh ha estado insistiendo al bueno Langdon en que él tiene algo muy importante que le puede abrir la puerta que está buscando. Langdon, así de pronto, no cae en qué puede ser. En la pág. 132 he aquí que el protagonista se acuerda de pronto que hace un tiempo su amigo Solomon le dio una cajita que decía contener un objeto poderosísimo que podía transformar el mundo, y le pidió el favor de que se lo guardase. Langdon accedió y luego, con tantas cosas como tiene un protagonista en la cabeza, se le olvidó. Menos mal que en aquel momento lo lleva encima.
De camino al sótano, Langdon le va explicando a la directora de la CIA cómo los constructores egipcios de pirámides atesoraron una sabiduría inmensa que, a través del tiempo, ha acabado por recalar en los masones. Como esa poderosa sabiduría, de caer en manos inadecuadas, podría provocar la destrucción del mundo, “los masones construyeron (pág. 166) [aquí, en Estados Unidos] una fortaleza impenetrable, una pirámide oculta diseñada para proteger los antiguos misterios hasta el día en que toda la humanidad estuviera preparada”. Dichos misterios, sin embargo, aclara Langdon, “sólo son comprensibles para las almas más ilustradas”. ¡Ainnnh!, responde la directora de la CIA.
Entretanto, el malo Mal´akh se ha maquillado bien para disimular sus muchos tatuajes y ha adoptado la personalidad del doctor Abbadon, el psicólogo que trata a Solomon. Disfrazado así se nos ha dicho en páginas anteriores que tuvo un encuentro hacía poco con la inteligentísima Katherine Solomon. Él le había dado las señas de una mansión (otra de las características principales de los personajes brownianos es que todos viven en “mansiones”, con lo que, además de conferir a toda la novela un tono impostado de lujo, al autor le basta con aquello de las amplias cristaleras y los suntuosos jardines y el recinto vigilado con cámaras de seguridad para crearse una plantilla aplicable a toda vivienda que aparezca en la novela), adonde Katherine Solomon se presentó y… ¡ojo a la descripción del tal Abbadon!: “El hombre que salió a recibirla era apuesto, excepcionalmente alto. Iba impecablemente vestido y llevaba su espesa cabellera rubia inmaculadamente peinada”, Más abajo se señala también que “su tez era inusualmente suave y bronceada”. Quiero decir, más abajo del texto. Cuestiones de traducción aparte, nótese, como Brown suele confundir el precepto literario de crear un buen personaje con crearlo guapo y (he aquí la palabra clave de la estética de Dan Brown): apuesto.
El caso es que el doctor Abbadon (que es el malo Mal´akh disfrazado) llega al Museo Smithsonian (pág. 169), le dice al guardia que viene a ver a la Dra. Solomon, y como el guardia está viendo la final de la Super Bowl o algo así en la tele, pasa sin problemas. Sale a recibirle y a guiarle hasta el laboratorio la Srta. Trish Dunne, ayudante de Katherine, de la que ya se ha dicho varias veces es muy inteligente, además de apuesta. Trish va guiando al recién llegado por los pasillos del museo, y, en actitud muy propia de una anfitriona en el tal trance (pág. 183), le va indicando a la visita dónde están las cámaras de seguridad, su ubicación, la frecuencia con que graban, etc. ¿Y en este cuarto hay cámaras?, le pregunta el desconocido en un momento del paseo. No, justo ahí no, responde Trish, lo que aprovecha Abbadon/Mal´akh para empujar a la mujer a ese cuarto, el más discreto de todo el edificio, y finiquitarla.
En medio de esa tensión, pasamos (pág. 185) a los tres personajes de los que depende la seguridad del país: Langdon, el jefe de seguridad del Capitolio y la directora de la CIA. Han llegado por fin al sótano XIII (sobre el que Langdon nos informa que está según se pasa el XII), pero con las prisas y los nervios se les han olvidado las llaves, así que tienen que forzar la cerradura de un tiro. Cuando finalmente consiguen abrir la puerta, retroceden espantados. Dentro hay una mesa con calaveras, relojes de arena, velas apagadas, Marcas atrasados… Langdon tranquiliza a sus dos compañeros y les dice que eso no es más que una cámara de reflexión masónica, donde los franquis (los francmasones, en confianza) se retiran a reflexionar sobre la brevedad de la vida. En un registro minucioso de la cámara, descubren que hay una cortina en una pared, y detrás de ella… ¡Díos mío!, exclama Langdon (pág. 203): una pirámide de piedra, pero así de pequeña.
Luego no es mentira, concluye la directora de la CIA, existe de verdad una pirámide donde se guardan los antiguos misterios. Siento decepcionarla, replica Langdon, pero esta pirámide es muy pequeña y aquí no caben los antiguos misterios. Eso es verdad, señala el jefe de seguridad, tiene que ser una pirámide más grande. Y éste es más o menos el nivel de los diálogos en esta parte de la novela.
De pronto, e interrumpiendo aquel electrizante diálogo (pág. 213) aparece en la cámara, de improviso, “un elegante afroamericano, alto y esbelto” (además de apuesto) que, cogiendo un fémur de encima de la mesa, pone fuera de combate a la directora de la CIA y al director de seguridad y le ordena a Langdon: “¡Rápido! ¡Coja la pirámide! ¡Sígame!” “Voy”, dice Langdon, y entonces toma la pirámide y la mete en la bolsa de deportes que lleva al hombro. ¡Por fin vamos a enterarnos de cuál era la finalidad de esa bolsa que Langdon introdujo en el Capitolio, si recuerdas, lector, en la página 38! Está clara su función: era para meter la pirámide que se iba a encontrar.
Cate el lector el arte de Brown: un tipo va toda la novela cargando con una bolsa al hombro. De pronto, a mitad del libro, encuentra un objeto, y entonces dice: ¡qué casualidad, que llevo aquí una bolsa para meterlo! Conviene en este punto recordar que esta novela está siendo número uno en ventas en no sé cuántos países. Todos, seguramente.
Pág. 214: Langdon sigue “al elegante desconocido”. ¿Y por qué sigue a un tipo que acaba de noquear a la directora de la CIA, en una acción cuando menos reprobable? “Algo le decía que confiara en ese desconocido”. Debo reconocer que las razones de Dan Brown son inapelables.
En la pág. 215, el misterio se desvela. Aquel “elegante desconocido” es el arquitecto del Capitolio y él también opina que esa pirámide es muy pequeña para que quepan en ella los antiguos misterios. Quizás si se los aprieta mucho…, aventura Langdon. Ni aun así, creo yo.
Entretanto, el malo Mal´akh ha entrado en el cuarto oscuro en cuyo extremo, si recuerdas lector, se halla el laboratorio de Katherine. Pero ésta ha recibido una llamada providencial de Langdon que le dice que el doctor Abbadon en realidad es un malo y que tiene que escapar. Y entre ella que escapa, el malo que ha entrado en su búsqueda, y el cuarto que está completamente a oscuras (por la dichosa racanería de Brown en las descripciones), total: que de la pág. 234 a la 240 se organiza un cisco de respiraciones acezantes, crujidos extraños y movimientos contenidos que es todo un monumento a la narcolepsia. Al final la chica escapa y al malo se le ha corrido el maquillaje que cubría sus tatoos (lo digo en inglés para evitar la cacofonía).
Langdon y el arquitecto, a todo this (así también para evitar la cacofonía) se han refugiado de la persecución de la CIA en la Biblioteca del Congreso. Por suerte, como la novela sucede en domingo, está vacía. El día que a los malos les dé por actuar en días laborables y el mundo peligre en temporada baja, las cosas van a cambiar mucho en este tipo de novelas.
Tras observar la pirámide atentamente, el arquitecto y Langdón descubren que tiene letras grabadas y, además (pág. 245), que le falta el vértice o, dicho sea en términos técnicos, la punta. Langdón recuerda entonces que su amigo Solomon le confió para que la defendiese, llegado el caso, con su vida una pequeña cajita que casualmente lleva encima. La abre y, ¡oh!, es el vértice (o por hablar de nuevo científicamente: el cacho) que le faltaba a la pirámide. Todo va ya cobrando sentido.
“Esta noche las piezas se han acercado peligrosamente. Es nuestro deber asegurarnos de que está pirámide no llegue a ser montada”, le dice al arquitecto a Langdon (quien, no conviene olvidar, fue jugador de waterpolo de la selección USA) en la pág. 264.
Impresionada por el intento de asesinato que acaba de sufrir, Kaherine Solomon, mientras escapa “con su Volvo por Suitland Park a más de 140 kilómetros por hora”, pasa revista a los principales hechos de su vida. En especial, recuerda una Navidad de hace diez años en que estaba con su hermano y su madre “en su gran mansión de piedra en Potomac” (¡cómo no!) hablando sobre el hijo de Peter Solomon, que llevaba una vida un poco disipada y había muerto en una cárcel turca (esto es verídico, así es en la novela) cuando, de repente, apareció un desconocido que, armado de una pistola, le pidió a Peter “la cajita” (ésa que, corriendo el tiempo, le daría a Langdon para que se la custodiase). Forcejeo, confusión, puñetazos… un tiro que se escapa y mata a la patriarca de los Solomon. La rememoración de Katherine se ve interrumpida por un estruendo que sacude a todo Washington, y es que el malo Mal´akh ha hecho saltar el laboratorio de la científica por los aires.
Esta explosión casi coincide con el momento (pág. 271) en que la científica llega a la Biblioteca Nacional donde se ha escondido Langdon, baja sofocada del Volvo y se pone a aporrear la puerta de la Biblioteca (que, como es domingo, está cerrada). ¿Quién será a estas horas?, parecen preguntarse los dos hombres refugiados dentro y que están descifrando el secreto de la pirámide. No sé, ve a abrir. Y Langdon va a abrir y entonces Katherine “entró por la puerta… directamente a sus brazos” (pág. 273)
Buen momento sería éste para el asombro y las explicaciones de rigor: ¿Qué haces tú aquí? Ya ves, descifrando; ¿y tú? Huyendo de un malvado. Pero todo esto pasa a un segundo plano porque lo que importa ahora es encontrar a Peter.
Es la noche de las explosiones. Los de la CIA han descubierto, al fin, que Langdon y el arquitecto se han escondido en la Biblioteca Nacional y fuerzan su puerta (pág. 283) mediante el explosivo Key-4, “consistente básicamente (la cacofonía es del traductor) en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil”, con el que mandan la puerta a tomar por culo. Luego entran con una gafas de visión nocturna y gritando cosas como “¡Señal térmica! ¡Convergencia de flancos!” Entonces el arquitecto, Langdon y la chica se retiran –hay que admitir que prudentemente- a otra habitación.
“Nunca conseguiremos escapar a no ser que nos separemos. (…) Yo haré que me sigan hacia las estanterías, así los alejaré de vosotros”, dice el arquitecto en la pág. 289. Un hombre colegiado como él, al que le suponía cierta seriedad…
Como era de esperar, al arquitecto lo entoligan, pero Langdon y Katherine han aprovechado la confusión para subirse a una cinta trasportadora que, “cruzados los brazos sobre el cuerpo, como si fuera una momia dentro de un sarcófago” los lleva por un agujero en la pared hasta, es de suponer, un depósito de libros. Los guardias que les siguen con sus gafas de visión nocturna no se dan cuenta de que la cinta está funcionando, pese a ser domingo en la Biblioteca. Ellos van a lo suyo.
Aprovechando aquel tiempo muerto en lo que viajan en la cinta transportadora, Langdon pone al día a Katherine sobre sus experiencias de esa noche (pág. 302) y le cuenta eso de que a su hermano le han amputado una mano. “Langdon deseó poder abrazarla y consolarla, pero estar echados en esa estrecha oscuridad lo hacía imposible”. Es que Langdon, tú también, el momento que has elegido para decirle a la chica que su hermano se ha quedado manco…
Sea como sea, al final llegan al final de la cinta y saltan de ésta “justo a tiempo”. Una vez ya a salvo de los guardias, se ponen a descifrar la pirámide. Pero parece ser que, de momento, importa más la caja, donde la chica ha descubierto que hay una inscripción: 1514 AD (pág. 314). Langdon, tras no poco cavilar, infiere que las siglas se refieren a Alberto Durero, conocido masón en su época, y que 1514 alude a un cuadro que pintó en tal año y donde aparece un cuadrado mágico, que es algo así como un sudoku renacentista donde se encajaban números de tal modo que en horizontal, vertical y diagonal venían a sumar lo mismo. Durero, en uno de sus cuadros, pintó un cuadrado de estos en que, para mayor mérito, las cifras de las casillas de abajo eran la fecha: 1514. El caso es que, siguiendo el modelo del cuadrado de Durero, colocan la inscripciones de la pirámide y surge: Jeova Sanctus Unus (pág. 328), “Dios es Uno (o Único, depende de si el que lo dice es gran admirador de Él). Aunque antes ha habido unas pequeñas dudas (¡verídico!) porque ambas mentes privilegiadas no sabían muy bien a quién o qué se refería ese Jeova. Hubo, de hecho, un delantero del Sporting de Gijón que se llamaba así. O muy parecido.
Pero de nuevo les han vuelto a descubrir en el depósito de libros (pág. 333). Tienen entonces que “cruzar el patio a la carrera en dirección nordeste” y luego cogen un taxi. Les sigue un helicóptero “UH-60 modificado”. La persecución es larga y enrevesada de contar, baste decir que finalmente Katherine y Langdon despistan a todo el mundo subiendo al metro y, en vez de tomar la línea azul, como le habían dicho al taxista y todo el mundo esperaba, tomaron la roja (pág. 363). La directora de la CIA queda convencida entonces de que se las está viendo con unas mentes superiores.
A propósito de la CIA, los de Inteligencia están interrogando al arquitecto del Capitolio y descubrimos, ¡sorpresa!, que ha estado colaborando vía telefónica con el malo Mal´akh, pero lo hacía “para seguirle la corriente”, porque el malo de esta novela está muy loco y es muy peligroso. Prueba de ello lo tenemos en la pág. 370, en que Mal´akh está preparando un complicado ritual con un pergamino viejo, velas, la sangre de Peter en un tintero y en una caja de marfil “el cuchillo más famoso de la historia”. Luego nos enteraremos que fue el cuchillo con el que Abraham a punto estuvo de sacrificar a Isaac. A Mal´akh, palabras literales, “le había costado lo suyo conseguirlo”. Y es que ya se sabe: el que algo quiere, algo le cuesta.
Pág. 373, comienzo del capítulo 82. Estamos en la catedral de Washington, “la sexta más grande del mundo, su altura supera la de un rascacielos de treinta pisos. Ornada con más de doscientas vidrieras, un carillón de cincuenta y tras campanas y un órgano con 10.647 tubos, esta obra maestra gótica puede acoger a más de tres mil fieles”. Aquí estamos ante la auténtica esencia de Dan Brown, un escritor auténticamente negado para la descripción sugerente, el detalle significativo, la nota mágica y literaria. Él se rige por el número y la mole, la cifra y la estadística, el aluvión y la catástrofe. El caballo grande, ande o no ande. En este sentido, me pesa admitir lo que muchos sugieren: que si Dan Brown tiene tanto éxito es porque, de algún modo, conecta con la mentalidad predominante en nuestros días.
El caso es que están hablando con el deán de la catedral sobre la inmensa capacidad de la mente humana y a ver si, en una de ésas, les puede ayudar a descifrar el misterio de la pirámide, cuando de pronto son descubiertos por el helicóptero aquél UH-60 modificado, con lo que otra vez (pág. 398) tienen que salir por piernas sin conseguir salvar a la Humanidad. Pero descuida, lector, que estoy seguro que en cuanto les dejen un rato tranquilos…
De la catedral pasan al Colegio Catedralicio, donde, inspirados por el deán de la catedral, deciden poner la pirámide al baño María (pág. 405). No te asustes, lector, la cosa no es tan absurda como parece: resulta que han descubierta que si tomas las letras de Jeova Sanctus Unus y las colocas en otro orden se forma: Isaacus Neutonuus, o sea, Isaac Newton. Recuerdan entonces que Newton, que era un masón del grado 33, el máximo, trazó una escala de temperatura cuyo máximo grado asimismo, el de la ebullición del agua, era 33. De ahí lo de poner a cocer la pirámide.
Todo esto podrá parecer, sin duda alguna, un prodigio de pensamiento y deducción, pero, mirado en frío, y pocas veces mejor dicho, no pasa de un ardid intelectual, de un pasatiempo dominical. Sobre la base cierta de que Newton era masón y creó una escala calorífera cuyo máximo grado era el 33, Brown toma las letras de su nombre y monta toda esta película. Pero no hay más que eso, al fondo de todo. Newton, la masonería y el 33. ¿Querrá hacernos creer Brown que cuando un médico le dice a un enfermo en su consulta que diga tal número le está transmitiendo un símbolo masónico? ¿Se habrá parado a pensar Brown que 33,33 periodo es la cifra resultante de dividir el todo entre las tres personas que, en muchas religiones místicas, componen la Santa Trinidad, religiones cuyos preceptos, vagamente, amalgaman los masones? Pero callo aquí, no vaya a darle más ideas a este hombre para una nueva novela.
De todos modos, para el lector realmente interesado en la masonería le aconsejo la lectura del maravilloso Episodio Nacional de Galdós: El Grande Oriente, visión clara y meridiana de la francmasonería con la que yo estoy muy de acuerdo.
Una vez ya la pirámide al dente (pág. 410), el vértice de oro se pone a brillar y puede leerse entonces: “Ocho de Franklin Square”, que da la casualidad que está allí al lado, a veinte minutos andando, todo lo más (el libro incluye un mapa de Washington en sus solapas, por si el lector se pierde con tanto ir y venir). Ya se van a poner en marcha hacia allí cuando reciben una llamada de un segurata, anunciándoles que han encontrado a su hermano en una casa de Kalorama Heights. Cambio de planes. Van a salir hacia Kalorama Heigths cuando de pronto (pág. 415) en la puerta les está aguardando la CIA, con directora tabacuna al frente. Cambio de planes otra vez. ¿Dónde vamos?, parecen preguntarse, dubitativos, los personajes en la pág. 416.
Vamos a hacer una cosa, parece decir la directora de la CIA, en absoluta molesta con Langdon porque huido con el tipo que le dio con un fémur en la cabeza y por haber estado persiguiéndole más de 400 páginas. Vamos a hacer una cosa, dice, porque la gente de la CIA siempre ha sido muy comprensiva, Katherine y tú vais para Kalorama Heigths y nosotros vamos a Franklin Square, ¿vale? Vale. Y así se arregla el asunto en la pág. 423.
Ojo a la escena en Kalorama Heigths (pág. 427), una de las más gloriosas del libro. “Era una mansión espectacular” (cómo no, y atiende, lector, de paso, a lo literario del término “espectacular”). En su puerta hay varios coches aparcados de cualquier modo, como con prisa, y al fondo se oyen voces. Irrumpen, pues, en la vivienda confiados y… ¡todo ha sido una trampa! El malo ha cogido todos los coches que tenía en la casa y los ha desperdigado por el jardín; luego ha puesto la tele a todo trapo y de este modo es como ha cazado en su red al apuesto Langdon y a la inteligentísima Katherine.
Entretanto, la pirámide, que Langdon lleva a todos lados consigo porque ya que la tiene en la bolsa… la pirámide, digo, por efecto de la cocción, ha soltado una capa de cera y debajo han aparecido unos símbolos. Paso por encima de diez o doce larguísimos capítulos en que los dos protagonistas son sometidos a torturas literarias por el malo para que descifren para él los citados símbolos, y retorno a la acción en la pág. 483, en que el helicóptero “UH-60 modificado” aterriza en Kalorama Heights y libera a los dos protagonistas. En el ínterin, Langdon, sumergido en un tanque de fluido, ha recordado todo cuanto sabe sobre masonería.
Paso por encima también de los diez o doce capítulos que tardan los de la CIA en reanimar a los dos protagonistas.
En la pág. 507 nos encontramos al malo Mal´akh que entra en la Casa del Templo de los masones, aquel lugar donde, si recuerdas, lector, empezó esta novela a las 20.33 horas. Conduce a Peter Solomon, que va en silla de ruedas. “El secreto más sublime de los masones, un secreto en cuya existencia la mayor parte de la hermandad ni siquiera creía, estaba a punto de ser revelado”. Te confieso, lector, que con estas cosas yo también estoy impaciente. ¿Cuál será ese secreto? Y lo que es más importante: ¿será o no será una chorrada?
Poco a poco se van descifrando algunos enigmas. En la pág. 526 descubrimos por qué la CIA tiene tanto empeño en encontrar al malo. Resulta que el hombre, cuando le admitieron en el grado más alto de la masonería, llevaba una microcámara escondida en una peluca y con ella grabó a todos los participantes en la ceremonia ritual, en la que entre otras cosas se bebió un líquido rojo en cráneos humanos y cosas así. Allí había senadores, congresistas, directivos de importantes empresas, y a todos los grabó el malo en tal trance con su cámara camuflada en una peluca. Si se difunden esas imágenes, puede ser una catástrofe nacional, de ahí el interés de la CIA en capturar al malo Mal´akh. Este mismo, sabedor de la importancia de su grabación, amenaza a Solomon con difundirla por la Red si no hace lo que le ordene. Ya le ha dado, de hecho (pág. 531), al “send”, pero “Tranquilo, Peter –susurró Mal´akh-. Es un archivo enorme. La transmisión durará varios minutos”. Y de ahí en adelante, durante muchas páginas, se interrumpirá el relato para contarnos como va la transmisión: 4% completado, 8% completado, 29% completado, y así en un clima de tensión difícilmente soportable.
Ya no aguanto más, viene a decir, efectivamente, Peter, en la pág. 537. ¿Qué es lo que quieres tur, cobarde? El hombre lo que quiere es que Peter agarre el cuchillo de Abraham, ese que tanto le había costado conseguir, y le mate con él. Sí, eso mismo, porque resulta que Mal´akh es… ¡aquel hijo de Peter que creían que había muerto en una cárcel turca! Pero no, no murió, había estado todo este tiempo planeando la venganza contra su padre por haberlo dejado abandonado en aquel presidio y no sobornar a los guardias para que le soltaran o algo.
Este golpe de efecto es muy similar a aquel con el que acababa Ángeles y demonios (ver crítica acompasada anterior, amigo lector, no hace falta que consumas la novela). Entonces el malo resultaba ser… ¡el hijo del Papa! Para mayor sorpresa, ¿un hijo que el Papa, para no violar su voto de castidad, había tenido mediante inseminación artificial! Glorioso final aquel para los que disfrutamos con los libros de Dan Brown. A propósito de esto, un vecino, realmente aficionado a estos libros, me comentó una vez que, diga lo que diga la crítica, Ángeles y demonios era mejor y más sorprendente novela que El código Da Vinci, aunque ésta hubiera tenido más repercusión. Le dolía decirlo, pero…
-Esa es la verdad. Por mucho que escueza.
Pero a lo que íbamos, que ya que queda poco. A causa de su rencor, Mal´akh se había convertido en un fanático y lo que pretende es que Solomon complete en su persona aquel sacrificio que Dios le pidió a Abraham de matar a su propio hijo. Peter insiste en que no, el otro en que sí, no se ponen de acuerdo. Entonces, de pronto, llega el “UH-60 modificado”, que siempre aparece en los momentos más oportunos, rompe con sus aspas la cristalera del templo, un cristal cae sobre el malo y éste muere en la pág. 556.
Así todo parece haber quedado solucionado. Pero no: todos miran hacia el portátil y observan, aterrados, que marca 100% completado. ¡La película que grabó el malo con senadores y congresistas haciendo el ganso ya está en la Red y puede verla todo el mundo! ¡Horror! Pero no hay que temer, les dice la directora de la CIA, que llega en esos momentos (pág. 561): “[el piloto del helicóptero] ha bombardeado el nudo de relés con un pulso concentrado de energía electromagnética que lo ha hecho saltar de la red, apenas segundos antes de que el ordenador portátil completara la transmisión”. Ah, bueno, pues mejor así, coinciden todos. Bueno, pues nosotros ya nos vamos, dicen los de la CIA. Encantados, adiós, tanto gusto. Y, efectivamente, la gente de la CIA desaparece de escena.
Quedan solos Langdon. Katherine y Peter, que tiene el brazo amputado pero aun así se resiste a ir al médico hasta no aclarar todo ese lío de la pirámide y la sabiduría perdida de los antiguos. Descifrando ahora ya tranquilos los distintos símbolos que han aparecido en la novela descubren que… agárrate, lector. Pero agárrate bien. ¡Es la Biblia que los masones fundadores de Estados Unidos enterraron al poner los cimientos del Capitolio! Hay, en la Biblia, está guardada la sabiduría antigua del hombre, y en ella está la respuesta a todas las preguntas “si se sabe leer entre líneas”. Desde aquí, pág. 593, hasta el final, pág. 616, Brown insiste en que leamos la Biblia, porque en ella está todo lo que necesitamos saber para hacernos hombres de provecho, igualarnos a los dioses, ser felices y desarrollar todo nuestro potencial mental. Allí, en la Biblia, está todo lo que necesitamos leer… bueno, allí y en el próximo libro de Dan Brown que saldrá a la venta seguramente para Navidad de 2010. Pero aparte de eso, si leemos la Biblia abriremos nuestra mente, canalizaremos nuestra energía, bla bla bla.
En realidad, en estos momentos me debato, como crítico literario y como persona humana, entre varios sentimientos. En primer lugar, el sopor inevitable que produce leer todas estas sandeces: en segundo lugar, el sentimiento de estafa al haber sido arrastrado durante más de 600 páginas detrás de un “gran secreto” que al fin no era sino ser buenos leer la Biblia, y en tercer lugar un sentimiento profundo de vergüenza ajena, porque con Brown ocurre igual que con Coelho, que si escribieran sus novelitas pata hacer negocio y sacar un dinerillo, quizás al fin podrían disculparse sus chorradas y aquí tendrían, llegado el caso, a un amigo. Pero lo malo es que ¡se lo creen!, que no hay aquí ningún sentido del humor ni siquiera un deje de cinismo que salvaría el conjunto, ¡es que están convencidos de que la humanidad necesita “entrar en una nueva Era” y ellos lo van a posibilitar por medio de sus páginas! Lo peor no es que digan estupideces; lo peor es que ejercen con orgullo la estupidez.
Pero en fin, no desespere el lector, que alguna sabiduría puede obtener, no obstante, de esta novela. La principal, que es bueno llevar siempre una mochila encima, por si surge alguna eventualidad literaria en forma de secreto de las pirámides, Santo Grial, manuscritos del Mar Muerto… alguna de estoas asuntillos sobre los que tratará la próxima “obra” de Dan Brown.
Sólo 3 personas en el mundo, 3, habían tenido ocasión de leer el manuscrito de la nueva novela de Dan Brown, El símbolo perdido, antes de que fuera entregado a la imprenta. Esto, al menos, proclamaba la prensa, entre asombrada y fascinada por tamaño secretismo. Tres personas que, según también indicaban algunos medios, cuando el libro viese la luz serían encerradas de por vida en las cámaras acorazadas de Random House, como hacían los faraones con sus arquitectos, para que no trasmitieran nunca el secreto de la composición.
Para completar la parafernalia, en aquellos países en que el texto no iba a salir en su lengua original la traducción se repartió entre varios equipos distintos, incomunicados entre sí para que el uno no le soplara su parte al otro y de esta manera acabaran reconstruyendo el cuadro final. Y lo que era peor: ¡se lo comunicasen a los periodistas antes de la premiere mundial! Aislados, pues, en diferentes edificios cercados con vallas electrificadas, guardias con perros en continuas rondas, y sometidos a exhaustivos cacheos para que nadie pudiera deslizar fuera un solo papel, así tuvieron que trabajar los traductores. Para que luego digan que la industria editorial no se preocupa por la calidad del producto.
El caso es que, impresionado, e intimidado, con todo este aparato, compré el libro apenas llegó el trailer a las librerías y descargaron de él el primer pallet. El símbolo perdido, la novela más esperada después de El código Da Vinci. Ansiosamente me lance a leer la primera página donde había letras, pág. 9. Se titula “Los hechos” y comienza así: “En 1991, el director de la CIA ocultó un documento en su caja fuerte. Hoy en día el documento todavía permanece allí dentro”. ¿Habrase visto alguna vez suceso parecido? Desde luego, la nueva novela de Dan Brown promete desde el primer momento una acción espectacular.
Pero entramos ya en el prólogo, pág. 11. Se inicia así: “Casa del Templo.20.33 horas”. A mí esto me suena un poco raro, quiero decir lo de situar la acción en un espacio como religioso y metafísico y luego consignar las horas de esa forma cronometrada y digital, como con un reloj Casio. Sería algo así como decir: “Interior de la catedral de Burgos, 14.16 horas” o “el sol se filtraba por las vidrieras de Notre-Dame con extraordinario colorido a las 12:22”. A mí, ya digo, me suena un poco chapucero, pero es cierto que la literatura ha cambiado mucho y quién soy, piltrafilla, para discutir los métodos más vendidos de narrar.
En esta misma página, al final, se nos dice respecto a unos individuos que “de sus cuellos colgaban joyas ceremoniales que brillaban cual ojos fantasmales”. Y apenas llevo leídas quince líneas. Sin embargo, ya entiendo que al lector no le interesan estas cuestiones estilísticas, que él se pregunta por la chicha, por cuándo saldrá el malo, habrá un primer asesinato o se descubrirá algún Santo Grial. Consciente de ello, pasaré de largo ante estos grumos gramaticales; entre otras cosas también porque temo que, de detenerme en ellos, me podría eternizar.
Lanzo un suspiro de alivio en la página siguiente, al enterarme de que la citada Casa del Templo se halla en “el número 1733 de Sixteenth Street de Washington”. Lo celebro, de verdad. Celebro que Dan Brown se haya ceñido a una ciudad donde supongo que camina sobre seguro y no tendrá, pues, que recurrir a gansadas como las de El código Da Vinci, donde el malo se hallaba preso en un presidio de Andorra hasta que llegó un terremoto, lo derribó, y el hombre aprovecho la confusión para escapar y llegar andando hasta Oviedo. Ningún lector, que yo sepa, se quejó por esta trabucada, pero aun así el editor debió decirle a Dan Brown: “Tú, por si acaso, no te compliques demasiado. De Sixteeenth Street a Twentieth Street y para veinte euros que cuesta la novela la gente va que chuta”.
Total, que estamos dentro de la Casa del Templo, un espacio imponente con cierto aire a santuario y cuyos muros “eran como un calidoscopio de símbolos antiguos: egipcios, hebraicos, astronómicos, químicos, y otros todavía desconocidos”, concluye Brown, cubriéndose hábilmente las espaldas. Que había muchos símbolos, vamos. En este templo, que por lo que parece es un lugar de reunión de la masonería, se está procediendo a la ascensión de grado de diferentes hermanos, de acuerdo al aparatoso ritual del Gran Oriente. Entre los que van a ser ascendidos a la élite, la narración se detiene en un tipo “de musculosa constitución” que mientras bebe vino en un cráneo hueco se felicita porque, dentro de pocos días, la semana entrante a más tardar, llevará a cabo un plan terrible. “Pronto perderéis todo lo que más apreciáis”, se dice para sí.
En el capítulo siguiente, pág. 15, aparece ya Robert Langdon, el héroe de las novelas de Dan Brown. El autor nos lo presenta –¡ingenioso y nunca visto truco!- a bordo de un ascensor de la Torre Eiffel cuyos cables, de repente, se rompen y el héroe se precipita, ¡horror!, en el vacío. Pero no pasa nada: es una pesadilla y Langdon se despierta algo sobresaltado para comprobar que está a bordo de “un avión privado Falcon 2000EX (…) con motores duales Pratt & Whitney”. En El código Da Vinci, Langdon viajaba a bordo de un avión “Hawker 731 con motores Garret TFE-731”, me acuerdo bien. Pero se conoce que el editor, de nuevo, le ha dicho a Brown que en literatura no conviene repetirse y entonces Langdon viaja en otro avión.
Apenas aterrizar el avión en el aeropuerto Dulles, de Washington, sale a recibir al profesor una mujer de mediana edad que desde el principio se muestra impresionada por hallarse en presencia de Langdon en persona, el héroe novelístico hecho carne. A la mujer le sorprende, sobre todo, que Langdon no lleve corbata, a lo que nuestro tipo, siempre tan campechano y progresista, le cuenta en confianza que a él no le gustan las ataduras e informa a la mujer del origen romano de tal prenda, aunque algunos piensan, en realidad, que nació en Croacia, y en esta diatriba se emplea buena parte de la pág. 18. Una vez aclarado el asunto, Langdon se sube a una limusina que le está aguardando para conducirle al Capitolio, donde, al parecer, precisan de sus servicios.
Mientras Langdon el descorbatado va a ver para qué le quieren ahora los del Capitolio, la escena se traslada a un tal Mal´akh que, pronto nos enteramos (pág. 20), es aquél a quien los masones estaban aceptando en la cúspide de su organización. También pronto, nos enteramos de que no trama nada bueno. Es el malo de la novela, en fin; ya me extrañaba a mí que estaba tardado mucho en aparecer y la novela corría el riesgo de perder fuerza.
El tal Mal´akh está tatuándose a sí mismo el cuerpo con símbolos muy extraños de diversas religiones. Con ellos se ha tatuado por completo todo el cuerpo menos un pequeño círculo en su parte más avanzada… que, no te pienses mal, lector, es la coronilla. Después de mirarse ante el espejo, “soy una obra maestra”, procede a darse una muy gruesa capa de maquillaje que oculte su piel y le ayude a pasar inadvertido entre la gente normal, para de este modo llevar a cabo su plan. “Había esperado pacientemente… y esa noche sería por fin completado”.
Entretanto, Langdon está llegando al Capitolio. Ha tenido un día un poco duro, que rememora en la pág. 25. Después de despertarse a las cinco de la mañana y hacerse en la piscina sus cincuenta largos de rigor (en las otras novelas del personaje ya se ha comentado por extenso que fue jugador de la selección norteamericana de waterpolo, experiencia ésta que en un determinado momento de Ángeles y demonios le ayudó a escapar, al tirarse de cabeza desde un helicóptero al río Tíber, en Roma), después, como digo, de su ejercicio natatorio que le mantiene esbelto y apolíneo, estaba moliendo a mano “granos de café de Sumatra” con que acostumbra a desayunarse. Hasta aquí todo normal. Pero justo cuando el café estaba ya hecho, recibe una llamada del ayudante personal de su amigo Peter Solomon, “un prominente académico”, pidiéndole que vaya al Capitolio a dar una charla “a la élite cultural del país”. “Es que me iba a tomar un café”, parece amagar la réplica Langdon. “Venga, ande, hágalo por su amigo Solomon”, le replica el asistente personal de éste. “Bueno, vale, voy”, concede Langdon, y luego “metió algunos granos más de café en el molinillo. Un poco de cafeína extra para esta mañana, pensó. Hoy va a ser un día más largo”. Y con esta frase siempre enigmática acaba el capítulo 3.
Descripción del Capitolio, pero no es Langdon el que llega. Es el malo Mal´akh (pág. 30) con el brazo en cabestrillo y afectando una ligera cojera. Al ir a pasar por el detector de metales, el brazo pita. El malo aduce que tuvo un accidente de esquí y “bajo las vendas llevo un anillo. Tenía el dedo demasiado hinchado para poder sacármelo”. Le pasa entonces el guardia el detector manual y, en efecto, en el escáner se ve que hay un anillo. “Todo está en orden”, dice el guardia, y le deja pasar. Ignora el hombre que, mediante ese truco, Mal´akh acaba de introducir en el edificio “un poderoso objeto”, “Un regalo para el único hombre en la Tierra que me puede ayudar a obtener lo que busco”, concluye en plan misterioso.
Este recurso a la última frase enigmática del malvado donde se deja entrever que está tramando algo fatal ya la ha usado Brown lo menos cuatro veces en lo que llevamos de novela. Me parece a mí una técnica algo burda, algo así como si para crear misterio otro novelista hiciera a su malvado ir mascullando a cada poco: “¡la que estoy preparando!, ¡la que voy a liar!, se va a armar gorda!” Parecido a los feriantes que a voz en grito intentar atraer gente a su tómbola: ¡Siempre toca, siempre toca, un pito o una pelota!
En la pág. 37 es Langdon el que llega al Capitolio. “No era para nada lo que había esperado”, se nos dice en frase, como se ve, de gran enjundia literaria. Pero hemos quedado en que esas cosas de estilo quedan para los snobs, lo que importa es la acción y “Langdon se habría tomado una buena hora para admirar la arquitectura, pero apenas quedaban cinco minutos para el inicio de la conferencia”. Así que pasa dentro. Si por una cosa, y ahora hablo en serio, admiro a Brown y creo que ha hecho una aportación a la Literatura es por su amplia gama de recursos para escapar de las descripciones, como en este caso, como en tantos otros y como en aquel memorable en que, hallándose su héroe en un salón del Vaticano, se apañó con aquello de “era una sala que no se parecía en nada a cualquiera de las que había visto antes”, y trámite cumplido.
Langdon entra en el Capitolio portando una bolsa de deportes (pág. 38), como suele ser lo habitual. El de los rayos X, sin embargo, que antes había dejado pasar al malo, no repara demasiado en ella: está atónito por que el protagonista luzca en la muñeca derecha un reloj de Mickey Mouse. Langdon está muy orgulloso de él y el autor no menos: es el recurso que usa para darle al personaje literario un carácter, una identidad. Con lo cual, no llevar corbata, ser apuesto y haber jugado al waterpolo, ya está la personalidad completada en la pág. 39. Podemos seguir.
Camino de la sala donde va a obsequiar a la élite del país con una conferencia, Langdon reflexiona sobre cómo en toda la ciudad de Washington, y en especial en el Capitolio, abundan los símbolos masónicos. Despliega en varias páginas una defensa apasionada de dicha organización y refuta de un plumazo las acusaciones tanto de extravagantes como de conspiradores que se les han colgado a lo largo de la Historia, asegurando que “la verdad, seguramente, estaba en algún lugar intermedio”. Reafirmado en esa irrefutable hipótesis, acelera el paso y, según está dando el reloj las siete (pág. 47) abre las puertas para hacer su irrupción triunfal en la sala central del Capitolio.
Y he aquí unos los primeros grandes sustos de esta novela (pág. 50). En lugar de un amplio auditorio que se pusiera en pie y prorrumpiera en aplausos a la entrada del protagonista, el lector se encuentra con que el Salón Estatuario está vacío, “sólo un puñado de turistas que deambulaban sin rumbo fijo, ajenos a la estelar entrada de Langdon”. Turistas de alpargata y botellín, parece que se queda con ganas de descargar su desprecio el autor, pero no hay tiempo para entretenerse. En aquel momento, poco más o menos, Langdon tiene una conversación telefónica con un tipo que de pronto convierte su voz “en un susurro profundo y melifluo” para decirle: “Usted está aquí, señor Langdon, porque así lo he querido yo”. Y con este yo en cursiva se cierra el capítulo 8.
Yo ya me lo sospechaba, pero el capítulo 9 me lo confirma: era el malo el que llamaba. ¿Y qué quería? Decirle a Langdon que ha secuestrado a Peter Solomon, su amigo, y que sólo lo soltará si (pág. 54) Langdon encuentra y abre para él (para el malo Mal´akh) un misterioso portal. Pero, ¿cómo que un portal?, pregunta, palabra más o menos, Langdon; como no me dé más pistas. En aquel momento la comunicación se corta y en la sala de al lado suena un grito (pág. 55): ¡Ahhhhh! Langdon va a ver qué pasa y de pronto retrocede asustado: “La cabeza le comenzó a dar vueltas al darse cuenta de que estaba mirando [en el suelo] la mano cercenada de Peter Salomón”.
Justo es reconocer que esto no está mal, y si no de gran estilo literario, por lo de la cabeza giratoria, para los niveles de entretenimiento en que nos movemos la cosa resulta bastante divertida. Pero el crítico sabe que no debe confiarse, porque quedan todavía casi 600 páginas y estamos hablando de Dan Brown, un profesional del bestseller.
Al poco nos enteramos (pero era fácil de suponer) que quien ha introducido aquella mano cercenada en el Capitolio y la ha dejado en medio de la sala ha sido el hombre con el brazo en cabestrillo de varis capítulos atrás. Fíjate, lector, que lo que tapaba el yeso en realidad era esa mano amputada… pásmate; y aquí Brown se recuesta en el sillón, orgulloso de su ingenio. Pero ¿dónde estaba entonces la otra mano del malo?, ¿a la espalda? ¿Cómo?, se despereza Brown. Y si ambas manos estaban bajo la escayola, el guarda, al pasarle el escáner y mirar la pantalla, ¿no advirtió por rayos X que allí había dos radios, dos cúbitos, y al menos cuarenta huesos, entre falanginas y falangetas? Ah, bueno, protesta Brown, si vamos a empezar a fastidiar con detallitos, y a sacarle punta a todo, y no estamos por colaborar, así no hay novela que prospere.
La mano luce, al parecer (pág. 69), varios tatuajes que representan símbolos ancestrales, propios de “un mundo de antiguos misterios y sabiduría oculta”. Y de este modo misterioso (no vale reír) concluye el capítulo 13.
La novela pasa ahora a centrarse en Katherine Solomon, hermana del amigo súbitamente manco de Langdon. A Katherine se le ha habilitado una gran sala como laboratorio en el Museo Smithsonian, cercano al Capitolio. Un poco antes se nos ha presentado dicho Museo como un “pantagruélico edificio” (¡!), y uno estaría tentado de pedir cuentas por esto al traductor si no fuera porque sospecha que es traducción literal, que Brown no tiene la menor gracia literaria para definir un espacio. En este sentido, se avecina ahora uno de sus capítulos más “gloriosos” (pág. 73). Ocurre que Brown otra cosa no, pero es plenamente consciente de sus limitaciones, de su indigencia para describir un lugar con sentido literario, para buscar algo significativo más allá de la simple enumeración de objetos. Por ello ha desarrollado unos cuantos trucos con que disimular esta carencia. El que emplea en esta novela supera todo lo anterior. Resulta que, para ahorrarse descripciones (su punto flaco), Brown pinta el laboratorio de Katherine como “un cubo sin ventanas” situado al fondo de un espacio oscuro, oscurísimo, la tiniebla total. La mujer tiene, encima, prohibido dar la luz para llegar hasta él, así que, todos los días, Katherine debe dirigirse a su laboratorio a tientas. ¿Qué hay en aquella sala del Smithsonian que precede al laboratorio?, ¿cómo es?, ¿qué podemos encontrar de sugerente? Pues no se sabe. Como está todo oscuro.
El caso es que, en su laboratorio, Katherine está investigando sobre la ciencia noética. Dicha ciencia es calificada como “el eslabón perdido entre la ciencia moderna y el antiguo misticismo” (pág. 76). En resumen, quiere demostrar que nuestra mente tiene un potencial enorme y que si sabemos canalizar nuestra energía podemos cambiar el mundo. Porque resulta (yo no lo sabía) que estamos interconectados con todas las cosas y nuestro pensamiento, bien canalizado, puede influir sobre la materia y determinar incluso los sucesos y transformar nuestro destino. Dice Brown que esto lo ha leído en un libro de una tal Lynne McTagart y que es verdad. ¿Quién soy yo para contradecirle?, o mejor ¿para contradizcarle?
La ayudante de Katherine Solomon se llama Trish Dunne y es una mujer inteligentísima. Ambas, doctora y ayudante, son dos cerebros privilegiados. Eso dice Brown, claro, pero en realidad, cuando se juntan, como en la pág. 91, pueden estar páginas y páginas hablando sin decir nada inteligente. Se alaban su sabiduría y, un poco, su belleza; se recuerdan una a otra las últimas novedades tecnológicas y comentan lo mucho que ha cambiado el mundo en los últimos años gracias a Internet… En general, vaciedades. Nada dicen que nos demuestre su inteligencia, su cultura, su potencial superior. Y es que esto es algo que a Dan Brown de seguro, y a tantos otros escritores de best sellers seguramente, se le escapa, aun con ser la primera ley de la novelística: el autor no tiene que proclamar si los personajes son listos, tontos, sensibles o cínicos, lo que tiene que hacer es “mostrar” su manera de ser, que el lector la deduzca de sus conversaciones, de sus actuaciones, de sus pensamientos si quiere.
Volvemos al Capitolio y a la mano cercenada. Hace algunas páginas que se ha presentado en el lugar la CIA. Su directora fuma, por lo que enseguida se echa de ver que no es persona muy de fiar, y encima se porta muy bruscamente con Langdon, el apuesto waterpolista. Éste intenta explicar a la nicotínica mujer que eso del portal se ha usado mucho a lo largo de los tiempos pero a modo de metáfora, como la puerta que da acceso a la sabiduría ancestral del ser humano, un saber supremo que puede convertir a los hombres poco menos que en semidioses. “Buscar un portal `literal’ sería como buscar las puertas del cielo”, acaba por desesperarse Langdon en la pág. 105. La directora de la CIA no acaba de creérselo. Esta gente de la CIA nunca se cree nada.
Tras un largo rato en que Langdon, la directora de la CIA y el jefe de la seguridad del Capitolio han estado observando la mano amputada, descubren (pág. 125) que en ella hay tatuado lo siguiente: IIIX 5B5. ¿Qué podrá significar?, se preguntan inquietos. Después de un largo rato aventurando significados, cuarenta páginas en concreto que Brown aprovecha para largar toda su documentación sobre los masones, advierten que si dan la vuelta a la mano lo que pone es SBS XIII. ¡El trastero numero 13 del subsuelo del Capitolio! Los tres salen para allí más que deprisa, orgullosos de su poder de deducción.
Durante todas estas páginas, el malo Mal´akh ha estado insistiendo al bueno Langdon en que él tiene algo muy importante que le puede abrir la puerta que está buscando. Langdon, así de pronto, no cae en qué puede ser. En la pág. 132 he aquí que el protagonista se acuerda de pronto que hace un tiempo su amigo Solomon le dio una cajita que decía contener un objeto poderosísimo que podía transformar el mundo, y le pidió el favor de que se lo guardase. Langdon accedió y luego, con tantas cosas como tiene un protagonista en la cabeza, se le olvidó. Menos mal que en aquel momento lo lleva encima.
De camino al sótano, Langdon le va explicando a la directora de la CIA cómo los constructores egipcios de pirámides atesoraron una sabiduría inmensa que, a través del tiempo, ha acabado por recalar en los masones. Como esa poderosa sabiduría, de caer en manos inadecuadas, podría provocar la destrucción del mundo, “los masones construyeron (pág. 166) [aquí, en Estados Unidos] una fortaleza impenetrable, una pirámide oculta diseñada para proteger los antiguos misterios hasta el día en que toda la humanidad estuviera preparada”. Dichos misterios, sin embargo, aclara Langdon, “sólo son comprensibles para las almas más ilustradas”. ¡Ainnnh!, responde la directora de la CIA.
Entretanto, el malo Mal´akh se ha maquillado bien para disimular sus muchos tatuajes y ha adoptado la personalidad del doctor Abbadon, el psicólogo que trata a Solomon. Disfrazado así se nos ha dicho en páginas anteriores que tuvo un encuentro hacía poco con la inteligentísima Katherine Solomon. Él le había dado las señas de una mansión (otra de las características principales de los personajes brownianos es que todos viven en “mansiones”, con lo que, además de conferir a toda la novela un tono impostado de lujo, al autor le basta con aquello de las amplias cristaleras y los suntuosos jardines y el recinto vigilado con cámaras de seguridad para crearse una plantilla aplicable a toda vivienda que aparezca en la novela), adonde Katherine Solomon se presentó y… ¡ojo a la descripción del tal Abbadon!: “El hombre que salió a recibirla era apuesto, excepcionalmente alto. Iba impecablemente vestido y llevaba su espesa cabellera rubia inmaculadamente peinada”, Más abajo se señala también que “su tez era inusualmente suave y bronceada”. Quiero decir, más abajo del texto. Cuestiones de traducción aparte, nótese, como Brown suele confundir el precepto literario de crear un buen personaje con crearlo guapo y (he aquí la palabra clave de la estética de Dan Brown): apuesto.
El caso es que el doctor Abbadon (que es el malo Mal´akh disfrazado) llega al Museo Smithsonian (pág. 169), le dice al guardia que viene a ver a la Dra. Solomon, y como el guardia está viendo la final de la Super Bowl o algo así en la tele, pasa sin problemas. Sale a recibirle y a guiarle hasta el laboratorio la Srta. Trish Dunne, ayudante de Katherine, de la que ya se ha dicho varias veces es muy inteligente, además de apuesta. Trish va guiando al recién llegado por los pasillos del museo, y, en actitud muy propia de una anfitriona en el tal trance (pág. 183), le va indicando a la visita dónde están las cámaras de seguridad, su ubicación, la frecuencia con que graban, etc. ¿Y en este cuarto hay cámaras?, le pregunta el desconocido en un momento del paseo. No, justo ahí no, responde Trish, lo que aprovecha Abbadon/Mal´akh para empujar a la mujer a ese cuarto, el más discreto de todo el edificio, y finiquitarla.
En medio de esa tensión, pasamos (pág. 185) a los tres personajes de los que depende la seguridad del país: Langdon, el jefe de seguridad del Capitolio y la directora de la CIA. Han llegado por fin al sótano XIII (sobre el que Langdon nos informa que está según se pasa el XII), pero con las prisas y los nervios se les han olvidado las llaves, así que tienen que forzar la cerradura de un tiro. Cuando finalmente consiguen abrir la puerta, retroceden espantados. Dentro hay una mesa con calaveras, relojes de arena, velas apagadas, Marcas atrasados… Langdon tranquiliza a sus dos compañeros y les dice que eso no es más que una cámara de reflexión masónica, donde los franquis (los francmasones, en confianza) se retiran a reflexionar sobre la brevedad de la vida. En un registro minucioso de la cámara, descubren que hay una cortina en una pared, y detrás de ella… ¡Díos mío!, exclama Langdon (pág. 203): una pirámide de piedra, pero así de pequeña.
Luego no es mentira, concluye la directora de la CIA, existe de verdad una pirámide donde se guardan los antiguos misterios. Siento decepcionarla, replica Langdon, pero esta pirámide es muy pequeña y aquí no caben los antiguos misterios. Eso es verdad, señala el jefe de seguridad, tiene que ser una pirámide más grande. Y éste es más o menos el nivel de los diálogos en esta parte de la novela.
De pronto, e interrumpiendo aquel electrizante diálogo (pág. 213) aparece en la cámara, de improviso, “un elegante afroamericano, alto y esbelto” (además de apuesto) que, cogiendo un fémur de encima de la mesa, pone fuera de combate a la directora de la CIA y al director de seguridad y le ordena a Langdon: “¡Rápido! ¡Coja la pirámide! ¡Sígame!” “Voy”, dice Langdon, y entonces toma la pirámide y la mete en la bolsa de deportes que lleva al hombro. ¡Por fin vamos a enterarnos de cuál era la finalidad de esa bolsa que Langdon introdujo en el Capitolio, si recuerdas, lector, en la página 38! Está clara su función: era para meter la pirámide que se iba a encontrar.
Cate el lector el arte de Brown: un tipo va toda la novela cargando con una bolsa al hombro. De pronto, a mitad del libro, encuentra un objeto, y entonces dice: ¡qué casualidad, que llevo aquí una bolsa para meterlo! Conviene en este punto recordar que esta novela está siendo número uno en ventas en no sé cuántos países. Todos, seguramente.
Pág. 214: Langdon sigue “al elegante desconocido”. ¿Y por qué sigue a un tipo que acaba de noquear a la directora de la CIA, en una acción cuando menos reprobable? “Algo le decía que confiara en ese desconocido”. Debo reconocer que las razones de Dan Brown son inapelables.
En la pág. 215, el misterio se desvela. Aquel “elegante desconocido” es el arquitecto del Capitolio y él también opina que esa pirámide es muy pequeña para que quepan en ella los antiguos misterios. Quizás si se los aprieta mucho…, aventura Langdon. Ni aun así, creo yo.
Entretanto, el malo Mal´akh ha entrado en el cuarto oscuro en cuyo extremo, si recuerdas lector, se halla el laboratorio de Katherine. Pero ésta ha recibido una llamada providencial de Langdon que le dice que el doctor Abbadon en realidad es un malo y que tiene que escapar. Y entre ella que escapa, el malo que ha entrado en su búsqueda, y el cuarto que está completamente a oscuras (por la dichosa racanería de Brown en las descripciones), total: que de la pág. 234 a la 240 se organiza un cisco de respiraciones acezantes, crujidos extraños y movimientos contenidos que es todo un monumento a la narcolepsia. Al final la chica escapa y al malo se le ha corrido el maquillaje que cubría sus tatoos (lo digo en inglés para evitar la cacofonía).
Langdon y el arquitecto, a todo this (así también para evitar la cacofonía) se han refugiado de la persecución de la CIA en la Biblioteca del Congreso. Por suerte, como la novela sucede en domingo, está vacía. El día que a los malos les dé por actuar en días laborables y el mundo peligre en temporada baja, las cosas van a cambiar mucho en este tipo de novelas.
Tras observar la pirámide atentamente, el arquitecto y Langdón descubren que tiene letras grabadas y, además (pág. 245), que le falta el vértice o, dicho sea en términos técnicos, la punta. Langdón recuerda entonces que su amigo Solomon le confió para que la defendiese, llegado el caso, con su vida una pequeña cajita que casualmente lleva encima. La abre y, ¡oh!, es el vértice (o por hablar de nuevo científicamente: el cacho) que le faltaba a la pirámide. Todo va ya cobrando sentido.
“Esta noche las piezas se han acercado peligrosamente. Es nuestro deber asegurarnos de que está pirámide no llegue a ser montada”, le dice al arquitecto a Langdon (quien, no conviene olvidar, fue jugador de waterpolo de la selección USA) en la pág. 264.
Impresionada por el intento de asesinato que acaba de sufrir, Kaherine Solomon, mientras escapa “con su Volvo por Suitland Park a más de 140 kilómetros por hora”, pasa revista a los principales hechos de su vida. En especial, recuerda una Navidad de hace diez años en que estaba con su hermano y su madre “en su gran mansión de piedra en Potomac” (¡cómo no!) hablando sobre el hijo de Peter Solomon, que llevaba una vida un poco disipada y había muerto en una cárcel turca (esto es verídico, así es en la novela) cuando, de repente, apareció un desconocido que, armado de una pistola, le pidió a Peter “la cajita” (ésa que, corriendo el tiempo, le daría a Langdon para que se la custodiase). Forcejeo, confusión, puñetazos… un tiro que se escapa y mata a la patriarca de los Solomon. La rememoración de Katherine se ve interrumpida por un estruendo que sacude a todo Washington, y es que el malo Mal´akh ha hecho saltar el laboratorio de la científica por los aires.
Esta explosión casi coincide con el momento (pág. 271) en que la científica llega a la Biblioteca Nacional donde se ha escondido Langdon, baja sofocada del Volvo y se pone a aporrear la puerta de la Biblioteca (que, como es domingo, está cerrada). ¿Quién será a estas horas?, parecen preguntarse los dos hombres refugiados dentro y que están descifrando el secreto de la pirámide. No sé, ve a abrir. Y Langdon va a abrir y entonces Katherine “entró por la puerta… directamente a sus brazos” (pág. 273)
Buen momento sería éste para el asombro y las explicaciones de rigor: ¿Qué haces tú aquí? Ya ves, descifrando; ¿y tú? Huyendo de un malvado. Pero todo esto pasa a un segundo plano porque lo que importa ahora es encontrar a Peter.
Es la noche de las explosiones. Los de la CIA han descubierto, al fin, que Langdon y el arquitecto se han escondido en la Biblioteca Nacional y fuerzan su puerta (pág. 283) mediante el explosivo Key-4, “consistente básicamente (la cacofonía es del traductor) en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil”, con el que mandan la puerta a tomar por culo. Luego entran con una gafas de visión nocturna y gritando cosas como “¡Señal térmica! ¡Convergencia de flancos!” Entonces el arquitecto, Langdon y la chica se retiran –hay que admitir que prudentemente- a otra habitación.
“Nunca conseguiremos escapar a no ser que nos separemos. (…) Yo haré que me sigan hacia las estanterías, así los alejaré de vosotros”, dice el arquitecto en la pág. 289. Un hombre colegiado como él, al que le suponía cierta seriedad…
Como era de esperar, al arquitecto lo entoligan, pero Langdon y Katherine han aprovechado la confusión para subirse a una cinta trasportadora que, “cruzados los brazos sobre el cuerpo, como si fuera una momia dentro de un sarcófago” los lleva por un agujero en la pared hasta, es de suponer, un depósito de libros. Los guardias que les siguen con sus gafas de visión nocturna no se dan cuenta de que la cinta está funcionando, pese a ser domingo en la Biblioteca. Ellos van a lo suyo.
Aprovechando aquel tiempo muerto en lo que viajan en la cinta transportadora, Langdon pone al día a Katherine sobre sus experiencias de esa noche (pág. 302) y le cuenta eso de que a su hermano le han amputado una mano. “Langdon deseó poder abrazarla y consolarla, pero estar echados en esa estrecha oscuridad lo hacía imposible”. Es que Langdon, tú también, el momento que has elegido para decirle a la chica que su hermano se ha quedado manco…
Sea como sea, al final llegan al final de la cinta y saltan de ésta “justo a tiempo”. Una vez ya a salvo de los guardias, se ponen a descifrar la pirámide. Pero parece ser que, de momento, importa más la caja, donde la chica ha descubierto que hay una inscripción: 1514 AD (pág. 314). Langdon, tras no poco cavilar, infiere que las siglas se refieren a Alberto Durero, conocido masón en su época, y que 1514 alude a un cuadro que pintó en tal año y donde aparece un cuadrado mágico, que es algo así como un sudoku renacentista donde se encajaban números de tal modo que en horizontal, vertical y diagonal venían a sumar lo mismo. Durero, en uno de sus cuadros, pintó un cuadrado de estos en que, para mayor mérito, las cifras de las casillas de abajo eran la fecha: 1514. El caso es que, siguiendo el modelo del cuadrado de Durero, colocan la inscripciones de la pirámide y surge: Jeova Sanctus Unus (pág. 328), “Dios es Uno (o Único, depende de si el que lo dice es gran admirador de Él). Aunque antes ha habido unas pequeñas dudas (¡verídico!) porque ambas mentes privilegiadas no sabían muy bien a quién o qué se refería ese Jeova. Hubo, de hecho, un delantero del Sporting de Gijón que se llamaba así. O muy parecido.
Pero de nuevo les han vuelto a descubrir en el depósito de libros (pág. 333). Tienen entonces que “cruzar el patio a la carrera en dirección nordeste” y luego cogen un taxi. Les sigue un helicóptero “UH-60 modificado”. La persecución es larga y enrevesada de contar, baste decir que finalmente Katherine y Langdon despistan a todo el mundo subiendo al metro y, en vez de tomar la línea azul, como le habían dicho al taxista y todo el mundo esperaba, tomaron la roja (pág. 363). La directora de la CIA queda convencida entonces de que se las está viendo con unas mentes superiores.
A propósito de la CIA, los de Inteligencia están interrogando al arquitecto del Capitolio y descubrimos, ¡sorpresa!, que ha estado colaborando vía telefónica con el malo Mal´akh, pero lo hacía “para seguirle la corriente”, porque el malo de esta novela está muy loco y es muy peligroso. Prueba de ello lo tenemos en la pág. 370, en que Mal´akh está preparando un complicado ritual con un pergamino viejo, velas, la sangre de Peter en un tintero y en una caja de marfil “el cuchillo más famoso de la historia”. Luego nos enteraremos que fue el cuchillo con el que Abraham a punto estuvo de sacrificar a Isaac. A Mal´akh, palabras literales, “le había costado lo suyo conseguirlo”. Y es que ya se sabe: el que algo quiere, algo le cuesta.
Pág. 373, comienzo del capítulo 82. Estamos en la catedral de Washington, “la sexta más grande del mundo, su altura supera la de un rascacielos de treinta pisos. Ornada con más de doscientas vidrieras, un carillón de cincuenta y tras campanas y un órgano con 10.647 tubos, esta obra maestra gótica puede acoger a más de tres mil fieles”. Aquí estamos ante la auténtica esencia de Dan Brown, un escritor auténticamente negado para la descripción sugerente, el detalle significativo, la nota mágica y literaria. Él se rige por el número y la mole, la cifra y la estadística, el aluvión y la catástrofe. El caballo grande, ande o no ande. En este sentido, me pesa admitir lo que muchos sugieren: que si Dan Brown tiene tanto éxito es porque, de algún modo, conecta con la mentalidad predominante en nuestros días.
El caso es que están hablando con el deán de la catedral sobre la inmensa capacidad de la mente humana y a ver si, en una de ésas, les puede ayudar a descifrar el misterio de la pirámide, cuando de pronto son descubiertos por el helicóptero aquél UH-60 modificado, con lo que otra vez (pág. 398) tienen que salir por piernas sin conseguir salvar a la Humanidad. Pero descuida, lector, que estoy seguro que en cuanto les dejen un rato tranquilos…
De la catedral pasan al Colegio Catedralicio, donde, inspirados por el deán de la catedral, deciden poner la pirámide al baño María (pág. 405). No te asustes, lector, la cosa no es tan absurda como parece: resulta que han descubierta que si tomas las letras de Jeova Sanctus Unus y las colocas en otro orden se forma: Isaacus Neutonuus, o sea, Isaac Newton. Recuerdan entonces que Newton, que era un masón del grado 33, el máximo, trazó una escala de temperatura cuyo máximo grado asimismo, el de la ebullición del agua, era 33. De ahí lo de poner a cocer la pirámide.
Todo esto podrá parecer, sin duda alguna, un prodigio de pensamiento y deducción, pero, mirado en frío, y pocas veces mejor dicho, no pasa de un ardid intelectual, de un pasatiempo dominical. Sobre la base cierta de que Newton era masón y creó una escala calorífera cuyo máximo grado era el 33, Brown toma las letras de su nombre y monta toda esta película. Pero no hay más que eso, al fondo de todo. Newton, la masonería y el 33. ¿Querrá hacernos creer Brown que cuando un médico le dice a un enfermo en su consulta que diga tal número le está transmitiendo un símbolo masónico? ¿Se habrá parado a pensar Brown que 33,33 periodo es la cifra resultante de dividir el todo entre las tres personas que, en muchas religiones místicas, componen la Santa Trinidad, religiones cuyos preceptos, vagamente, amalgaman los masones? Pero callo aquí, no vaya a darle más ideas a este hombre para una nueva novela.
De todos modos, para el lector realmente interesado en la masonería le aconsejo la lectura del maravilloso Episodio Nacional de Galdós: El Grande Oriente, visión clara y meridiana de la francmasonería con la que yo estoy muy de acuerdo.
Una vez ya la pirámide al dente (pág. 410), el vértice de oro se pone a brillar y puede leerse entonces: “Ocho de Franklin Square”, que da la casualidad que está allí al lado, a veinte minutos andando, todo lo más (el libro incluye un mapa de Washington en sus solapas, por si el lector se pierde con tanto ir y venir). Ya se van a poner en marcha hacia allí cuando reciben una llamada de un segurata, anunciándoles que han encontrado a su hermano en una casa de Kalorama Heights. Cambio de planes. Van a salir hacia Kalorama Heigths cuando de pronto (pág. 415) en la puerta les está aguardando la CIA, con directora tabacuna al frente. Cambio de planes otra vez. ¿Dónde vamos?, parecen preguntarse, dubitativos, los personajes en la pág. 416.
Vamos a hacer una cosa, parece decir la directora de la CIA, en absoluta molesta con Langdon porque huido con el tipo que le dio con un fémur en la cabeza y por haber estado persiguiéndole más de 400 páginas. Vamos a hacer una cosa, dice, porque la gente de la CIA siempre ha sido muy comprensiva, Katherine y tú vais para Kalorama Heigths y nosotros vamos a Franklin Square, ¿vale? Vale. Y así se arregla el asunto en la pág. 423.
Ojo a la escena en Kalorama Heigths (pág. 427), una de las más gloriosas del libro. “Era una mansión espectacular” (cómo no, y atiende, lector, de paso, a lo literario del término “espectacular”). En su puerta hay varios coches aparcados de cualquier modo, como con prisa, y al fondo se oyen voces. Irrumpen, pues, en la vivienda confiados y… ¡todo ha sido una trampa! El malo ha cogido todos los coches que tenía en la casa y los ha desperdigado por el jardín; luego ha puesto la tele a todo trapo y de este modo es como ha cazado en su red al apuesto Langdon y a la inteligentísima Katherine.
Entretanto, la pirámide, que Langdon lleva a todos lados consigo porque ya que la tiene en la bolsa… la pirámide, digo, por efecto de la cocción, ha soltado una capa de cera y debajo han aparecido unos símbolos. Paso por encima de diez o doce larguísimos capítulos en que los dos protagonistas son sometidos a torturas literarias por el malo para que descifren para él los citados símbolos, y retorno a la acción en la pág. 483, en que el helicóptero “UH-60 modificado” aterriza en Kalorama Heights y libera a los dos protagonistas. En el ínterin, Langdon, sumergido en un tanque de fluido, ha recordado todo cuanto sabe sobre masonería.
Paso por encima también de los diez o doce capítulos que tardan los de la CIA en reanimar a los dos protagonistas.
En la pág. 507 nos encontramos al malo Mal´akh que entra en la Casa del Templo de los masones, aquel lugar donde, si recuerdas, lector, empezó esta novela a las 20.33 horas. Conduce a Peter Solomon, que va en silla de ruedas. “El secreto más sublime de los masones, un secreto en cuya existencia la mayor parte de la hermandad ni siquiera creía, estaba a punto de ser revelado”. Te confieso, lector, que con estas cosas yo también estoy impaciente. ¿Cuál será ese secreto? Y lo que es más importante: ¿será o no será una chorrada?
Poco a poco se van descifrando algunos enigmas. En la pág. 526 descubrimos por qué la CIA tiene tanto empeño en encontrar al malo. Resulta que el hombre, cuando le admitieron en el grado más alto de la masonería, llevaba una microcámara escondida en una peluca y con ella grabó a todos los participantes en la ceremonia ritual, en la que entre otras cosas se bebió un líquido rojo en cráneos humanos y cosas así. Allí había senadores, congresistas, directivos de importantes empresas, y a todos los grabó el malo en tal trance con su cámara camuflada en una peluca. Si se difunden esas imágenes, puede ser una catástrofe nacional, de ahí el interés de la CIA en capturar al malo Mal´akh. Este mismo, sabedor de la importancia de su grabación, amenaza a Solomon con difundirla por la Red si no hace lo que le ordene. Ya le ha dado, de hecho (pág. 531), al “send”, pero “Tranquilo, Peter –susurró Mal´akh-. Es un archivo enorme. La transmisión durará varios minutos”. Y de ahí en adelante, durante muchas páginas, se interrumpirá el relato para contarnos como va la transmisión: 4% completado, 8% completado, 29% completado, y así en un clima de tensión difícilmente soportable.
Ya no aguanto más, viene a decir, efectivamente, Peter, en la pág. 537. ¿Qué es lo que quieres tur, cobarde? El hombre lo que quiere es que Peter agarre el cuchillo de Abraham, ese que tanto le había costado conseguir, y le mate con él. Sí, eso mismo, porque resulta que Mal´akh es… ¡aquel hijo de Peter que creían que había muerto en una cárcel turca! Pero no, no murió, había estado todo este tiempo planeando la venganza contra su padre por haberlo dejado abandonado en aquel presidio y no sobornar a los guardias para que le soltaran o algo.
Este golpe de efecto es muy similar a aquel con el que acababa Ángeles y demonios (ver crítica acompasada anterior, amigo lector, no hace falta que consumas la novela). Entonces el malo resultaba ser… ¡el hijo del Papa! Para mayor sorpresa, ¿un hijo que el Papa, para no violar su voto de castidad, había tenido mediante inseminación artificial! Glorioso final aquel para los que disfrutamos con los libros de Dan Brown. A propósito de esto, un vecino, realmente aficionado a estos libros, me comentó una vez que, diga lo que diga la crítica, Ángeles y demonios era mejor y más sorprendente novela que El código Da Vinci, aunque ésta hubiera tenido más repercusión. Le dolía decirlo, pero…
-Esa es la verdad. Por mucho que escueza.
Pero a lo que íbamos, que ya que queda poco. A causa de su rencor, Mal´akh se había convertido en un fanático y lo que pretende es que Solomon complete en su persona aquel sacrificio que Dios le pidió a Abraham de matar a su propio hijo. Peter insiste en que no, el otro en que sí, no se ponen de acuerdo. Entonces, de pronto, llega el “UH-60 modificado”, que siempre aparece en los momentos más oportunos, rompe con sus aspas la cristalera del templo, un cristal cae sobre el malo y éste muere en la pág. 556.
Así todo parece haber quedado solucionado. Pero no: todos miran hacia el portátil y observan, aterrados, que marca 100% completado. ¡La película que grabó el malo con senadores y congresistas haciendo el ganso ya está en la Red y puede verla todo el mundo! ¡Horror! Pero no hay que temer, les dice la directora de la CIA, que llega en esos momentos (pág. 561): “[el piloto del helicóptero] ha bombardeado el nudo de relés con un pulso concentrado de energía electromagnética que lo ha hecho saltar de la red, apenas segundos antes de que el ordenador portátil completara la transmisión”. Ah, bueno, pues mejor así, coinciden todos. Bueno, pues nosotros ya nos vamos, dicen los de la CIA. Encantados, adiós, tanto gusto. Y, efectivamente, la gente de la CIA desaparece de escena.
Quedan solos Langdon. Katherine y Peter, que tiene el brazo amputado pero aun así se resiste a ir al médico hasta no aclarar todo ese lío de la pirámide y la sabiduría perdida de los antiguos. Descifrando ahora ya tranquilos los distintos símbolos que han aparecido en la novela descubren que… agárrate, lector. Pero agárrate bien. ¡Es la Biblia que los masones fundadores de Estados Unidos enterraron al poner los cimientos del Capitolio! Hay, en la Biblia, está guardada la sabiduría antigua del hombre, y en ella está la respuesta a todas las preguntas “si se sabe leer entre líneas”. Desde aquí, pág. 593, hasta el final, pág. 616, Brown insiste en que leamos la Biblia, porque en ella está todo lo que necesitamos saber para hacernos hombres de provecho, igualarnos a los dioses, ser felices y desarrollar todo nuestro potencial mental. Allí, en la Biblia, está todo lo que necesitamos leer… bueno, allí y en el próximo libro de Dan Brown que saldrá a la venta seguramente para Navidad de 2010. Pero aparte de eso, si leemos la Biblia abriremos nuestra mente, canalizaremos nuestra energía, bla bla bla.
En realidad, en estos momentos me debato, como crítico literario y como persona humana, entre varios sentimientos. En primer lugar, el sopor inevitable que produce leer todas estas sandeces: en segundo lugar, el sentimiento de estafa al haber sido arrastrado durante más de 600 páginas detrás de un “gran secreto” que al fin no era sino ser buenos leer la Biblia, y en tercer lugar un sentimiento profundo de vergüenza ajena, porque con Brown ocurre igual que con Coelho, que si escribieran sus novelitas pata hacer negocio y sacar un dinerillo, quizás al fin podrían disculparse sus chorradas y aquí tendrían, llegado el caso, a un amigo. Pero lo malo es que ¡se lo creen!, que no hay aquí ningún sentido del humor ni siquiera un deje de cinismo que salvaría el conjunto, ¡es que están convencidos de que la humanidad necesita “entrar en una nueva Era” y ellos lo van a posibilitar por medio de sus páginas! Lo peor no es que digan estupideces; lo peor es que ejercen con orgullo la estupidez.
Pero en fin, no desespere el lector, que alguna sabiduría puede obtener, no obstante, de esta novela. La principal, que es bueno llevar siempre una mochila encima, por si surge alguna eventualidad literaria en forma de secreto de las pirámides, Santo Grial, manuscritos del Mar Muerto… alguna de estoas asuntillos sobre los que tratará la próxima “obra” de Dan Brown.
EN EL CORAZÓN DE UN BEST SELLER
Un fragmento de Millenium, de Stieg Larsson
Estoy leyendo en estos momentos, movido por la curiosidad, el famoso Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson, el último superventas que lleva ya no sé cuántos millones vendidos. No me he parado a analizar el texto exhaustivamente ni me he parado a subrayar las veces que me he encontrado con frases del estilo a "fue y se puso", "entonces cogió y se levantó", "agarró y se metió dentro del coche". "bueno, pues cuéntame". Finuras por el estilo. Aparte de que estoy un poco anquilosado en la crítica, desde la primera página tenía claro que era un libro de entretenimiento y no había que pedirle mucho más. O igual eran errores de traducción. En fin, que bienintencionado de mí iba avanzando cuando me encontré con esto (copio textualmente):
La segunda semana de febrero, el ordenador portátil de Lisbeth Salander pasó a mejor vida en un accidente tan tonto que le entraron ganas de matar a alguien. Sucedió un día en el que acudió a una reunión de Milton Security en bicicleta, y la dejó apoyada en una columna del garaje. Cuando depositó la mochila en el suelo para cerrar el candado, un Saab rojo oscuro salió dando marcha atrás. Ella estaba de espaldas y oyó el crujido de la mochila. El conductor no advirtió nada y desapareció despreocupadamente hacia la salida del garaje.
La mochila contenía su Apple iBook 600 blanco, con 25 Gb de disco duro y 420 Mb RAM, fabricado en enero de 2002 y provisto de una pantalla de 14 pulgadas. En el momento de la compra constituía el state of the art de Apple. Las prestaciones de los ordenadores de Lisbeth Salander estaban puestas al día con las últimas y más caras configuraciones: el equipamiento informático era, con pocas excepciones, el único gasto extravagante de su cuenta corriente.
Tras abrir la mochila pudo constatar que la tapa del portátil estaba rota Enchufó el cable en la red e intentó iniciar el ordenador, pero ni siquiera emitió un último estertor de agonía. Llevó los restos a Macjesus Shop de Timmy en Brannkyrkagatan, con la esperanza de que se pudiera salvar al menos algo del disco duro. Tras un breve momento hurgando en el interior del aparato, Timmy negó con la cabeza.
—Sorry. No hay esperanza —dijo—. Tendrás que organizar un bonito entierro.
La pérdida del ordenador no suponía ninguna catástrofe, pero le resultó deprimente. Durante los años que estuvo en su posesión, Lisbeth Salander se había llevado estupendamente con él. Poseía copias de seguridad de todos los documentos y tenía un viejo Mac G3 de sobremesa en casa, así como un portátil Toshiba PC de cinco años que podría utilizar. Pero —maldita sea— necesitaba un aparato rápido y moderno.
Como era de esperar, se fijó en la mejor opción imaginable: el recién lanzado Apple PowerBook G4/1.0 GHz, CPU de aluminio, provisto de un procesador PowerPC 7451 con AltiVec Velocity Engine, 960 Mb RAM y un disco duro de 60 Gb. Disponía de BlueTooth y de un grabador de cedes y deuvedés incorporado
Lo mejor de todo era que tenía la primera pantalla de 17 pulgadas del mundo de los portátiles, además de una tarjeta gráfica NVIDIA y una resolución de 1440 x 900 píxeles que dejaba atónitos a los defensores de los PC, y que desbancaba a todo lo existente en el mercado hasta ese momento.
Por lo que respectaba al hardware se trataba del Rolls Royce de los portátiles; pero lo que realmente provocó su deseo de hacerse con él fue un exquisito detalle: el teclado estaba provisto de iluminación de fondo, de manera que las letras se podían ver aunque se hallara en la más absoluta oscuridad. ¡Un detalle de lo más simple! ¿Por qué nadie había pensado antes en eso?
Fue un amor a primera vista.
Costaba treinta y ocho mil coronas más IVA.
Lo cual suponía un problema.
De todos modos, realizó un pedido en MacJesus, donde solía comprar todas sus cosas de informática, y donde le aplicaban un razonable descuento. Unos días después, Lisbeth Salander hizo cuentas. El seguro de su siniestrado ordenador cubriría una buena parte de la compra, pero teniendo en cuenta la franquicia y el elevado precio de la nueva adquisición, le faltaban aún dieciocho mil coronas. En un bote de café de casa guardaba diez mil coronas con el objetivo de tener siempre disponible un poco de dinero en efectivo, pero eso no cubría la totalidad del importe. Por muy mal que le cayera el abogado Bjurman, se vio obligada a tragarse su orgullo. Así que llamó a su administrador y le explicó que necesitaba dinero para un gasto imprevisto. Bjurman contestó que no tenía tiempo para recibirla ese día. Salander replicó que le llevaría veinte segundos firmar un cheque, de diez mil coronas. Dijo que no podía concederle dinero tan a la ligera, pero luego accedió y, tras meditarlo un momento, la citó para una reunión después del trabajo, a las siete y media de la tarde.
¡¡Qué ridiculez!! Y, sobre todo, ¡¡qué coñazo!! Yo alucino, de verdad, cómo la gente se engancha con un libro que copia las especificaciones técnicas de un ordenador, tal cual aparecen en cualquier folleto del Mediamarkt. ¡¡Si me lo cuentan no me lo creo, pero es verdad, lector!!
A partir de aquí es que, por lo visto, se desencadena la trama, pero por eso mismo: ¿no le bastaba al escritor haber dicho: "se le rompió el portátil y entonces pensó en comprarse uno nuevo", e ir entonces al grano de la historia? Es tan estúpido como si en una novela dos personajes quedan a tomar café y el primero lo pide de Colombia porque "le gustaba el sabor que se obtiene al trasportar el grano desde la plantación a dos mil metros del altura hasta la refinería enclavada en la ciudad de Medellín y atendida por cuatrocientos trabajadores, todos ellos eventuales, desde donde sale en unas sacas de tela basta de rafia, de grosor de 4 centímetros aproximádamente, hacia los principales puertos europeos". Mientras, el otro personaje pide té porque a él, "en cambio, le agradaba esa infusión, sobre todo si las hojas provenían de Ceilán, ahora llamado Sri Lanka, país que en los últimos tiempos ha saltado a la primera plana de los telediarios por ser escenario de una guerra civil..."
Claro que, si no se hicieran constar las especificaciones técnicas y la novela se redujera a contar una historia de la forma más inteligente, en lo posible, y entretenida, apenas llegaría a las 100 ó 150 páginas y, como me dijo cierta vez una asidua de los best-sellers, "a mí me gustan los libros gordos". Le daba lo mismo sobre lo que trataran, el estilo o la filosofía que encerrasen, "pero que fueran gordos".
Estoy leyendo en estos momentos, movido por la curiosidad, el famoso Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson, el último superventas que lleva ya no sé cuántos millones vendidos. No me he parado a analizar el texto exhaustivamente ni me he parado a subrayar las veces que me he encontrado con frases del estilo a "fue y se puso", "entonces cogió y se levantó", "agarró y se metió dentro del coche". "bueno, pues cuéntame". Finuras por el estilo. Aparte de que estoy un poco anquilosado en la crítica, desde la primera página tenía claro que era un libro de entretenimiento y no había que pedirle mucho más. O igual eran errores de traducción. En fin, que bienintencionado de mí iba avanzando cuando me encontré con esto (copio textualmente):
La segunda semana de febrero, el ordenador portátil de Lisbeth Salander pasó a mejor vida en un accidente tan tonto que le entraron ganas de matar a alguien. Sucedió un día en el que acudió a una reunión de Milton Security en bicicleta, y la dejó apoyada en una columna del garaje. Cuando depositó la mochila en el suelo para cerrar el candado, un Saab rojo oscuro salió dando marcha atrás. Ella estaba de espaldas y oyó el crujido de la mochila. El conductor no advirtió nada y desapareció despreocupadamente hacia la salida del garaje.
La mochila contenía su Apple iBook 600 blanco, con 25 Gb de disco duro y 420 Mb RAM, fabricado en enero de 2002 y provisto de una pantalla de 14 pulgadas. En el momento de la compra constituía el state of the art de Apple. Las prestaciones de los ordenadores de Lisbeth Salander estaban puestas al día con las últimas y más caras configuraciones: el equipamiento informático era, con pocas excepciones, el único gasto extravagante de su cuenta corriente.
Tras abrir la mochila pudo constatar que la tapa del portátil estaba rota Enchufó el cable en la red e intentó iniciar el ordenador, pero ni siquiera emitió un último estertor de agonía. Llevó los restos a Macjesus Shop de Timmy en Brannkyrkagatan, con la esperanza de que se pudiera salvar al menos algo del disco duro. Tras un breve momento hurgando en el interior del aparato, Timmy negó con la cabeza.
—Sorry. No hay esperanza —dijo—. Tendrás que organizar un bonito entierro.
La pérdida del ordenador no suponía ninguna catástrofe, pero le resultó deprimente. Durante los años que estuvo en su posesión, Lisbeth Salander se había llevado estupendamente con él. Poseía copias de seguridad de todos los documentos y tenía un viejo Mac G3 de sobremesa en casa, así como un portátil Toshiba PC de cinco años que podría utilizar. Pero —maldita sea— necesitaba un aparato rápido y moderno.
Como era de esperar, se fijó en la mejor opción imaginable: el recién lanzado Apple PowerBook G4/1.0 GHz, CPU de aluminio, provisto de un procesador PowerPC 7451 con AltiVec Velocity Engine, 960 Mb RAM y un disco duro de 60 Gb. Disponía de BlueTooth y de un grabador de cedes y deuvedés incorporado
Lo mejor de todo era que tenía la primera pantalla de 17 pulgadas del mundo de los portátiles, además de una tarjeta gráfica NVIDIA y una resolución de 1440 x 900 píxeles que dejaba atónitos a los defensores de los PC, y que desbancaba a todo lo existente en el mercado hasta ese momento.
Por lo que respectaba al hardware se trataba del Rolls Royce de los portátiles; pero lo que realmente provocó su deseo de hacerse con él fue un exquisito detalle: el teclado estaba provisto de iluminación de fondo, de manera que las letras se podían ver aunque se hallara en la más absoluta oscuridad. ¡Un detalle de lo más simple! ¿Por qué nadie había pensado antes en eso?
Fue un amor a primera vista.
Costaba treinta y ocho mil coronas más IVA.
Lo cual suponía un problema.
De todos modos, realizó un pedido en MacJesus, donde solía comprar todas sus cosas de informática, y donde le aplicaban un razonable descuento. Unos días después, Lisbeth Salander hizo cuentas. El seguro de su siniestrado ordenador cubriría una buena parte de la compra, pero teniendo en cuenta la franquicia y el elevado precio de la nueva adquisición, le faltaban aún dieciocho mil coronas. En un bote de café de casa guardaba diez mil coronas con el objetivo de tener siempre disponible un poco de dinero en efectivo, pero eso no cubría la totalidad del importe. Por muy mal que le cayera el abogado Bjurman, se vio obligada a tragarse su orgullo. Así que llamó a su administrador y le explicó que necesitaba dinero para un gasto imprevisto. Bjurman contestó que no tenía tiempo para recibirla ese día. Salander replicó que le llevaría veinte segundos firmar un cheque, de diez mil coronas. Dijo que no podía concederle dinero tan a la ligera, pero luego accedió y, tras meditarlo un momento, la citó para una reunión después del trabajo, a las siete y media de la tarde.
¡¡Qué ridiculez!! Y, sobre todo, ¡¡qué coñazo!! Yo alucino, de verdad, cómo la gente se engancha con un libro que copia las especificaciones técnicas de un ordenador, tal cual aparecen en cualquier folleto del Mediamarkt. ¡¡Si me lo cuentan no me lo creo, pero es verdad, lector!!
A partir de aquí es que, por lo visto, se desencadena la trama, pero por eso mismo: ¿no le bastaba al escritor haber dicho: "se le rompió el portátil y entonces pensó en comprarse uno nuevo", e ir entonces al grano de la historia? Es tan estúpido como si en una novela dos personajes quedan a tomar café y el primero lo pide de Colombia porque "le gustaba el sabor que se obtiene al trasportar el grano desde la plantación a dos mil metros del altura hasta la refinería enclavada en la ciudad de Medellín y atendida por cuatrocientos trabajadores, todos ellos eventuales, desde donde sale en unas sacas de tela basta de rafia, de grosor de 4 centímetros aproximádamente, hacia los principales puertos europeos". Mientras, el otro personaje pide té porque a él, "en cambio, le agradaba esa infusión, sobre todo si las hojas provenían de Ceilán, ahora llamado Sri Lanka, país que en los últimos tiempos ha saltado a la primera plana de los telediarios por ser escenario de una guerra civil..."
Claro que, si no se hicieran constar las especificaciones técnicas y la novela se redujera a contar una historia de la forma más inteligente, en lo posible, y entretenida, apenas llegaría a las 100 ó 150 páginas y, como me dijo cierta vez una asidua de los best-sellers, "a mí me gustan los libros gordos". Le daba lo mismo sobre lo que trataran, el estilo o la filosofía que encerrasen, "pero que fueran gordos".
UNA CATEDRAL DE PRECIO TASADO
Crítica acompasada de la novela La catedral del mar, de Ildefonso Falcones
Nada tengo contra que una persona, aunque se llame Ildefonso, escriba un libro y, de sopetón, se convierta en un fenómeno editorial, triunfe y prospere. No me corroe, lo puedo jurar, la envidia, no me ahoga la bilis, no me rechinan los dientes, y es falso, amigo lector, eso que dicen que fabriqué un muñeco a imagen del exitoso y durante noches enteras me dediqué a clavarle alfileres. No hagas caso de esas habladurías, lector hercúleo. Antes bien, te aseguro que me alegré bastante de la proeza ildefonsí; del hecho inusual de que un outsider, un aficionado a las letras, se dedique durante años a pergeñar una novela y, cuando al fin consigue darla a la imprenta, suscite el pasmo y la admiración general, logre que no se hable de otra cosa, que la gente se arremoline en las librerías y que se produzcan tumultos para conseguir el último ejemplar del estante. Yo pasaba con mi coche por las avenidas, haciendo sonar el claxon. “¡Viva Ildefonso!”, gritaba. “¡Viva!”, me respondía la gente con un enorme alborozo, agitando el libro sobre sus cabezas.
Todo tenía un color distinto aquel verano en que floreció La catedral del mar. Yo llegué a pensar, incluso, que en Falcones se había encarnado, de repente, esa figura que durante tanto tiempo llevaba aguardando. Por fin, me decía, ese aventurero —genio o sinvergüenza da lo mismo— que irrumpe en la corte imperial con su armadura dorada, espada en ristre, al asalto de las doncellas, y acaba sacando a la literatura del muermo y pone fin a toda esa endogamia que la está haciendo resbalar hacia la idiocia. Por fin el escritor que con la sola arma de su imaginación y su talento viene a sanear este pantano de aguas estancadas.
Mantuve estas esperanzas durante un tiempo; en concreto, hasta el día que leí una entrevista donde Falcones declaraba, sin rebozo alguno, que si bien la idea y la primera redacción de La catedral del mar habían sido obra suya, una vez pergeñado esto había llevado el bosquejo a diversos talleres literarios y escuelas de escritura para que, al precio que tuvieran por costumbre, le pulieran el texto y se lo dejarán niquelado. Declaraba Ildefonso, muy en su papel de tipo moderno y empresarial, que no había nada de malo en recurrir a los expertos para que te tuneen una novela, del mismo modo, más o menos, en que uno deja sus acciones en manos de un broker o confía sus asuntos legales a un bufete. Son los tiempos modernos, venía a señalar. Lo importante es conseguir un producto comercial, vendible —y rentable, añado yo—; en este caso un producto literario; para ello, todo lo que se refiere a creación y escritura se ha externalizado (outsourcing), como mandan los modernos métodos de gestión empresarial, y se le ha encomendado a una empresa de servicios especializada, en aras de conseguir una mayor eficiencia en el proceso y una optimización de los recursos.
También una mejor adaptación a los ciclos de producción, y muchas otras ventajas más…
No sería justo que Falcones, recién llegado a esta poza, y en el fondo el más sincero de los escritores actuales, tuviera que pagar por los pecados del resto. En el fondo, oh lector esmerilado, te digo incluso que hace bien. ¿A qué andarse con sutilezas y excusas?; venga directamente a la conquista del bestsellerato, con lo que esté de moda —en nuestros días, la novela histórica— y si alguien se siente ofendido, que le den mercromina.
A esto yo no tengo nada que objetar. Pero pensé luego, sin embargo, que ya que el tocho catedralicio había sido concebido por y para el éxito a toda costa, quizás pudiera servirme como arquetipo del modo en que se novela hoy, como ejemplo de artimañas, itinerario de tretas y manual de las argucias que se emplean para fabricar un superventas. Decidí intrincarme, pues, en la novela en busca de sus claves comerciales.
La catedral del mar comienza con una descripción, cercana a las seis páginas, de un banquete de bodas medieval. Es una descripción, como si dijéramos, “a vista de pájaro”, sin demasiados pormenores; de vez en cuando, asistimos a un detalle, una pincelada, un fragmento de conversación… Si algo distingue a las novelas hodiernas es que nacen preparadas ya para su pronta adaptación al cine; a medio camino entre la novela y el guión, suelen ser fácilmente reversibles, para que, llegado el caso, no haya que gastar mucho en la adaptación. El comienzo descriptivo de La catedral del mar, por ejemplo, se presta maravillosamente a ser empleado como fondo mientras sobre la pantalla van surgiendo los títulos de crédito. A la sexta página, cuando el autor calcula que ya habrá aparecido el “dirigido por” —o, con un poco de suerte, el “directed by”— comienza la acción.
Pág. 14: Irrumpe en medio del banquete nupcial el señor de Navarcles. “No me gusta nada esta visita”, murmura uno de los convidados. Se presenta a caballo, con aspecto grave, lanzando miradas torvas e intimidando, con el piafar de su caballo, a la concurrencia, que hasta entonces se lo estaba pasando dabuten. Algo, un instinto, un pálpito, me hace sospechar que este Navarcles va a ser el malo de la novela. Le falta prorrumpir en risas estridentes, pero todo, sin duda, se andará.
Bernat, el novio, en su condición de tal, es el primero que va a recibir al recién llegado y que, por tanto, se confronta con él. Enseguida se advierte que es un buen chico, amable, limpio, trabajador, amante de los animales, amigo de sus amigos, colaborador con varios oenegés… Pese al mal rollo que se desprende de la figura del intruso, Bernat, siempre atento, le invita a apearse de su montura y a tomar un aperitivo. Algo, de nuevo un pálpito, me dice que este Bernat está llamado a constituirse en el bueno de la novela.
Pág. 16: El tal Navarcles, después de las presentaciones, se ha lanzado a interpretar, sin preámbulo alguno, su papel de macarra del Medioevo. “Continuad con vuestra fiesta –gritó con una pierna de cordero en la mano-. ¡Vamos, venga, adelante!”, pero a los invitados se les ha cortado el rollo. “¡Reíd, maldita sea!”. Y a una anciana que, al ir a servirle vino, le ha salpicado con unas pocas gotas, a punto está de darle un piño. Que te meto un meco, le dice. Poco más o menos.
Pág. 18: Navarcles, que es el señor feudal de los contornos, después de tomarse unas copas decide que va a hacer uso del derecho de pernada que le confiere la ley, y va a ser por tanto el primero en yogar con Francesca, la novia. Luego lanza esa carcajada que durante tanto tiempo —cuatro páginas— se ha hecho esperar. El lector ya empezaba a pensar que Falcones y sus asesores no habían sabido construir como es debido el personaje del malo.
Una vez ha reído varias veces, Navarcles se lleva a la moza, cargada al hombro (verídico), a un cuarto interior. Al cabo de un rato —“que a Bernat le pareció interminable”, escribe Ildefonso tras reunirse con sus asesores—, el malvado reaparece atándose los zaragüelles. Después de alguna perrería más, en la pág. 21 el vil Navarcles abandona la escena.
—¿Qué tal lo he hecho? —parece preguntar a la vuelta del papel.
—Bien, muy bien —parecen responderle el autor y sus consejeros-; descansa un rato que dentro de poco vuelves a aparecer. Tal es la sensación de irrealidad del conjunto.
Marchado Navarcles, se reparten entonces unas monedas a los extras que han hecho de invitados a la boda, para que abandonen el lugar puesto que ya no hacen falta, y el capítulo se cierra con unas emotivas palabras para describir la desolación que se ha apoderado de los novios. Perfecto —opina el asesor, apartando un poco la vista de los folios—. Un primer capítulo de impacto para atraer la atención del lector. Esto marcha. Sigamos.
Fundido en negro; entramos en el capítulo 2. “Francesca vagaba por la masía como un alma en pena”, es la frase con que se abre este capítulo, pág. 23. Antaño, entre los escritores a la vieja usanza, era obligación ser original, insólito, sorprendente. Intentarlo al menos. A ningún juntaletras con un mínimo de pulcritud se le hubiera ocurrido entonces empezar capítulo, que al fin y al cabo es como un pequeño inicio de libro, con una frase tan enmohecida y una comparación tan blandengue. Hogaño, implantadas las sociedades mercantiles de escritura, no hay lugar para estas delicadezas; las frases se compran al peso, la producción es en serie y el resultado se mide de acuerdo a un índice interanual. Así, en esta misma página, un poco más adelante: “La violación se interponía entre ellos como una barrera infranqueable”.
A consecuencia de dicha violación, ejercida como derecho de pernada por el malvado Navarcles, nos cuenta Ildefonso que entre Francesca y Bernat, la mujer y el marido, hay una situación tirante, el matrimonio no funciona, la relación se llena de silencios, cuando se cruzan por los pasillos sus miradas se esquivan… Conviene recordar aquí que estamos ante una novela histórica, y mal que bien, con sus licencias narrativas, tales novelas deben intentar reflejar el ambiente de una época. Dicho lo cual, oh lector platirrino, ¿puede alguien creerse este comportamiento en un matrimonio del Medioevo?, ¿este actuar como el dúo Pimpinela?, ¿habrá quien piense que en aquellos siglos, entre la clase más bien labriega, la gente se preocupaba por el estado de su relación conyugal? Antes bien, en aquel tiempo las esposas ni siquiera podían plantearse el estar insatisfechas, ni los esposos se sentían preocupados por si cónyuge era feliz o no. Entre otras cosas, porque el concepto de felicidad en aquel tiempo no era ni remotamente parecido al actual. ¡Ni siquiera la violación de una mujer se contemplaba entonces como se contempla hoy! No niego que Bernat, en la novela, pueda sentir pena por Francesca, pero tal como aquí se nos describe es un sentimiento moderno, anacrónico, inconcebible.
Nueve meses después de las infaustas nupcias, en la pág. 29, Francesca da a luz a un niño. A Bernat, durante algunas páginas, le consume la duda de si el recién nacido pudiera ser en realidad hijo del pérfido Navarcles, fruto siniestro del derecho de pernada. De pronto, cuando más desesperado está, Bernat recuerda un pequeño detalle: recuerda —¡ah!— que los varones de su apellido, los Estanyol, muestran todos, indefectiblemente, a manera de copyright, un lunar antipiratería que los distingue. Bernat corre a comprobar si el rorro, de nombre Arnau, está marcado por el lunar y sí, lo está, para descanso del lector.
Bromas aparte, esto del rasgo genético, de la mancha familiar que permite distinguir al legítimo heredero, se dejó de utilizar, según lo tengo estudiado, allá por tiempos de Chindasvinto, por parecerles a los autores de aquel entonces un recurso anticuado, facilón, en exceso melodramático y bastantico cursi. Pero eso era, como digo, en aquel entonces. Actualmente, las fábricas de bestsellers hacen carne picada con todo y lo embuten luego en párrafos como salchichas.
Herido el malandrín Navarcles en su virilidad, por aquello de que el hijo de Francesca finalmente no fuera suyo, decide hacer uso de nuevo de sus derechos feudales y rapta a la mujer (pág. 32) para que sirva de nodriza a su hijo, don Jaume. Entre toma y toma, Navarcles y sus compinches se dedican a violar a la malhadada Francesca. Un poco exagerado en lo perverso me parece este Navarcles; más si tenemos en cuenta que la infortunada mujer estaba amamantando a su progenie, por lo que no parece muy lógico, incluso en la maldad, darle tan mala vida que acabe por enflaquecer y demacrarse al extremo. Pero, en fin, todo sea por ascender en la escala del dramatismo, de la emotividad, de la tragedia…
A Falcones se le nota cómodo en esta tesitura; sus asesores, además, le han dicho que al común de la gente le gusta el morbo, la truculencia y el desgarro, y allá que va Ildefonso entonces con la reductora metida. De la pág. 34 a la pág. 40 se nos narra cómo Bernat, el bueno de Bernat, encuentra a su hijo moribundo, cómo lo libra de la muerte alimentándole con migas de pan, cómo tiene que huir por el monte, cruzar ríos y escalar barrancos, como en el anuncio de Movistar, con el bebe apretado contra su pecho, repitiéndole “saldremos de ésta”, hasta que acaban guareciéndose en una cueva, antigua guarida de fieras. Entretanto, Francesca, la mujer, despedida como nodriza, vaga por los estercoleros…
La catedral del mar se presta de manera idónea, como novela de éxito fulgurante, para vislumbrar a su través las claves del gusto contemporáneo. Basta con leer estas seis páginas, y echar luego un vistazo alrededor, para advertir cómo hoy en día lo que priva es la acumulación, la montonera, lo grande y desmesurado. Nos gusta el cuadro enorme, la estatua de diez metros, el mural y la ópera con coros populosos. En el cine, los efectos especiales, las explosiones muchas, las persecuciones en las que se despanzurran por lo menos veinte coches. Lo que pega es la música a todo trapo, el sexo a todas horas, las pizzas llenas de ingredientes, los viajes de placer todo incluido. La alta velocidad y el macrobotellón. Nuestra cultura se ahoga en la inflación, apenas si puede andar, víctima del sobrepeso. “It´s the end of the world as we know it”, canta REM, con compulsiva palabrería. Vivimos encima de una caldera a presión, alimentada cada vez con más madera. Es tiempo de Guinness, de Harry Potter, o de Catedral del mar, donde, para crear un sentimiento trágico, se suceden nueve escenas lacrimógenas, una detrás de otra.
En la pág. 41, Bernat sale de la cueva y marcha a Barcelona, donde le han dicho que si vive un año y un día (verídico) sin que le capturen, deja de ser un siervo feudal y pasa a ser un hombre libre. Después de una entrada en la Ciudad Condal literariamente bastante aseada, todo hay que decirlo, Bernat llega al cabo de siete páginas a ca´ su hermana, que está casada con un rico alfarero, a la sazón ausente por motivos de negocio. La mujer se sincera con su hermano: el alfarero antes era cariñoso y detallista, pero desde que triunfa en los negocios, ha cambiado mucho. Ya no tiene tiempo para ella ni para sus hijos, está todo el día pendiente de las ganancias, sufre, en fin, de stress y de burn-out, ese síndrome del trabajador quemado tan propio del mundo medieval.
En éstas, pág. 52, llega el alfarero workaholic (adicto al trabajo, se decía en el Medioevo). El alfarero tiene nombre de mucha fiereza: Grau, y tal vez por ello, monta en cólera cuando se entera que su mujer ha alojado en la casa a un siervo fugitivo, algo que le podría causar problemas con la nobleza de cara a su reputación. Al final, la esposa le convence, no alcanzo a entender muy bien cómo, para que dé asilo a Bernat.
Bernat queda alojado, pues, en el taller del alfarero, donde sufre el duro trato que se daba entonces a los aprendices: insultos, patadas, latigazos… Bernat es, sin embargo, un rebelde por naturaleza (su comportamiento parece estar tomado, en gran medida, de Paul Newman en La leyenda del indomable). Así, cierta vez (pág. 55) en que el capataz, “gritando como un poseso” le va a dar un rebencazo, Bernat se planta serio frente a él: “Hazlo y te mataré”, le dice, y el otro, poseso, se achanta. Lo dicho, un tipo duro, indómito e insubordinado. Lástima que no mostrara tal carácter, ni siquiera se le atisbara, en las primeras páginas de la novela, mientras estaban procediendo a violar a su novia; pero es que entonces, lector, hay que comprenderlo, todavía no estaba metido en su papel.
Un raro pálpito me había hecho suponer que, según entrara en el taller de su cuñado, nuestro héroe Bernat, por honrado, trabajador, leal y todo el conjunto de sus buenas prendas —por enrollado, en fin—, pronto se haría con el respeto de sus compañeros; aún más, prosperaría y se convertiría en el dueño del cotarro. Es lo que suele pasar con los buenos chicos de las novelas; y en ésta sucede, efectivamente, en la pág. 57.
Dicen de los bestsellers al uso que su principal virtud es que los lectores se identifican con ellos, que lo que cuentan resulta cercano y familiar… ¿Cómo no va a resultar cercano y familiar, pregunto yo, si lo habremos leído, antes que ésa, doscientos treinta veces?
Mientras tanto, pág. 62, el cuñado de nuestro héroe, Grau, se ha convertido en un tiburón financiero. En el clásico capitoste sin escrúpulos. No es difícil barruntar que aquí se está gestando un futuro rufián, y que dentro de unas pocas páginas no tendrá otro objetivo en la vida que hacer la pascua a nuestro nunca bien alabado protagonista.
Muy pronto habrá de dar muestras este Grau de su carácter feroz. Diría más: de su carácter chungo. En la pág. 71, sin ir más lejos, se le muere accidentalmente un hijo y el innoble Grau, lejos de apostar por la paz, por la concordia y por la unidad de las fuerzas democráticas, toma un látigo de siete colas y azota con él a la sierva que se encargaba del cuidado de los niños hasta causarle la muerte. A Bernat, esto de que azoten a una persona le parece impropio, inusitado y, desde luego, ofensivo para su sensibilidad —conviene recordar, lector, que la acción está situada en 1329—. Es por ello que, en cuanto puede (pág. 73), decide despedirse y le dice al capataz que le vaya preparando el finiquito. Como en 1329 no saben muy bien lo que es eso, al final le convencen para que se quede en el taller.
Al final (pág. 76), Bernat consigue la ciudadanía barcelonesa, pero no la disfruta, sin embargo, como es debido, porque su pequeño hijo Arnau se muestra triste. Pág. 77: “Bernat intentaba hablar con él y animarlo. Tienes que buscar amigos, quiso decirle en una ocasión”. Si de algo presumen los autores actuales de novela histórica es de la exhaustividad con que se documentan; aunque más pienso yo, por ésta y otras novelas, que esa tan cacareada documentación es, en el fondo, muy superficial, sobre vestidos, cachivaches y palabros. En ningún momento se pretende llegar a los comportamientos, las creencias y la sensibilidad de la época de que se trate. El resultado son tipos de hoy, con mentalidad de hoy, sólo que embutidos en trajes de época y hablando raro. Así, en la pág. 85 se nos cuenta de una mujer a la que han encerrado en un cuartucho de por vida, rea de adulterio. Tanto Bernat como su hijo Arnau se enternecen sobremanera con esta historia, que el hijo le cuenta al padre mientras éste le acaricia la cabeza al anochecer, en el momento en que ya todos los siervos duermen. Ambos miran al fuego porque entonces no había televisor.
Apenas una página después, rompe diques la cursilería. Para ahorrarle penas, Bernat le cuenta a su hijo que es huérfano, pero no debe preocuparse, porque “a todos los niños que se quedan sin madre, como tú, Dios les da otra: la Virgen María”. Arnau se sobresalta entonces. Tendrá ocho años a la sazón, ¡y en todo este tiempo, corriendo el año 1329, no ha oído hablar nunca de la Virgen María! “¿Dónde está esa María?”, pregunta, alanceado por la curiosidad. “En las iglesias”, le responde su padre. Y al capítulo siguiente, ya está el muchacho, en compañía de un amigo, buscando una iglesia, o como se llame, por toda la Ciudad Condal. Dado que ninguno de los dos ha visto nunca antes, ¡en 1329!, una iglesia, les cuesta varias páginas dar con una.
Cuando al fin encuentran una de ésas como se diga, quedan admirados (pág. 92) por su grandiosidad. Y eso que todavía está en obras. Se trata de la iglesia de Santa María del Mar. Un obrero que pasa a espaldas de los muchachos mientras estos contemplan atónitos la construcción les anuncia que está llamada a ser una iglesia muy importante, más incluso que la catedral, porque “la catedral la pagan los nobles y la ciudad; sin embargo, esta iglesia la paga y la construye el pueblo”. Era un obrero, como se ve, concienciado. Posiblemente votante de IU.
Los chavales oyen que el templo está bajo la advocación de la Virgen y allá que se precipitan entonces en su interior, esperando hallar a tan fabulosa mujer… Pero antes, un poco de historia de Barcelona (págs. 94 y 95). A destacar el tono folletinesco: “Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada Santa Eulalia en el año 303 (…); la iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas de la playa de Barcelona (…); el transcurso del tiempo obligó a la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía (…); después de que el barrio de la Ribera de la Mar de Barcelona se convirtiera en un lugar próspero y rico, la antigua iglesia románica a la que acudían los pescadores se quedó pequeña y pobre para sus prósperos y ricos parroquianos…”(todo era riqueza y prosperidad en la Barcelona de la época, como se puede ver). En fin, folletinesco digo de “folleto”, no de “folletín”, porque, en efecto, todo esto parece sacado de un tríptico turístico. Ha sido incluido, además, sin criterio ni discriminación algunos. Porque, Ildefonso, hombre, ¿no te das cuenta de que si hablas de iglesias “románicas” te estás poniendo en la posición de un hombre actual y alejándote con ello de toda cercanía, proximidad e implicación con los hechos que narras en tu novela? A no ser que creas, naturalmente, y contigo tus asesores, que la gente de la época conocía, valoraba y clasificaba el estilo en que estaba edificando, y era costumbre decir, por ejemplo: “vamos a construir una catedral de estilo gótico tardío” o “qué bien nos ha quedado este templo prerrománico”. Ya sé, Ildefonso, que con el trabajo que cuesta documentarse da pena tener que tirar algunos datos a la papelera, pero en este caso, ciertamente, hubiera sido preferible.
Los chicos entran en la como se llamara aquel edificio y quedan asombrados (pág. 96) por las personas que, de rodillas ante la imagen de la Virgen, murmullan letanías. Al poco rato, se enteran de que eso se llama “rezar”. El asombro de los muchachos es comprensible, si tenemos en cuenta que ambos provienen de familias laicas. Las típicas familias laicas del Medioevo.
Sumidos aún en el asombro, los dos mozuelos se preguntan para sí por la razón de tanto andamio como se ve por la iglesia. Por fortuna para ellos, en aquel mismo momento (pág. 101) pasa de nuevo a sus espaldas no aquel obrero progresista, sino el mismísimo arquitecto, quien no puede evitar acercarse a los muchachos y explicarles, de manera muy didáctica, cómo se construye una catedral, por qué se usan determinadas materiales, cómo se ha de colocar la clave de bóveda, qué es un ábside, un contrafuerte, una archivolta… Yo comprendo que en una novela como ésta, lineal y elemental como una sopa de sobre, en una novela medrosa en que desde la distancia de siete siglos un narrador omnisciente va narrando todo lo que ocurre, sin acciones paralelas ni salidas del carril, en una estructura tan básica comprendo, decía, que resulte muy difícil introducir las explicaciones arquitectónicas que Ildefonso cree son necesarias. Pero aun así, ¿no habría algo más evolucionado literariamente, algo con un poco más de imaginación que la súbita verborrea del jefe de obras que pasa casualmente por allí?
La obra se interrumpe en la pág. 114 y no para el almuerzo de los albañiles, sino porque Ildefonso ha visto un hueco donde meter a presión buena parte de la documentación que ha acumulado y que, claro —y a ello le animan sus asesores—, no es cuestión de desperdiciar. En dicha página tañen de pronto las campanas y todos los obreros, los canteros, los mercaderes, tot el camp en general, se ve obligado a dejar las herramientas y tomar las armas. Los derechos de Barcelona parecen verse amenazados por una especie de contencioso feudal; Ildefonso, que por lo que leo en la contraportada es abogado, nos habla un poco sobre las curiosas costumbres legales de la época. Luego hace que los barceloneses salgan a la calle tras el pendón de Sant Jordi, y en formación cerrada, para poderlos describir, les da un paseo hasta Sitges. Finalmente, todo resulta ser una falsa alarma y en la pág. 121 los obreros vuelven de la excursión y retoman sus ocupaciones.
He dicho más arriba que la documentación histórica, a la hora de novelar, es inútil si no se acompaña de unos personajes que se comporten, actúen y sientan al modo de la época. Un ejemplo escandaloso de esta incongruencia entre los decorados y lo que ocurre en escena puede encontrarse en la pág. 129. El bonísimo Bernat decide adoptar al amigo de su hijo, ser para él como un padre a todos los efectos, salvo los legales. Cuando le comunica la decisión al muchacho, éste no dice ni que sí, ni que no, ni que cuánto; como sola respuesta se ilumina su cara. “¿Significa eso que sí? —preguntó Bernat”. La expresión es propia de los tiempos modernos, e incluso ahora parece impostada; es, más bien, una expresión de telefilm norteamericano de tarde de domingo. Absurda por completo en una novela ambientada en la Edad Media.
Bernat, mientras (pág. 133), ha pasado de alfarero a palafrenero. Como era de suponer, apenas ingresar en las caballerizas sobresale por lo bien que trabaja, lo limpio que es, los cuidados que presta a las caballerías: “Sabía tratarlos, alimentarlos, limpiarles los cascos, curarlos si era menester…” Lo único que se le da mal es “el embellecimiento”; Bernat no comprende por qué los caballos han de llevar tanto perifollo, tanto lacito y tanto arnés. Él los prefiere sueltos, libres, ligeros. Pocos, en fin, tan enrollados como Bernat.
Pág. 138: al ahijado de Bernat se le muere la madre y los dos muchachos quedan, pues, huérfanos maternos, por lo que, en una emotiva escena, deciden adoptar a la Virgen como máter amantísima. Desde los tiempos del reverendo padre Martín Vigil, que también fue bestseller en los lejanos días, ¡ay!, de mi adolescencia, no había leído nada igual de… cómo calificarlo… igual de.
A la bonísima familia Bernat y sus no menos bonísimos allegados no hacen más que surgirles enemigos, todos ellos, en el fondo, por envidia. Para la pág. 151 ya son cerca de la docena. Entre ellos, una pérfida madrastra.
Grau, el cuñado de Bernat, transformado ya en preboste, prevé en la pág. 156 que se avecinan malos tiempos, tiempos de hambre y escasez, entre otras cosas porque “se siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!”, exclama el preclaro directivo. La tierra, así, está infraexplotada, dice Grau, y es difícil que se sucedan más anacronismos en una sola escena. En primer lugar, los medievales no tenían, ni sospechaban siquiera, la idea de progreso febril que azota al hombre de hoy; ellos no sufrían ningún prurito por evolucionar ni sentían que el anclaje en el pasado fuera algo digno de evitar. En segundo lugar, los romanos tampoco les quedaban tan lejos, ni hablaban de ellos en el tono peyorativo que encierra la expresión; antes al contrario, la vieja Roma les parecía el paraíso perdido de cultura y refinamiento. Y tercero (que se me ocurra a mí, pero a poco que el lector piense podría seguir acumulando incongruencias), leyendo a Ildefonso y sus asesores uno podría pensar que a lo largo de la historia los inventos han sido algo premeditado, y nada más falso. Hoy sí, efectivamente, es posible que alguien se encierre durante horas en un laboratorio con el propósito específico de “inventar algo”, pero antaño las cosas sucedían de otra forma. Antaño eran ideas espontáneas, ajenas a la voluntad del creador. No dijeron los neolíticos, por ejemplo, “vamos a inventar la agricultura”, ni los cretenses “perfeccionemos la cerámica”, ni un prehistórico se levantó de pronto con la idea de “a ver si se me ocurre el vaso campaniforme”. De igual manera, ningún medieval, al ver las técnicas de cultivo de su época, pensaría en que había que revolucionarlas, ni se diría: ¡ah, si tuviésemos tractores cosecharíamos mucho más!
Acaece, como previera Grau, el crack económico, y Bernat, siempre tan eficiente, se alza (pág. 165) como instigador de una insurrección popular, como cabecilla de los hambrientos. A consecuencia de ello, cuando los soldados finalmente sofocan la revuelta, sin parar mientes en la majeza de nuestro protagonista, le ahorcan en la pág. 167 y le dejan en la plaza pública, expuesto a la pudrición, durante varios días. Aquí la narración, justo es decirlo, asciende varios grados y alcanza notas sinceras de sensibilidad… hasta que pocas páginas después el hijo de Bernat, Arnau, Antígono de nuestros tiempos, decide descolgar, saltándose la prohibición, el cadáver de su padre y cremarlo dignamente. Para ello lleva a cabo una especie de acción de comando, una maniobra digna de Steven Seagal, cuya descripción a lo largo de varias páginas rompe, señores asesores, toda empatía dramática. Baste decir que, en la pág. 175, Arnau, cumplido su objetivo, acaba corriendo delante de los guardias, mientras le pasan rozando lanzas y flechas porque todavía no se habían inventado las balas. En fin, esa escena que le hubiera gustado narrar a Sófocles pero que, entretenido en otras cosas, se le pasó por alto.
Sin que haya recuperado el resuello, nuestro nuevo héroe se ve involucrado en un malentendido largo de explicar, aunque es preciso señalar que buena culpa del embrollo la tiene el hecho de que Arnau se hubiera embadurnado la cara de barro, tipo Rambo, para llevar a cabo su sorpresiva acción. Por ello es que le toman por un ladrón. A resultas de lo cual (pág. 178), se abre un nuevo capítulo, consistente todo él en una especie de investigación detectivesca. ¿Quién se ha llevado el cepillo de la iglesia en obras? Esto de las pesquisas y el rollo policiaco ambientado en una época histórica es una suerte de subsubgénero que, desde El nombre de la rosa acá —y de sobra lo saben los asesores de Falcones—, tiene mucho éxito entre el lectorado común. Y como esta Catedral del mar tiene espíritu de compendio, en el sentido de meter dentro todo lo que pueda ser susceptible de triunfar, siguen pues diez páginas de detectivismo medieval.
Según acaba el capítulo, comienza otro donde se nos cuenta que nuestro nuevo héroe, Arnau, digno heredero de su padre en lo enrollado y estupendo, ha comenzado a trabajar como porteador de piedras en las obras para la iglesia. Se nos describen por extenso sus primeros portes y lo mal que lo pasó. Acaba el capítulo. En la siguiente página se abre otro capítulo donde se nos narra que Arnau se enamoró de una vecina, pero por culpa de su padre (del padre de la vecina) no fue correspondido. Naturalmente, lo paso muy mal. Fin de capitulo. En la siguiente página comienza otro donde se nos cuenta… Todo en La catedral del mar funciona así, capítulos como compartimentos estancos, sin relación alguna entre ellos, sin que acierten a unirse y compactarse en una estructura superior, ya no digo que lleguen a crear una ilusión de realidad. La novela funciona como un coche de mecánica simple que avanza a tirones, soltando de vez en cuando alguna pedorreta por el tubo de escape, a causa de una mala explosión. O como una orquesta en la que ora sonara el oboe, cuando se extinguiera su eco entrara un violín, apenas callara éste surgiera un violonchelo… Esto no será nunca una sinfonía, como seiscientas páginas encuadernadas una detrás de otra no llegaran sólo por eso a ser una verdadera novela.
Por supuesto, ni asomo de una inquietud personal, una idea, una visión del mundo que el escritor quiera comunicar a sus lectores. Eso de las novelas con sentido son antiguallas, propio de la época en que escribir era una tarea artesanal, rudimentaria si se quiere. Hoy, y gracias a empresas como Falcones S.L., escribir es la transformación mecánica de una materia prima para la consecución de un bien de mercado.
A todo esto vamos ya por el capítulo 24 (pág. 253). Arnau acaba de contraer matrimonio pero aquella vecina con la que no pudo casarse viene a trastornarle con continuas propuestas de adulterio. “No pienso perderte”, le dice la vecina. “No entiendo mi vida sin ti”. “Te necesito”. Al final, Arnau, siempre tan bueno, accede a los ruegos de su adyacente y se pierde nocturnamente con ella por la montaña de Montjuich (pág. 256), más o menos por el mismo lugar donde siglos más tarde se alzaría el estadio Lluis Companys, en el que juega sus partidos en casa el Real Club Deportivo Espanyol. Fundado el 28 de octubre de 1900, el RCD Espanyol se caracterizó en un principio porque todos sus jugadores eran catalanes o del resto de España residentes en Barcelona. En los primeros años de existencia del equipo, la camiseta que lucía era de color amarillo, pero en 1909 el equipo adoptó sus actuales colores blanquiazules. En mayo de 1902, el Club Español de Football participó en el primer campeonato de España, y su primera gran conquista fue la consecución de la Copa Macanya, en 1903… ¿Que por qué te estoy largando, oh lector inflacionista, todo este rollo sobre el por otra parte dignicísimo Real Club Deportivo Espanyol? Pues más o menos por lo misma razón por la que Ildefonso se lanza, a partir de la siguiente página, a contarnos los problemas políticos entre el rey Pedro III el Ceremonioso y su cuñado, el rey Jaime II de Mallorca, las discusiones que mantenían sobre los condados del Rosellón y la Cerdaña, las paces que quiere imponer entre ellos un Papa… Más o menos por lo mismo.
De toda la vida, por cierto, yo había leído sobre Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso. En este libro resulta ser Pedro III de Catalunya, también Ceremonioso pero rebajado, seguramente a causa del famoso 3%.
Al fondo de toda esta faramalla historicista creo ver, sin embargo, una luz. Si se nos cuenta todo esto es porque, finalmente, a causa de ello sobrevino una guerra y en ella se alistó el bueno de Arnau, para huir del acoso de su vecina. A estas alturas (pág. 275), ya me he congraciado algo con Ildefonso, con quien andaba reñido casi desde aquella “alma en pena” inicial. Falcones escribe bien, al menos con propiedad, y desde luego mucho mejor que quienes hoy en día se infatúan de literatos. También pone interés, ganas e incluso pasión en aquello que escribe, procura hablar claro en todo momento y se adorna sólo lo imprescindible. Ocurre no obstante que Ildefonso considera (y no es culpa suya, pues así seguramente lo creen sus asesores, y el común del público en realidad), considera, digo, que novelar consiste sencillamente en ponerse a contar cosas. Una novela es, según este concepto, una sucesión de peripecias. Y en éste libro ciertamente sobran peripecias, y aun para todos los gustos, pues en la guerra Arnau se une a los famosos almogávares catalanes, y descubre a su madre (la suya, de Arnau) que ejerce de prostituta para la tropa… Cualquiera de los episodios de esta novela, literariamente bien tratado, bastaría por sí solo para constituirse en base, trama y argumento de una novela autónoma. La huida de la gleba de Bernat, las dificultades con que se encuentra en Barcelona, el vagabundeo de Arnau, de niño, por las obras de Santa María, la relación de amor y odio con su vecina… Cualquiera de estos avatares, aislado del resto, bastaría para construir una buena novela donde se investigara sobre las motivaciones de los personajes, o sobre la naturaleza humana, o se intentara analizar una situación histórica. La catedral del mar, sin embargo, carece de cualquier profundidad, es un lago extenso en el que en todo momento, incluso en el centro, se hace pie, no hay pretensión alguna de análisis ni se quiere desarrollar ningún pensamiento, no hay nada, creo que ya lo he dicho arriba, ninguna idea superior (o yo, al menos, no la veo) que coordine y dé sentido a toda esta sucesión de aventuras. Sólo se busca entretener acumulando materiales, fiebre grandilocuente, síndrome de acopio, creo que ya lo he dicho también, de nuestros días. Vendría a ser, valga la comparación, como un nuevo Madame Bovary en el que toda la trama concebida por Flaubert, aligerada de fondo, concentrada en la anécdota, ocupase el primer capítulo; dicho lo cual de forma rápida y muerta Emma, en el segundo capítulo se narraría cómo Charles se casa con otra mujer; en el tercero muere Charles y su viuda monta una ferretería; en el cuarto la viuda se ve implicada en un asesinato; en el quinto, aclarado todo, ocurre un terremoto y la nueva Madame Bovary se arruina… y así cerca de sesenta capítulos, como tiene esta novela. Cuanto más y más rápido, mejor, y en cuanto se llegue a las seiscientas páginas, tamaño comercial idóneo, punto final.
Voy, pues, aligerando yo también. Otro de los errores de Falcones, éste ya menos imputable a la época, es la creencia de que construir un buen personaje significa construir un personaje muy bueno. En Barcelona ha aflorado la peste (pág. 319) y el pueblo, en una reacción típica medieval, echa la culpa de la plaga a los judíos. Arnau, recién llegado de la guerra, apenas acabar el preceptivo canto al pacifismo, se alza ahora como defensor de los judíos amenazados de linchamiento por la turbamulta. Estos, en agradecimiento, le largan un discurso de casi veinte páginas sobre sus creencias y sus costumbres. “A lo largo de los tiempos nuestra comunidad ha sido expulsada de muchos países; lo fue de nuestra propia tierra, después lo fue de Egipto, más tarde, en 1183, de Francia, y pocos años después, en 1290, de Inglaterra…” Lo que se dice un discurso enciclopédico.
En la pág. 364, Arnau, siempre tan bueno, apadrina una niña.
A todo esto, nuestro héroe se ha hecho inmensamente rico casi sin querer y, además de en hacer el bien dando préstamos sin intereses a los necesitados, decide en la pág. 373 vengarse de su antaño patrón Grau y de la malvada madrastra que en su día le oprimiera. Una venganza en clave decimonónica, al estilo de El conde de Montecristo. Sin embargo, lo que en Dumas (ah, qué recuerdos de los días de mi adolescencia) era pasión, intriga, ritmo, interés y tensión constantes, en La catedral del mar se resuelve en cuatro patadas y para la pág. 392 Arnau ya ha consumado su venganza. “Perfecto —felicitan los asesores a Ildefonso—, y sobre todo muy práctico. Así todavía nos quedan más de doscientas páginas para que sigan ocurriendo cosas”.
Como en el Medioevo, la verdad sea dicha, no había mucha variedad de sucesos donde elegir, en la pág. 393 se suscita otra guerra. Sospecho que, cuando ésta se acabe, se desencadenará otra peste. Por aquel entonces, eran bastante rutinarios.
En la pág. 401, Arnau, con una genial estratagema, gana la guerra. A causa de ello, la gente le felicita por la calle. Pero aún hay más: el rey Pedro III, en agradecimiento a su valor, le propone casamiento con su pupila y emparentar así con él (el rey con Arnau). A Arnau, que tiene ideas propias sobre el matrimonio, el ofrecimiento no le hace mucha gracia, pero acepta, sin embargo, más que nada por no hacer un feo a Su Majestad.
En la pág. 425, Arnau acaba con el feudalismo. Le han concedido una baronía por los servicios prestados y, según toma posesión de ella (esa misma tarde, he creído entender, o al día siguiente a más tardar), declara abolidos los derechos feudales y libera a los siervos. La gente le aclama. Su madre y su ex vecina, que se encuentran entre el público y que le escuchan atónitas, “con los sentimientos a flor de piel”, también prorrumpen en aplausos. A la mujer de Arnau, que es noble, estas excentricidades no acaban de gustarle.
La cuarta parte de esta novela (pág. 471) se titula “Siervos del destino” y en ella los malos parecen coaligarse entre sí para buscar la perdición de Arnau, enfurecidos porque su bondad choca de pleno contra su vileza. El que más avilantez muestra es un tal Navarcles, hijo del infame caballero del principio. Este nuevo Navarcles muestra mucha avilantez. Y además muy mala leche. Entre unos y otros, precipitan a Arnau al fondo de un calabozo, reo de la Santa Inquisición (pág. 490). Se le acusa de lascivia y prácticas judaizantes, por haber abrazado, a la vista de todos, a una joven judía cuyo padre estaba siendo quemado vivo. La ignominia de esta acusación (por lo demás verosímil y muy bien planteada, es de ley reconocerlo, señor Falcones) bastaría por sí sola para componer un emotivo capítulo, incluso una emotiva novela autónoma sobre el fondo de maldad y putridez del Santo Oficio y, a partir de esa base, sobre todos los fanatismos religiosos que en el mundo han sido.
Pero de nuevo Ildefonso y sus asesores consideran que el colmo de la elegancia es ponerse el bombín encima de la chistera, y en la misma mazmorra en que Arnau, en buena literatura, se tendría que estar debatiendo contra la injusticia y la vileza, el autor encierra (pág. 516) a Francesca, la ya anciana madre de nuestro héroe, que hasta dicha página ha mantenido en secreto su maternidad. Se monta a partir de entonces una intriga algo vodevilesca en torno a si el hijo acabará reconociendo a la madre o si está hará o dirá o mostrará algo que la haga reconocible al hijo.
La tensión no mina, pese a todo, a nuestro protagonista, que en la pág. 560 saca fuerzas, como diría Antonio Gala, de flaqueza para decirle al señor inquisidor lo que piensa: que todos los hombres, judíos o moros o cristianos, son iguales, que, dicho en otras palabras, nadie puede ser discriminado por razón de raza, sexo o religión, nacionalidad o tendencia sexual… Ante esto, el del Santo Oficio suspende el interrogatorio, seguramente para recapacitar sobre lo dicho, y Arnau vuelve a su celda ufano. Se creerá éste que por ser inquisidor me va a achantar a mí, parece que se va diciendo.
El inquisidor, a todo esto, es retratado como un pérfido, un riguroso y un soberbio de más de la marca a fuer de hacerle exclamar a todo pasto ¡pero cómo os atrevéis! cada vez que alguien le replica. En ocasiones (pág. 588 y siguientes) lo dice hasta tres veces en una sola conversación.
Todo parece encaminado, como en las películas norteamericanas, para acabar con un gran juicio final en el que se escenifique la victoria de los buenos, pero no, que en la pág. 591 el pueblo de Barcelona, conmovido por la suerte de uno de sus mejores hijos, asalta la cárcel inquisitorial, saca de ella a Arnau, lo pone en un barco con la mujer que ama y lo envía no me he enterado muy bien dónde hasta que se tranquilicen las cosas. Lo cual sucede pronto, porque ya quedan pocas páginas. En la pág. 623 mueren los malos molt malament, quiero decir de muy mala muerte, y en la pág. 628 se nos presenta a Arnau de nuevo en Barcelona, muy feliz y rodeado de los suyos. Fin.
Nada tengo contra que una persona, aunque se llame Ildefonso, escriba un libro y, de sopetón, se convierta en un fenómeno editorial, triunfe y prospere. No me corroe, lo puedo jurar, la envidia, no me ahoga la bilis, no me rechinan los dientes, y es falso, amigo lector, eso que dicen que fabriqué un muñeco a imagen del exitoso y durante noches enteras me dediqué a clavarle alfileres. No hagas caso de esas habladurías, lector hercúleo. Antes bien, te aseguro que me alegré bastante de la proeza ildefonsí; del hecho inusual de que un outsider, un aficionado a las letras, se dedique durante años a pergeñar una novela y, cuando al fin consigue darla a la imprenta, suscite el pasmo y la admiración general, logre que no se hable de otra cosa, que la gente se arremoline en las librerías y que se produzcan tumultos para conseguir el último ejemplar del estante. Yo pasaba con mi coche por las avenidas, haciendo sonar el claxon. “¡Viva Ildefonso!”, gritaba. “¡Viva!”, me respondía la gente con un enorme alborozo, agitando el libro sobre sus cabezas.
Todo tenía un color distinto aquel verano en que floreció La catedral del mar. Yo llegué a pensar, incluso, que en Falcones se había encarnado, de repente, esa figura que durante tanto tiempo llevaba aguardando. Por fin, me decía, ese aventurero —genio o sinvergüenza da lo mismo— que irrumpe en la corte imperial con su armadura dorada, espada en ristre, al asalto de las doncellas, y acaba sacando a la literatura del muermo y pone fin a toda esa endogamia que la está haciendo resbalar hacia la idiocia. Por fin el escritor que con la sola arma de su imaginación y su talento viene a sanear este pantano de aguas estancadas.
Mantuve estas esperanzas durante un tiempo; en concreto, hasta el día que leí una entrevista donde Falcones declaraba, sin rebozo alguno, que si bien la idea y la primera redacción de La catedral del mar habían sido obra suya, una vez pergeñado esto había llevado el bosquejo a diversos talleres literarios y escuelas de escritura para que, al precio que tuvieran por costumbre, le pulieran el texto y se lo dejarán niquelado. Declaraba Ildefonso, muy en su papel de tipo moderno y empresarial, que no había nada de malo en recurrir a los expertos para que te tuneen una novela, del mismo modo, más o menos, en que uno deja sus acciones en manos de un broker o confía sus asuntos legales a un bufete. Son los tiempos modernos, venía a señalar. Lo importante es conseguir un producto comercial, vendible —y rentable, añado yo—; en este caso un producto literario; para ello, todo lo que se refiere a creación y escritura se ha externalizado (outsourcing), como mandan los modernos métodos de gestión empresarial, y se le ha encomendado a una empresa de servicios especializada, en aras de conseguir una mayor eficiencia en el proceso y una optimización de los recursos.
También una mejor adaptación a los ciclos de producción, y muchas otras ventajas más…
No sería justo que Falcones, recién llegado a esta poza, y en el fondo el más sincero de los escritores actuales, tuviera que pagar por los pecados del resto. En el fondo, oh lector esmerilado, te digo incluso que hace bien. ¿A qué andarse con sutilezas y excusas?; venga directamente a la conquista del bestsellerato, con lo que esté de moda —en nuestros días, la novela histórica— y si alguien se siente ofendido, que le den mercromina.
A esto yo no tengo nada que objetar. Pero pensé luego, sin embargo, que ya que el tocho catedralicio había sido concebido por y para el éxito a toda costa, quizás pudiera servirme como arquetipo del modo en que se novela hoy, como ejemplo de artimañas, itinerario de tretas y manual de las argucias que se emplean para fabricar un superventas. Decidí intrincarme, pues, en la novela en busca de sus claves comerciales.
La catedral del mar comienza con una descripción, cercana a las seis páginas, de un banquete de bodas medieval. Es una descripción, como si dijéramos, “a vista de pájaro”, sin demasiados pormenores; de vez en cuando, asistimos a un detalle, una pincelada, un fragmento de conversación… Si algo distingue a las novelas hodiernas es que nacen preparadas ya para su pronta adaptación al cine; a medio camino entre la novela y el guión, suelen ser fácilmente reversibles, para que, llegado el caso, no haya que gastar mucho en la adaptación. El comienzo descriptivo de La catedral del mar, por ejemplo, se presta maravillosamente a ser empleado como fondo mientras sobre la pantalla van surgiendo los títulos de crédito. A la sexta página, cuando el autor calcula que ya habrá aparecido el “dirigido por” —o, con un poco de suerte, el “directed by”— comienza la acción.
Pág. 14: Irrumpe en medio del banquete nupcial el señor de Navarcles. “No me gusta nada esta visita”, murmura uno de los convidados. Se presenta a caballo, con aspecto grave, lanzando miradas torvas e intimidando, con el piafar de su caballo, a la concurrencia, que hasta entonces se lo estaba pasando dabuten. Algo, un instinto, un pálpito, me hace sospechar que este Navarcles va a ser el malo de la novela. Le falta prorrumpir en risas estridentes, pero todo, sin duda, se andará.
Bernat, el novio, en su condición de tal, es el primero que va a recibir al recién llegado y que, por tanto, se confronta con él. Enseguida se advierte que es un buen chico, amable, limpio, trabajador, amante de los animales, amigo de sus amigos, colaborador con varios oenegés… Pese al mal rollo que se desprende de la figura del intruso, Bernat, siempre atento, le invita a apearse de su montura y a tomar un aperitivo. Algo, de nuevo un pálpito, me dice que este Bernat está llamado a constituirse en el bueno de la novela.
Pág. 16: El tal Navarcles, después de las presentaciones, se ha lanzado a interpretar, sin preámbulo alguno, su papel de macarra del Medioevo. “Continuad con vuestra fiesta –gritó con una pierna de cordero en la mano-. ¡Vamos, venga, adelante!”, pero a los invitados se les ha cortado el rollo. “¡Reíd, maldita sea!”. Y a una anciana que, al ir a servirle vino, le ha salpicado con unas pocas gotas, a punto está de darle un piño. Que te meto un meco, le dice. Poco más o menos.
Pág. 18: Navarcles, que es el señor feudal de los contornos, después de tomarse unas copas decide que va a hacer uso del derecho de pernada que le confiere la ley, y va a ser por tanto el primero en yogar con Francesca, la novia. Luego lanza esa carcajada que durante tanto tiempo —cuatro páginas— se ha hecho esperar. El lector ya empezaba a pensar que Falcones y sus asesores no habían sabido construir como es debido el personaje del malo.
Una vez ha reído varias veces, Navarcles se lleva a la moza, cargada al hombro (verídico), a un cuarto interior. Al cabo de un rato —“que a Bernat le pareció interminable”, escribe Ildefonso tras reunirse con sus asesores—, el malvado reaparece atándose los zaragüelles. Después de alguna perrería más, en la pág. 21 el vil Navarcles abandona la escena.
—¿Qué tal lo he hecho? —parece preguntar a la vuelta del papel.
—Bien, muy bien —parecen responderle el autor y sus consejeros-; descansa un rato que dentro de poco vuelves a aparecer. Tal es la sensación de irrealidad del conjunto.
Marchado Navarcles, se reparten entonces unas monedas a los extras que han hecho de invitados a la boda, para que abandonen el lugar puesto que ya no hacen falta, y el capítulo se cierra con unas emotivas palabras para describir la desolación que se ha apoderado de los novios. Perfecto —opina el asesor, apartando un poco la vista de los folios—. Un primer capítulo de impacto para atraer la atención del lector. Esto marcha. Sigamos.
Fundido en negro; entramos en el capítulo 2. “Francesca vagaba por la masía como un alma en pena”, es la frase con que se abre este capítulo, pág. 23. Antaño, entre los escritores a la vieja usanza, era obligación ser original, insólito, sorprendente. Intentarlo al menos. A ningún juntaletras con un mínimo de pulcritud se le hubiera ocurrido entonces empezar capítulo, que al fin y al cabo es como un pequeño inicio de libro, con una frase tan enmohecida y una comparación tan blandengue. Hogaño, implantadas las sociedades mercantiles de escritura, no hay lugar para estas delicadezas; las frases se compran al peso, la producción es en serie y el resultado se mide de acuerdo a un índice interanual. Así, en esta misma página, un poco más adelante: “La violación se interponía entre ellos como una barrera infranqueable”.
A consecuencia de dicha violación, ejercida como derecho de pernada por el malvado Navarcles, nos cuenta Ildefonso que entre Francesca y Bernat, la mujer y el marido, hay una situación tirante, el matrimonio no funciona, la relación se llena de silencios, cuando se cruzan por los pasillos sus miradas se esquivan… Conviene recordar aquí que estamos ante una novela histórica, y mal que bien, con sus licencias narrativas, tales novelas deben intentar reflejar el ambiente de una época. Dicho lo cual, oh lector platirrino, ¿puede alguien creerse este comportamiento en un matrimonio del Medioevo?, ¿este actuar como el dúo Pimpinela?, ¿habrá quien piense que en aquellos siglos, entre la clase más bien labriega, la gente se preocupaba por el estado de su relación conyugal? Antes bien, en aquel tiempo las esposas ni siquiera podían plantearse el estar insatisfechas, ni los esposos se sentían preocupados por si cónyuge era feliz o no. Entre otras cosas, porque el concepto de felicidad en aquel tiempo no era ni remotamente parecido al actual. ¡Ni siquiera la violación de una mujer se contemplaba entonces como se contempla hoy! No niego que Bernat, en la novela, pueda sentir pena por Francesca, pero tal como aquí se nos describe es un sentimiento moderno, anacrónico, inconcebible.
Nueve meses después de las infaustas nupcias, en la pág. 29, Francesca da a luz a un niño. A Bernat, durante algunas páginas, le consume la duda de si el recién nacido pudiera ser en realidad hijo del pérfido Navarcles, fruto siniestro del derecho de pernada. De pronto, cuando más desesperado está, Bernat recuerda un pequeño detalle: recuerda —¡ah!— que los varones de su apellido, los Estanyol, muestran todos, indefectiblemente, a manera de copyright, un lunar antipiratería que los distingue. Bernat corre a comprobar si el rorro, de nombre Arnau, está marcado por el lunar y sí, lo está, para descanso del lector.
Bromas aparte, esto del rasgo genético, de la mancha familiar que permite distinguir al legítimo heredero, se dejó de utilizar, según lo tengo estudiado, allá por tiempos de Chindasvinto, por parecerles a los autores de aquel entonces un recurso anticuado, facilón, en exceso melodramático y bastantico cursi. Pero eso era, como digo, en aquel entonces. Actualmente, las fábricas de bestsellers hacen carne picada con todo y lo embuten luego en párrafos como salchichas.
Herido el malandrín Navarcles en su virilidad, por aquello de que el hijo de Francesca finalmente no fuera suyo, decide hacer uso de nuevo de sus derechos feudales y rapta a la mujer (pág. 32) para que sirva de nodriza a su hijo, don Jaume. Entre toma y toma, Navarcles y sus compinches se dedican a violar a la malhadada Francesca. Un poco exagerado en lo perverso me parece este Navarcles; más si tenemos en cuenta que la infortunada mujer estaba amamantando a su progenie, por lo que no parece muy lógico, incluso en la maldad, darle tan mala vida que acabe por enflaquecer y demacrarse al extremo. Pero, en fin, todo sea por ascender en la escala del dramatismo, de la emotividad, de la tragedia…
A Falcones se le nota cómodo en esta tesitura; sus asesores, además, le han dicho que al común de la gente le gusta el morbo, la truculencia y el desgarro, y allá que va Ildefonso entonces con la reductora metida. De la pág. 34 a la pág. 40 se nos narra cómo Bernat, el bueno de Bernat, encuentra a su hijo moribundo, cómo lo libra de la muerte alimentándole con migas de pan, cómo tiene que huir por el monte, cruzar ríos y escalar barrancos, como en el anuncio de Movistar, con el bebe apretado contra su pecho, repitiéndole “saldremos de ésta”, hasta que acaban guareciéndose en una cueva, antigua guarida de fieras. Entretanto, Francesca, la mujer, despedida como nodriza, vaga por los estercoleros…
La catedral del mar se presta de manera idónea, como novela de éxito fulgurante, para vislumbrar a su través las claves del gusto contemporáneo. Basta con leer estas seis páginas, y echar luego un vistazo alrededor, para advertir cómo hoy en día lo que priva es la acumulación, la montonera, lo grande y desmesurado. Nos gusta el cuadro enorme, la estatua de diez metros, el mural y la ópera con coros populosos. En el cine, los efectos especiales, las explosiones muchas, las persecuciones en las que se despanzurran por lo menos veinte coches. Lo que pega es la música a todo trapo, el sexo a todas horas, las pizzas llenas de ingredientes, los viajes de placer todo incluido. La alta velocidad y el macrobotellón. Nuestra cultura se ahoga en la inflación, apenas si puede andar, víctima del sobrepeso. “It´s the end of the world as we know it”, canta REM, con compulsiva palabrería. Vivimos encima de una caldera a presión, alimentada cada vez con más madera. Es tiempo de Guinness, de Harry Potter, o de Catedral del mar, donde, para crear un sentimiento trágico, se suceden nueve escenas lacrimógenas, una detrás de otra.
En la pág. 41, Bernat sale de la cueva y marcha a Barcelona, donde le han dicho que si vive un año y un día (verídico) sin que le capturen, deja de ser un siervo feudal y pasa a ser un hombre libre. Después de una entrada en la Ciudad Condal literariamente bastante aseada, todo hay que decirlo, Bernat llega al cabo de siete páginas a ca´ su hermana, que está casada con un rico alfarero, a la sazón ausente por motivos de negocio. La mujer se sincera con su hermano: el alfarero antes era cariñoso y detallista, pero desde que triunfa en los negocios, ha cambiado mucho. Ya no tiene tiempo para ella ni para sus hijos, está todo el día pendiente de las ganancias, sufre, en fin, de stress y de burn-out, ese síndrome del trabajador quemado tan propio del mundo medieval.
En éstas, pág. 52, llega el alfarero workaholic (adicto al trabajo, se decía en el Medioevo). El alfarero tiene nombre de mucha fiereza: Grau, y tal vez por ello, monta en cólera cuando se entera que su mujer ha alojado en la casa a un siervo fugitivo, algo que le podría causar problemas con la nobleza de cara a su reputación. Al final, la esposa le convence, no alcanzo a entender muy bien cómo, para que dé asilo a Bernat.
Bernat queda alojado, pues, en el taller del alfarero, donde sufre el duro trato que se daba entonces a los aprendices: insultos, patadas, latigazos… Bernat es, sin embargo, un rebelde por naturaleza (su comportamiento parece estar tomado, en gran medida, de Paul Newman en La leyenda del indomable). Así, cierta vez (pág. 55) en que el capataz, “gritando como un poseso” le va a dar un rebencazo, Bernat se planta serio frente a él: “Hazlo y te mataré”, le dice, y el otro, poseso, se achanta. Lo dicho, un tipo duro, indómito e insubordinado. Lástima que no mostrara tal carácter, ni siquiera se le atisbara, en las primeras páginas de la novela, mientras estaban procediendo a violar a su novia; pero es que entonces, lector, hay que comprenderlo, todavía no estaba metido en su papel.
Un raro pálpito me había hecho suponer que, según entrara en el taller de su cuñado, nuestro héroe Bernat, por honrado, trabajador, leal y todo el conjunto de sus buenas prendas —por enrollado, en fin—, pronto se haría con el respeto de sus compañeros; aún más, prosperaría y se convertiría en el dueño del cotarro. Es lo que suele pasar con los buenos chicos de las novelas; y en ésta sucede, efectivamente, en la pág. 57.
Dicen de los bestsellers al uso que su principal virtud es que los lectores se identifican con ellos, que lo que cuentan resulta cercano y familiar… ¿Cómo no va a resultar cercano y familiar, pregunto yo, si lo habremos leído, antes que ésa, doscientos treinta veces?
Mientras tanto, pág. 62, el cuñado de nuestro héroe, Grau, se ha convertido en un tiburón financiero. En el clásico capitoste sin escrúpulos. No es difícil barruntar que aquí se está gestando un futuro rufián, y que dentro de unas pocas páginas no tendrá otro objetivo en la vida que hacer la pascua a nuestro nunca bien alabado protagonista.
Muy pronto habrá de dar muestras este Grau de su carácter feroz. Diría más: de su carácter chungo. En la pág. 71, sin ir más lejos, se le muere accidentalmente un hijo y el innoble Grau, lejos de apostar por la paz, por la concordia y por la unidad de las fuerzas democráticas, toma un látigo de siete colas y azota con él a la sierva que se encargaba del cuidado de los niños hasta causarle la muerte. A Bernat, esto de que azoten a una persona le parece impropio, inusitado y, desde luego, ofensivo para su sensibilidad —conviene recordar, lector, que la acción está situada en 1329—. Es por ello que, en cuanto puede (pág. 73), decide despedirse y le dice al capataz que le vaya preparando el finiquito. Como en 1329 no saben muy bien lo que es eso, al final le convencen para que se quede en el taller.
Al final (pág. 76), Bernat consigue la ciudadanía barcelonesa, pero no la disfruta, sin embargo, como es debido, porque su pequeño hijo Arnau se muestra triste. Pág. 77: “Bernat intentaba hablar con él y animarlo. Tienes que buscar amigos, quiso decirle en una ocasión”. Si de algo presumen los autores actuales de novela histórica es de la exhaustividad con que se documentan; aunque más pienso yo, por ésta y otras novelas, que esa tan cacareada documentación es, en el fondo, muy superficial, sobre vestidos, cachivaches y palabros. En ningún momento se pretende llegar a los comportamientos, las creencias y la sensibilidad de la época de que se trate. El resultado son tipos de hoy, con mentalidad de hoy, sólo que embutidos en trajes de época y hablando raro. Así, en la pág. 85 se nos cuenta de una mujer a la que han encerrado en un cuartucho de por vida, rea de adulterio. Tanto Bernat como su hijo Arnau se enternecen sobremanera con esta historia, que el hijo le cuenta al padre mientras éste le acaricia la cabeza al anochecer, en el momento en que ya todos los siervos duermen. Ambos miran al fuego porque entonces no había televisor.
Apenas una página después, rompe diques la cursilería. Para ahorrarle penas, Bernat le cuenta a su hijo que es huérfano, pero no debe preocuparse, porque “a todos los niños que se quedan sin madre, como tú, Dios les da otra: la Virgen María”. Arnau se sobresalta entonces. Tendrá ocho años a la sazón, ¡y en todo este tiempo, corriendo el año 1329, no ha oído hablar nunca de la Virgen María! “¿Dónde está esa María?”, pregunta, alanceado por la curiosidad. “En las iglesias”, le responde su padre. Y al capítulo siguiente, ya está el muchacho, en compañía de un amigo, buscando una iglesia, o como se llame, por toda la Ciudad Condal. Dado que ninguno de los dos ha visto nunca antes, ¡en 1329!, una iglesia, les cuesta varias páginas dar con una.
Cuando al fin encuentran una de ésas como se diga, quedan admirados (pág. 92) por su grandiosidad. Y eso que todavía está en obras. Se trata de la iglesia de Santa María del Mar. Un obrero que pasa a espaldas de los muchachos mientras estos contemplan atónitos la construcción les anuncia que está llamada a ser una iglesia muy importante, más incluso que la catedral, porque “la catedral la pagan los nobles y la ciudad; sin embargo, esta iglesia la paga y la construye el pueblo”. Era un obrero, como se ve, concienciado. Posiblemente votante de IU.
Los chavales oyen que el templo está bajo la advocación de la Virgen y allá que se precipitan entonces en su interior, esperando hallar a tan fabulosa mujer… Pero antes, un poco de historia de Barcelona (págs. 94 y 95). A destacar el tono folletinesco: “Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada Santa Eulalia en el año 303 (…); la iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas de la playa de Barcelona (…); el transcurso del tiempo obligó a la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía (…); después de que el barrio de la Ribera de la Mar de Barcelona se convirtiera en un lugar próspero y rico, la antigua iglesia románica a la que acudían los pescadores se quedó pequeña y pobre para sus prósperos y ricos parroquianos…”(todo era riqueza y prosperidad en la Barcelona de la época, como se puede ver). En fin, folletinesco digo de “folleto”, no de “folletín”, porque, en efecto, todo esto parece sacado de un tríptico turístico. Ha sido incluido, además, sin criterio ni discriminación algunos. Porque, Ildefonso, hombre, ¿no te das cuenta de que si hablas de iglesias “románicas” te estás poniendo en la posición de un hombre actual y alejándote con ello de toda cercanía, proximidad e implicación con los hechos que narras en tu novela? A no ser que creas, naturalmente, y contigo tus asesores, que la gente de la época conocía, valoraba y clasificaba el estilo en que estaba edificando, y era costumbre decir, por ejemplo: “vamos a construir una catedral de estilo gótico tardío” o “qué bien nos ha quedado este templo prerrománico”. Ya sé, Ildefonso, que con el trabajo que cuesta documentarse da pena tener que tirar algunos datos a la papelera, pero en este caso, ciertamente, hubiera sido preferible.
Los chicos entran en la como se llamara aquel edificio y quedan asombrados (pág. 96) por las personas que, de rodillas ante la imagen de la Virgen, murmullan letanías. Al poco rato, se enteran de que eso se llama “rezar”. El asombro de los muchachos es comprensible, si tenemos en cuenta que ambos provienen de familias laicas. Las típicas familias laicas del Medioevo.
Sumidos aún en el asombro, los dos mozuelos se preguntan para sí por la razón de tanto andamio como se ve por la iglesia. Por fortuna para ellos, en aquel mismo momento (pág. 101) pasa de nuevo a sus espaldas no aquel obrero progresista, sino el mismísimo arquitecto, quien no puede evitar acercarse a los muchachos y explicarles, de manera muy didáctica, cómo se construye una catedral, por qué se usan determinadas materiales, cómo se ha de colocar la clave de bóveda, qué es un ábside, un contrafuerte, una archivolta… Yo comprendo que en una novela como ésta, lineal y elemental como una sopa de sobre, en una novela medrosa en que desde la distancia de siete siglos un narrador omnisciente va narrando todo lo que ocurre, sin acciones paralelas ni salidas del carril, en una estructura tan básica comprendo, decía, que resulte muy difícil introducir las explicaciones arquitectónicas que Ildefonso cree son necesarias. Pero aun así, ¿no habría algo más evolucionado literariamente, algo con un poco más de imaginación que la súbita verborrea del jefe de obras que pasa casualmente por allí?
La obra se interrumpe en la pág. 114 y no para el almuerzo de los albañiles, sino porque Ildefonso ha visto un hueco donde meter a presión buena parte de la documentación que ha acumulado y que, claro —y a ello le animan sus asesores—, no es cuestión de desperdiciar. En dicha página tañen de pronto las campanas y todos los obreros, los canteros, los mercaderes, tot el camp en general, se ve obligado a dejar las herramientas y tomar las armas. Los derechos de Barcelona parecen verse amenazados por una especie de contencioso feudal; Ildefonso, que por lo que leo en la contraportada es abogado, nos habla un poco sobre las curiosas costumbres legales de la época. Luego hace que los barceloneses salgan a la calle tras el pendón de Sant Jordi, y en formación cerrada, para poderlos describir, les da un paseo hasta Sitges. Finalmente, todo resulta ser una falsa alarma y en la pág. 121 los obreros vuelven de la excursión y retoman sus ocupaciones.
He dicho más arriba que la documentación histórica, a la hora de novelar, es inútil si no se acompaña de unos personajes que se comporten, actúen y sientan al modo de la época. Un ejemplo escandaloso de esta incongruencia entre los decorados y lo que ocurre en escena puede encontrarse en la pág. 129. El bonísimo Bernat decide adoptar al amigo de su hijo, ser para él como un padre a todos los efectos, salvo los legales. Cuando le comunica la decisión al muchacho, éste no dice ni que sí, ni que no, ni que cuánto; como sola respuesta se ilumina su cara. “¿Significa eso que sí? —preguntó Bernat”. La expresión es propia de los tiempos modernos, e incluso ahora parece impostada; es, más bien, una expresión de telefilm norteamericano de tarde de domingo. Absurda por completo en una novela ambientada en la Edad Media.
Bernat, mientras (pág. 133), ha pasado de alfarero a palafrenero. Como era de suponer, apenas ingresar en las caballerizas sobresale por lo bien que trabaja, lo limpio que es, los cuidados que presta a las caballerías: “Sabía tratarlos, alimentarlos, limpiarles los cascos, curarlos si era menester…” Lo único que se le da mal es “el embellecimiento”; Bernat no comprende por qué los caballos han de llevar tanto perifollo, tanto lacito y tanto arnés. Él los prefiere sueltos, libres, ligeros. Pocos, en fin, tan enrollados como Bernat.
Pág. 138: al ahijado de Bernat se le muere la madre y los dos muchachos quedan, pues, huérfanos maternos, por lo que, en una emotiva escena, deciden adoptar a la Virgen como máter amantísima. Desde los tiempos del reverendo padre Martín Vigil, que también fue bestseller en los lejanos días, ¡ay!, de mi adolescencia, no había leído nada igual de… cómo calificarlo… igual de.
A la bonísima familia Bernat y sus no menos bonísimos allegados no hacen más que surgirles enemigos, todos ellos, en el fondo, por envidia. Para la pág. 151 ya son cerca de la docena. Entre ellos, una pérfida madrastra.
Grau, el cuñado de Bernat, transformado ya en preboste, prevé en la pág. 156 que se avecinan malos tiempos, tiempos de hambre y escasez, entre otras cosas porque “se siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!”, exclama el preclaro directivo. La tierra, así, está infraexplotada, dice Grau, y es difícil que se sucedan más anacronismos en una sola escena. En primer lugar, los medievales no tenían, ni sospechaban siquiera, la idea de progreso febril que azota al hombre de hoy; ellos no sufrían ningún prurito por evolucionar ni sentían que el anclaje en el pasado fuera algo digno de evitar. En segundo lugar, los romanos tampoco les quedaban tan lejos, ni hablaban de ellos en el tono peyorativo que encierra la expresión; antes al contrario, la vieja Roma les parecía el paraíso perdido de cultura y refinamiento. Y tercero (que se me ocurra a mí, pero a poco que el lector piense podría seguir acumulando incongruencias), leyendo a Ildefonso y sus asesores uno podría pensar que a lo largo de la historia los inventos han sido algo premeditado, y nada más falso. Hoy sí, efectivamente, es posible que alguien se encierre durante horas en un laboratorio con el propósito específico de “inventar algo”, pero antaño las cosas sucedían de otra forma. Antaño eran ideas espontáneas, ajenas a la voluntad del creador. No dijeron los neolíticos, por ejemplo, “vamos a inventar la agricultura”, ni los cretenses “perfeccionemos la cerámica”, ni un prehistórico se levantó de pronto con la idea de “a ver si se me ocurre el vaso campaniforme”. De igual manera, ningún medieval, al ver las técnicas de cultivo de su época, pensaría en que había que revolucionarlas, ni se diría: ¡ah, si tuviésemos tractores cosecharíamos mucho más!
Acaece, como previera Grau, el crack económico, y Bernat, siempre tan eficiente, se alza (pág. 165) como instigador de una insurrección popular, como cabecilla de los hambrientos. A consecuencia de ello, cuando los soldados finalmente sofocan la revuelta, sin parar mientes en la majeza de nuestro protagonista, le ahorcan en la pág. 167 y le dejan en la plaza pública, expuesto a la pudrición, durante varios días. Aquí la narración, justo es decirlo, asciende varios grados y alcanza notas sinceras de sensibilidad… hasta que pocas páginas después el hijo de Bernat, Arnau, Antígono de nuestros tiempos, decide descolgar, saltándose la prohibición, el cadáver de su padre y cremarlo dignamente. Para ello lleva a cabo una especie de acción de comando, una maniobra digna de Steven Seagal, cuya descripción a lo largo de varias páginas rompe, señores asesores, toda empatía dramática. Baste decir que, en la pág. 175, Arnau, cumplido su objetivo, acaba corriendo delante de los guardias, mientras le pasan rozando lanzas y flechas porque todavía no se habían inventado las balas. En fin, esa escena que le hubiera gustado narrar a Sófocles pero que, entretenido en otras cosas, se le pasó por alto.
Sin que haya recuperado el resuello, nuestro nuevo héroe se ve involucrado en un malentendido largo de explicar, aunque es preciso señalar que buena culpa del embrollo la tiene el hecho de que Arnau se hubiera embadurnado la cara de barro, tipo Rambo, para llevar a cabo su sorpresiva acción. Por ello es que le toman por un ladrón. A resultas de lo cual (pág. 178), se abre un nuevo capítulo, consistente todo él en una especie de investigación detectivesca. ¿Quién se ha llevado el cepillo de la iglesia en obras? Esto de las pesquisas y el rollo policiaco ambientado en una época histórica es una suerte de subsubgénero que, desde El nombre de la rosa acá —y de sobra lo saben los asesores de Falcones—, tiene mucho éxito entre el lectorado común. Y como esta Catedral del mar tiene espíritu de compendio, en el sentido de meter dentro todo lo que pueda ser susceptible de triunfar, siguen pues diez páginas de detectivismo medieval.
Según acaba el capítulo, comienza otro donde se nos cuenta que nuestro nuevo héroe, Arnau, digno heredero de su padre en lo enrollado y estupendo, ha comenzado a trabajar como porteador de piedras en las obras para la iglesia. Se nos describen por extenso sus primeros portes y lo mal que lo pasó. Acaba el capítulo. En la siguiente página se abre otro capítulo donde se nos narra que Arnau se enamoró de una vecina, pero por culpa de su padre (del padre de la vecina) no fue correspondido. Naturalmente, lo paso muy mal. Fin de capitulo. En la siguiente página comienza otro donde se nos cuenta… Todo en La catedral del mar funciona así, capítulos como compartimentos estancos, sin relación alguna entre ellos, sin que acierten a unirse y compactarse en una estructura superior, ya no digo que lleguen a crear una ilusión de realidad. La novela funciona como un coche de mecánica simple que avanza a tirones, soltando de vez en cuando alguna pedorreta por el tubo de escape, a causa de una mala explosión. O como una orquesta en la que ora sonara el oboe, cuando se extinguiera su eco entrara un violín, apenas callara éste surgiera un violonchelo… Esto no será nunca una sinfonía, como seiscientas páginas encuadernadas una detrás de otra no llegaran sólo por eso a ser una verdadera novela.
Por supuesto, ni asomo de una inquietud personal, una idea, una visión del mundo que el escritor quiera comunicar a sus lectores. Eso de las novelas con sentido son antiguallas, propio de la época en que escribir era una tarea artesanal, rudimentaria si se quiere. Hoy, y gracias a empresas como Falcones S.L., escribir es la transformación mecánica de una materia prima para la consecución de un bien de mercado.
A todo esto vamos ya por el capítulo 24 (pág. 253). Arnau acaba de contraer matrimonio pero aquella vecina con la que no pudo casarse viene a trastornarle con continuas propuestas de adulterio. “No pienso perderte”, le dice la vecina. “No entiendo mi vida sin ti”. “Te necesito”. Al final, Arnau, siempre tan bueno, accede a los ruegos de su adyacente y se pierde nocturnamente con ella por la montaña de Montjuich (pág. 256), más o menos por el mismo lugar donde siglos más tarde se alzaría el estadio Lluis Companys, en el que juega sus partidos en casa el Real Club Deportivo Espanyol. Fundado el 28 de octubre de 1900, el RCD Espanyol se caracterizó en un principio porque todos sus jugadores eran catalanes o del resto de España residentes en Barcelona. En los primeros años de existencia del equipo, la camiseta que lucía era de color amarillo, pero en 1909 el equipo adoptó sus actuales colores blanquiazules. En mayo de 1902, el Club Español de Football participó en el primer campeonato de España, y su primera gran conquista fue la consecución de la Copa Macanya, en 1903… ¿Que por qué te estoy largando, oh lector inflacionista, todo este rollo sobre el por otra parte dignicísimo Real Club Deportivo Espanyol? Pues más o menos por lo misma razón por la que Ildefonso se lanza, a partir de la siguiente página, a contarnos los problemas políticos entre el rey Pedro III el Ceremonioso y su cuñado, el rey Jaime II de Mallorca, las discusiones que mantenían sobre los condados del Rosellón y la Cerdaña, las paces que quiere imponer entre ellos un Papa… Más o menos por lo mismo.
De toda la vida, por cierto, yo había leído sobre Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso. En este libro resulta ser Pedro III de Catalunya, también Ceremonioso pero rebajado, seguramente a causa del famoso 3%.
Al fondo de toda esta faramalla historicista creo ver, sin embargo, una luz. Si se nos cuenta todo esto es porque, finalmente, a causa de ello sobrevino una guerra y en ella se alistó el bueno de Arnau, para huir del acoso de su vecina. A estas alturas (pág. 275), ya me he congraciado algo con Ildefonso, con quien andaba reñido casi desde aquella “alma en pena” inicial. Falcones escribe bien, al menos con propiedad, y desde luego mucho mejor que quienes hoy en día se infatúan de literatos. También pone interés, ganas e incluso pasión en aquello que escribe, procura hablar claro en todo momento y se adorna sólo lo imprescindible. Ocurre no obstante que Ildefonso considera (y no es culpa suya, pues así seguramente lo creen sus asesores, y el común del público en realidad), considera, digo, que novelar consiste sencillamente en ponerse a contar cosas. Una novela es, según este concepto, una sucesión de peripecias. Y en éste libro ciertamente sobran peripecias, y aun para todos los gustos, pues en la guerra Arnau se une a los famosos almogávares catalanes, y descubre a su madre (la suya, de Arnau) que ejerce de prostituta para la tropa… Cualquiera de los episodios de esta novela, literariamente bien tratado, bastaría por sí solo para constituirse en base, trama y argumento de una novela autónoma. La huida de la gleba de Bernat, las dificultades con que se encuentra en Barcelona, el vagabundeo de Arnau, de niño, por las obras de Santa María, la relación de amor y odio con su vecina… Cualquiera de estos avatares, aislado del resto, bastaría para construir una buena novela donde se investigara sobre las motivaciones de los personajes, o sobre la naturaleza humana, o se intentara analizar una situación histórica. La catedral del mar, sin embargo, carece de cualquier profundidad, es un lago extenso en el que en todo momento, incluso en el centro, se hace pie, no hay pretensión alguna de análisis ni se quiere desarrollar ningún pensamiento, no hay nada, creo que ya lo he dicho arriba, ninguna idea superior (o yo, al menos, no la veo) que coordine y dé sentido a toda esta sucesión de aventuras. Sólo se busca entretener acumulando materiales, fiebre grandilocuente, síndrome de acopio, creo que ya lo he dicho también, de nuestros días. Vendría a ser, valga la comparación, como un nuevo Madame Bovary en el que toda la trama concebida por Flaubert, aligerada de fondo, concentrada en la anécdota, ocupase el primer capítulo; dicho lo cual de forma rápida y muerta Emma, en el segundo capítulo se narraría cómo Charles se casa con otra mujer; en el tercero muere Charles y su viuda monta una ferretería; en el cuarto la viuda se ve implicada en un asesinato; en el quinto, aclarado todo, ocurre un terremoto y la nueva Madame Bovary se arruina… y así cerca de sesenta capítulos, como tiene esta novela. Cuanto más y más rápido, mejor, y en cuanto se llegue a las seiscientas páginas, tamaño comercial idóneo, punto final.
Voy, pues, aligerando yo también. Otro de los errores de Falcones, éste ya menos imputable a la época, es la creencia de que construir un buen personaje significa construir un personaje muy bueno. En Barcelona ha aflorado la peste (pág. 319) y el pueblo, en una reacción típica medieval, echa la culpa de la plaga a los judíos. Arnau, recién llegado de la guerra, apenas acabar el preceptivo canto al pacifismo, se alza ahora como defensor de los judíos amenazados de linchamiento por la turbamulta. Estos, en agradecimiento, le largan un discurso de casi veinte páginas sobre sus creencias y sus costumbres. “A lo largo de los tiempos nuestra comunidad ha sido expulsada de muchos países; lo fue de nuestra propia tierra, después lo fue de Egipto, más tarde, en 1183, de Francia, y pocos años después, en 1290, de Inglaterra…” Lo que se dice un discurso enciclopédico.
En la pág. 364, Arnau, siempre tan bueno, apadrina una niña.
A todo esto, nuestro héroe se ha hecho inmensamente rico casi sin querer y, además de en hacer el bien dando préstamos sin intereses a los necesitados, decide en la pág. 373 vengarse de su antaño patrón Grau y de la malvada madrastra que en su día le oprimiera. Una venganza en clave decimonónica, al estilo de El conde de Montecristo. Sin embargo, lo que en Dumas (ah, qué recuerdos de los días de mi adolescencia) era pasión, intriga, ritmo, interés y tensión constantes, en La catedral del mar se resuelve en cuatro patadas y para la pág. 392 Arnau ya ha consumado su venganza. “Perfecto —felicitan los asesores a Ildefonso—, y sobre todo muy práctico. Así todavía nos quedan más de doscientas páginas para que sigan ocurriendo cosas”.
Como en el Medioevo, la verdad sea dicha, no había mucha variedad de sucesos donde elegir, en la pág. 393 se suscita otra guerra. Sospecho que, cuando ésta se acabe, se desencadenará otra peste. Por aquel entonces, eran bastante rutinarios.
En la pág. 401, Arnau, con una genial estratagema, gana la guerra. A causa de ello, la gente le felicita por la calle. Pero aún hay más: el rey Pedro III, en agradecimiento a su valor, le propone casamiento con su pupila y emparentar así con él (el rey con Arnau). A Arnau, que tiene ideas propias sobre el matrimonio, el ofrecimiento no le hace mucha gracia, pero acepta, sin embargo, más que nada por no hacer un feo a Su Majestad.
En la pág. 425, Arnau acaba con el feudalismo. Le han concedido una baronía por los servicios prestados y, según toma posesión de ella (esa misma tarde, he creído entender, o al día siguiente a más tardar), declara abolidos los derechos feudales y libera a los siervos. La gente le aclama. Su madre y su ex vecina, que se encuentran entre el público y que le escuchan atónitas, “con los sentimientos a flor de piel”, también prorrumpen en aplausos. A la mujer de Arnau, que es noble, estas excentricidades no acaban de gustarle.
La cuarta parte de esta novela (pág. 471) se titula “Siervos del destino” y en ella los malos parecen coaligarse entre sí para buscar la perdición de Arnau, enfurecidos porque su bondad choca de pleno contra su vileza. El que más avilantez muestra es un tal Navarcles, hijo del infame caballero del principio. Este nuevo Navarcles muestra mucha avilantez. Y además muy mala leche. Entre unos y otros, precipitan a Arnau al fondo de un calabozo, reo de la Santa Inquisición (pág. 490). Se le acusa de lascivia y prácticas judaizantes, por haber abrazado, a la vista de todos, a una joven judía cuyo padre estaba siendo quemado vivo. La ignominia de esta acusación (por lo demás verosímil y muy bien planteada, es de ley reconocerlo, señor Falcones) bastaría por sí sola para componer un emotivo capítulo, incluso una emotiva novela autónoma sobre el fondo de maldad y putridez del Santo Oficio y, a partir de esa base, sobre todos los fanatismos religiosos que en el mundo han sido.
Pero de nuevo Ildefonso y sus asesores consideran que el colmo de la elegancia es ponerse el bombín encima de la chistera, y en la misma mazmorra en que Arnau, en buena literatura, se tendría que estar debatiendo contra la injusticia y la vileza, el autor encierra (pág. 516) a Francesca, la ya anciana madre de nuestro héroe, que hasta dicha página ha mantenido en secreto su maternidad. Se monta a partir de entonces una intriga algo vodevilesca en torno a si el hijo acabará reconociendo a la madre o si está hará o dirá o mostrará algo que la haga reconocible al hijo.
La tensión no mina, pese a todo, a nuestro protagonista, que en la pág. 560 saca fuerzas, como diría Antonio Gala, de flaqueza para decirle al señor inquisidor lo que piensa: que todos los hombres, judíos o moros o cristianos, son iguales, que, dicho en otras palabras, nadie puede ser discriminado por razón de raza, sexo o religión, nacionalidad o tendencia sexual… Ante esto, el del Santo Oficio suspende el interrogatorio, seguramente para recapacitar sobre lo dicho, y Arnau vuelve a su celda ufano. Se creerá éste que por ser inquisidor me va a achantar a mí, parece que se va diciendo.
El inquisidor, a todo esto, es retratado como un pérfido, un riguroso y un soberbio de más de la marca a fuer de hacerle exclamar a todo pasto ¡pero cómo os atrevéis! cada vez que alguien le replica. En ocasiones (pág. 588 y siguientes) lo dice hasta tres veces en una sola conversación.
Todo parece encaminado, como en las películas norteamericanas, para acabar con un gran juicio final en el que se escenifique la victoria de los buenos, pero no, que en la pág. 591 el pueblo de Barcelona, conmovido por la suerte de uno de sus mejores hijos, asalta la cárcel inquisitorial, saca de ella a Arnau, lo pone en un barco con la mujer que ama y lo envía no me he enterado muy bien dónde hasta que se tranquilicen las cosas. Lo cual sucede pronto, porque ya quedan pocas páginas. En la pág. 623 mueren los malos molt malament, quiero decir de muy mala muerte, y en la pág. 628 se nos presenta a Arnau de nuevo en Barcelona, muy feliz y rodeado de los suyos. Fin.
Etiquetas:
Ildefonso Falcones,
La catedral del mar
Suscribirse a:
Entradas (Atom)